24 de noviembre de 2007

Charcos


A veces, la lluvia me llena de melancolía. Otras, me despierta un impulso travieso, juguetón, como cuando éramos chicos y nos encantaba mojarnos, pisar los charcos. Pero ahora es distinto. Quizás por eso estoy tan nerviosa.
Así había llovido la noche del robo, igual de molesta, lluvia con viento, que ensucia, lluvia que duele y lastima, que empapa y permanece. Así también sentía, como ahora siento, esa opresión en el pecho, igual respirar pesado, cargado de angustia, y la sensación de que algo está a punto de romperse para siempre.
Es sorprendente cuánto podemos desconocer de nosotros mismos. Pensamos en hacer algo, nos imaginamos qué pasará después, creemos que sabemos cómo reaccionaremos... nos sentimos previsibles. Y sin embargo una circunstancia inesperada, algún pequeño detalle, puede disparar todo un mundo, puede meternos de un empujón en una trama extraña, y de pronto nuestro mundo cotidiano se convierte en un desvaído escenario donde ya no reconocemos nada, ni siquiera a nosotros mismos, y en el cual comienza a ejecutarse un guión inentendible que no puede parar.
No pienses que estoy tratando de justificarme. Me dejo llevar, nomás, por los pensamientos que cruzan por el papel mientras trato de contarte cómo sucedieron las cosas aquella noche, ya que después que pasó todo apenas pudimos conversar un par de veces, muy poco, y siempre estaba mamá cerca. Te confieso, además, que ni siquiera me acuerdo bien de esas conversaciones, todo lo de ese tiempo se me mezcla bastante.
Pobre mamá. Cuidala, hermano querido. Vos decile que estoy bien. Yo necesito poder contarte cómo me siento aquí y también necesito que le mientas y le digas que estoy muy bien.
Ahora llueve más fuerte. Igual que aquella noche. Justo hoy, que me senté a escribirte para que sepas cómo llegué a estar en medio de esta historia. Quizás sea un favor que me mandan los dioses: el ruido de la lluvia me lleva inevitablemente a pensar en esa noche.
Por suerte en este rincón no hay goteras, pero en los pasillos de la planta baja se forman charcos. Sí, como los que saltábamos cuando éramos chicos, en la casa del tío Ramón, en Rafaela, ¿te acordás? De paso, creo que ésta es una buena ocasión para decirte que ya te perdoné por haberme empujado a la zanja aquella tarde de verano.
Es raro. Cuando empecé a escribirte me sentía nerviosa, rodeada de malos augurios, traídos quizás por la lluvia. Pero ahora, compartiendo con vos mis recuerdos, estoy más tranquila. Voy a ir al grano, entonces.

***

Una semana antes de aquella noche mamá había llamado por teléfono para decirme que volvía. A partir de ahí tuve que arrastrarme sobre cada día que transcurría. La agonía, cuando se instala, pesa, ¿sabías? Entonces me obsesioné. Te juro, Iván, nunca me había sentido tan desconocida por mí misma. En una semana estarían aquí, otra vez aquí, mamá seguramente tan ajena a todo como siempre, y ese hijo de perra… Pensar en él todavía me pone la mente en blanco, me obliga a fijar la vista en un punto hasta estallar en lágrimas.
–¡Basta! –me decía al espejo apretando mis sienes, pero era más fuerte que yo, todos mis pensamientos conducían a la venganza.
Tengo que reconocer que si para algo me ha ayudado esta cárcel es para poner en orden mi cabeza y comprender, aunque sea mínimamente, el modo extraño en que se fueron hilando los acontecimientos la noche del robo, como la llaman todos, aunque vos y yo sabemos que el hijo de puta ya nos había robado hacía mucho tiempo.
Ya era muy tarde, y estoy casi segura de que yo ya estaba dormida. Digo casi segura, porque a veces me parece que los ruidos no me arrancaron del sueño sino de alguna obsesiva sucesión de pensamientos que ahora no puedo recordar ni reconstruir. Sea como sea, cuando escuché ruidos abajo, lo primero que pensé fue que habían llegado ellos. Algo me suena raro en eso. ¿Por qué no me di cuenta que mamá no podía tener la nueva llave de la casa? Tampoco miré el reloj. Y yo me conozco, cuando me despierto en medio de la noche lo primero que hago es apretar el celular para ver, en su luz azul, qué hora es. Pero no recuerdo haberlo hecho, y sí recuerdo mi sorpresa cuando me dijeron que todo había ocurrido cerca de las cuatro de la mañana.
No sólo no agarré el celular para ver la hora, sino que tampoco encendí la luz. Los relámpagos iluminaban por momentos la habitación, y me dejé guiar por ellos. Desde el pasillo, traté de reconocer las voces. Mamá y el turro, pensé. Me detuve junto a la baranda de la escalera. Alguien caminaba por la sala a oscuras. Miré por la ventana del pasillo pero no vi ningún auto. Ni siquiera en el instante del relámpago. Sí pude ver los charcos. Y otra vez la infancia y el chapoteo y mamá retándonos y papá diciéndole que nos dejara tranquilos, que éramos chicos y teníamos derecho a divertirnos. De pronto la voz de él, no en la sala sino en mi recuerdo. Pero yo quería que su voz estuviera en la sala. Deseaba con todas mis fuerzas que ésa fuera la noche definitiva, el momento de poner las cosas en su lugar.
¿Te acordás de cuando me aconsejaste que comprara un arma? Te costó convencerme, pero tuve que aceptar que no era seguro vivir sola en la casa grande en los tiempos que corren. Siempre creí que usaría el arma contra un ladrón, pero esa noche no pensé en ladrones cuando la fui a buscar al cajón de la mesa de luz.

***

Anoche tuve que suspender el relato porque pasaron haciendo un control. Casi me sacan la carta, pero afortunadamente era Juana, una de las guardianas más tolerantes. Si hubiera sido Griselda seguro que tenía que empezar todo de nuevo. Ahora sigo contándote.
Con el arma en la mano volví a la escalera. Bajé tan solo tres escalones, me agaché y sentí nuevamente escalofríos al enfrentarme con el mismo escenario de siempre, ése que me acompañaba desde los once años: el respaldo del sillón contrastado con el humo de su pipa.
Te confieso Iván que aún me asusta haber alcanzado tal estado de frialdad y cálculo. Bajé descalza, sigilosa, sabiendo que si me descubría perdería todo control de la situación, como pasaba siempre.
Me fui acercando, de a poco; no fue fácil, porque mi paso era torpe y me temblaban las manos, me sudaban, como siempre cuando ante su presencia el estómago se me anudaba de terror, deseo, traición y culpa.
Él me esperaba sentado en el sillón una vez más. Yo sé que me presentía. Pero esto yo lo tenía calculado; en los últimos dos años, mientras mamá y él viajaban, había pensado en todas las posibilidades. O en casi todas.
Dejó el cenicero y unos papeles y se descubrió por detrás del respaldo, lento, seductor, seguro. Clavó su mirada en la mía y entonces sí, disparé, disparé, disparé, disparé, tantas veces como pude. Ocho. Llegué a contarlas.
Se desplomó. Yo sentí que me vaciaba, que me quedaba sin energía, y sólo atiné a acurrucarme en un rincón y esperar… No sé qué esperaba, a esa altura la historia dejó de ser previsible.
Cuando apareció mamá todo era sangre, pero aunque no lo creas ella no se descontroló ni se puso histérica. Se dirigió a mí en tono de reto, sí, de reto, como lo hacía en Rafaela… Ahora que lo pienso, resulta curioso: esta vez era ella la que tenía que saltar los charcos, y no eran de agua ni de inocente infancia.
Cuando vio los papeles se abalanzó con desesperación sobre ellos y los juntó con apuro y desorden. Algunos estaban manchados de sangre. Me miró como preguntándose si yo los habría visto.

***

Aquí estoy de nuevo, Iván. Hace tres días que no escribo, no sé bien por qué, ya que escribir me ayuda a ordenar mi cabeza.
Otra vez llueve. A veces pienso si no será la lluvia la que mueve mi vida. Por lo menos, creo que tiene una influencia muy fuerte en mí. Y no solamente en mí, sino en toda la familia. ¿Te acordás, Iván, del día que enterramos a papá? Cómo llovía… Me parece que esto nunca lo comentamos, pero ¿vos te diste cuenta de quién sostenía el paraguas caminando al lado de mamá? Quizás no te fijaste, a tu edad no te fijabas en esas cosas. Pero yo sí. Yo no sabía quién era, pero me fijé. Era el hijo de puta.
La lluvia rodeándonos a todos, enlazando las historias de cada uno, una y otra vez: mamá, papá, el turro, vos, yo… Por eso la lluvia, que a mucha gente le da la sensación de higiene, a mí me produce un agobio que no te puedo describir. Y hago un esfuerzo enorme para recuperar las lluvias de la infancia, cuando éramos solamente nosotros cuatro, cuando vos y yo saltábamos los charcos y mamá se enojaba y papá nos consentía. Vos te acordás de que él nos consentía, ¿no? Mamá cumplía con su trabajo de madre y él seguía con la tradición de los maridos-niños compinches de los hijos.
Qué linda sonrisa tenía papá. Y qué sonrisa hermosa le nacía a mamá cuando él le sonreía. ¿Vos tenías conciencia de cuánto se amaban mamá y papá? Desde que era chiquita, yo los miraba como quien lee una novelita de amor, pero con una fascinación mayor, claro, porque ellos eran nada menos que mi mamá y mi papá.
Desde aquí, escuchando el agua que cae afuera y adentro, pienso que en aquella época éramos una familia digna de un aviso publicitario. Todos sonrientes, la familia tipo de clase media que se daba algunos gustos como una heladera nueva de dos puertas o una aspiradora ultra no me acuerdo qué, o un televisor que venía con varias pantallas intercambiables de acrílico de distintos colores. ¡Los primeros televisores a color! Éramos felices de verdad.
Vuelvo a mi relato. Cuando la vi a mamá agarrando los papeles y esquivando la sangre del piso, tuve miedo de que me hiciera algo. Fue un miedo infantil. Y en ese momento deseé con todas mis fuerzas que papá apareciera para consentirme y defenderme de la autoridad de mamá. Pero como papá no iba a aparecer, salí corriendo y me encerré en el cuarto.
No sé cuánto tiempo pasó. No prendí ninguna luz. Mamá no subió. Tampoco subió nadie cuando llegó toda esa gente a la casa, aunque escuché pasos y conversaciones por todos lados. Por la ventana vi cuando sacaban al hijo de puta; supe que estaba muerto porque lo habían tapado totalmente. También la vi a mamá, que subía a un patrullero. Ya no llovía. Un policía la tomaba del brazo. Me pregunto ahora si la habrían esposado.
Me quedé mirándola, y esperé que levantara la cabeza para ver mi ventana. Pero no miró.
Después se fueron todos. Ya casi estaba amaneciendo. En la puerta de casa quedó un patrullero con un agente adentro.
Entonces decidí salir del cuarto porque, te digo la verdad, hermano querido, la casa estaba completamente silenciosa y yo hubiera jurado que no había nadie. Pero me equivoqué. Al lado de la puerta de mi cuarto había uno. En el descanso de la escalera, otro. Y justo cuando estaba por llegar a los últimos escalones, se me plantó delante el detective ése que parecía salido de una serie de televisión. Amable, el hombre. Me acompañó de nuevo a mi cuarto y nos pusimos a hablar.
Le dije que ese tipo nos había robado, que era un hijo de puta, que alguien tenía que defender a esta familia de un turro como él y que yo me había hecho cargo.
El detective hablaba del ladrón y de defensa propia, pero no parecía muy interesado en la historia de nuestra familia. Su indiferencia agregó más angustia al desamparo que ya sentía y necesité más que nunca de la complicidad y la sonrisa de papá. Qué duro, Iván, qué vacío y qué absoluta desolación.
Después me quedé dormida. Dormida o nuevamente atrapada entre los hilos de mis pensamientos. Así pasaron las horas o los días, no sé muy bien ni importa. Sí sé que me despertaron personas desconocidas que me rodeaban. Algunos estaban vestidos de blanco. En ese momento no entendí dónde estaba. No me trataron mal, al contrario, pero todo empezó a ponerse muy raro, cada vez más raro. Yo me volví a aferrar a la imagen de papá. Fue lo único que me sostuvo todo ese tiempo.
Después vino el juicio y todo eso que creo que vos viste. En ese tiempo en que me llevaban y me traían, mi confusión se iba haciendo más y más grande.
Por eso ahora, aquí, estoy más tranquila y me siento un poco mejor. Pero no sé, Iván... todas esas cosas que se dijeron en el juicio... Mirá si yo no lo iba a conocer… Lo que pasa es que mamá nunca admitió mi odio hacia el hombre que ella trajo a la familia, y menos aún podía imaginar mamá las cosas que habían pasado y que me generaron todo ese odio…
Vos me creés, ¿no?

***

- Usted me cree, oficial, ¿no?
- Repasemos todo una vez más, señora.
- Sí, mire, yo me había ido de viaje hace dos años con mi segundo marido. Él es un buen hombre, pero los chicos nunca lo han querido. Sobre todo la nena. Es que ella quería tanto a su padre. Yo también lo quería, no vaya a creer…
– Señora, por favor, limitémonos a la noche del robo...
– Sí, claro, perdón. Yo le había avisado a la nena que volvía, pero no le di detalles. Quería darle la sorpresa, porque esta vez llegaba sola y traía los papeles. Los había recuperado después de que mi segundo marido aceptó entregármelos. No sabe lo que me costó…
– Señora…
– Sí, sí... Es que mi segundo marido no es un mal hombre, sólo que nunca soportó la mirada de la nena. Y yo estaba muy enamorada. Por eso acepté irme lejos; pensé que quizás las cosas cambiarían con la distancia y con el tiempo. Hasta que abrí los ojos y no pude más estar lejos de mis chicos… Pero tiene razón, volvamos a la noche del robo. Traté de abrir pero me di cuenta de que habían cambiado la cerradura. Así que me acerqué a la puerta para ver si había luz. Si no, me iba a un hotel hasta la mañana siguiente. Yo estaba empapada, porque se ve que la nena sacó el alero de la entrada de la casa, y yo no llevaba paraguas. Bueno, en ese momento apareció el tipo. Qué barbaridad, cómo ha crecido la inseguridad en poco tiempo, cuando yo me fui no era para tanto…
– Esa parte ya quedó clara, señora. El malviviente la redujo y violentó la puerta de entrada. Pasemos al interior de la vivienda, por favor.
– El tipo me hizo sentar en el silloncito de la entrada sin dejar de apuntarme. Agarró mi cartera y empezó a desparramar todo. Ahí fue cuando se cayeron los papeles, eran los títulos de propiedad y la cesión de derechos a nombre de los chicos. Supongo que le llamaron la atención, quizás creyó que podía sacar algún provecho de eso, no sé, yo estaba muy nerviosa y trataba de ver la escalera porque no quería que la nena se despertara. Pero desde donde estaba no podía ver nada. Y me quedé quieta, callada, a ver si todavía el ladrón se daba cuenta de que había alguien más en la casa. Entonces él se sentó en el sillón de la sala.
– ¿Podía verlo?
– No, solamente los pies, pero podía darme cuenta de que se había sentado en el sillón… ¡en el sillón que había sido de mi marido, el muy hijo de puta! Y lo más tranquilo prendió un cigarrillo mientras miraba los papeles.
– ¿Y cuánto tiempo pasó hasta que escuchó los disparos?
– No sé… unos minutos… Desde el silloncito de la entrada tampoco llegaba a ver el reloj de pared de la sala, y yo no uso reloj, hace ya muchos años, desde que se murió mi primer marido, el padre de los chicos.

***

Queridísimo Iván: ayer vino a verme un hombre que se presentó como médico y me habló de un tratamiento, de buenos resultados, y me dijo que tengo que tener paciencia. Eso es lo que me sobra: paciencia. Para mí está todo hecho, yo ya no tengo nada pendiente ahora que terminé con la vida de ese turro. Así que acá estoy bien, a pesar de las rondas nocturnas y los charcos bajo techo cada vez que llueve.
Una de las chicas me preguntó cuándo iba a salir. Fue extraño, porque le contesté con orgullo, le dije: “Nunca”. Yo sé que no voy a salir nunca, que me dieron perpetua por haber matado al hijo de puta, a pesar de lo que me haya dicho ese hombre que se hizo pasar por médico, pero que seguro era un policía o un abogado o a lo mejor un cura. Pero eso a mí no me importa. No tengo nada más que hacer en la vida que disfrutar de esta condena, que por otra parte es justa, porque yo lo maté con gusto.
Ahora mamá y vos son libres. Ella va a sufrir, porque el hijo de puta la tenía engañada. Pero al final se va a dar cuenta de que esto fue lo mejor para los tres. Y vos, mi hermanito del alma, has vuelto a ser el hombre de la familia, como corresponde, como le hubiera gustado a papá.
¿Te acordás de cuando papá te enseñaba a afeitarte? Yo me sentaba sobre la tabla del inodoro y los miraba, a los dos, a los dos hombres más lindos de la tierra. Y te confieso que en esas mañanas, mientras sonaba la radio en la cocina y el olor a café con leche y tostadas empezaba a inundar la casa, yo deseaba con todas mis fuerzas estar en tu lugar para que papá me enseñara a afeitar a mí. Porque no fue lo mismo el día que mamá me llevó por primera vez a la depiladora. No me gustó nada, me dolió. Mamá me dijo que cuanto más me pasara esa cera quemante, menos pelos iba a tener. Era mentira. Pobre mamá, ella también cargaba con el peso de ser una mujer.
No vayas a pensar que yo no quería ser mujer, hermanito. No es eso, se puede ser mujer y ser fuerte a la vez. Por eso, cuando crecimos, cuando papá se nos fue, yo decidí que iba a cuidar de vos y que no iba a permitir que nadie te lastimara.
El día que mamá se fue con el turro lloré muchísimo. Me acuerdo bien de esa noche. Llovía, también. Y yo me puse a mirar por la ventana y las lágrimas se me confundían con las gotas que resbalaban por el vidrio. Pero te confieso que lloraba por vos. Sí, por vos, porque te había visto llorar como nunca antes. Y esa noche juré que iba a vengarme. Bien muerto está ese hijo de puta.

***

Hoy no llueve y no hay charcos. Quizás es por eso que no tengo muchas ganas de escribir, pero en la próxima lluvia seguro que sí. Y algún día, cuando esté más calmada y cuando mamá se dé cuenta de que así es mejor, entonces tal vez yo acepte que vengan a visitarme. Y ahí sí, te juro que te voy a invitar a saltar los charcos como cuando éramos chicos. Y entonces, amadísimo Iván, mamá no nos va a retar, porque se habrá convencido de que saltar charcos es lo más divertido del mundo.
Incluso aquí adentro.

Fin

septiembre / noviembre de 2006

Sobre Charcos

Charcos fue escrito por Andrea, Gaby y Goio en cuatro vueltas. Es el octavo Cuento Con Vueltas que termina.
Al terminar el cuento, las/los autoras/es se autopresentaron así:

Andrea
Soy Andrea, cumplí 42 años el último diciembre y tengo tres hijos.
Trabajo como maestra de Jardín desde el año 87 y últimamente he ampliado mi campo de acción hacia el trabajo con gente, con grupos, hacia el trabajo social.
Escribir me gustó y acompañó siempre, me permite conectarme mejor con los demás, desde un lugar más profundo. Por eso disfruto tanto de este juego literario.

Gaby
Me llamo Gabriela Alejandra Tijman. Me gustan mis dos nombres. Todo el mundo me dice Gaby. O sea, me llamo Gaby Tijman, mucho gusto.
Soy periodista, tengo 44 años. Nací en Buenos Aires; un día decidí el cambio y así es como desde 2003 estoy afincada en Tilcara. Aquí hago mi propio programa de radio, escribo para algunos medios de Buenos Aires, trabajo en el área de turismo y hago diseño gráfico.
Leo anárquica y calentonamente. Admiro y envidio a los que hacen literatura como oficio. El rígido de mi pc acumula textos. Algunos me gustan más que otros, pero son todos míos y los quiero.

Goio
Tengo 55 años y vivo en Jujuy. Trabajo en proyectos empresarios y sociales. Soy astrólogo.
Me gusta escribir. Lo he hecho en diferentes momentos de mi vida.
Soy un poco el papá de
Cuentos con Vueltas, que me ha convertido en un Administrador de Cuentos...
Cada tanto me incluyo en algún grupo, como un participante más. Y, como en este caso, disfruto un montonazo participando de ese algo indescriptible que nos va tejiendo una historia…

20 de noviembre de 2007

Perdido


- Aquí tampoco está –dijo, cerrando con un gesto de decepción el último cajón de la vieja cómoda.

De altas paredes que llevaban a un cielo raso gastado por el tiempo, la habitación tenía, además de la cómoda, un enorme armario de madera estilo Luis XVI, que según como la araña que colgaba del centro proyectara su luz, por momentos parecía brillante y con mucha vida, y en otros daba la sensación de un objeto lúgubre, inquietante.

Llevaban ya casi dos horas buscándola. Repentinamente, como quien se paraliza ante un terrible episodio, la incertidumbre y el misterio se apoderaron de la habitación; sin saber por qué, una de ellas gritó: ¡Salgamos de aquí! En ese instante el cuarto quedó completamente a oscuras. Hablar fue un error, probablemente. Pero cuando el miedo les secó la garganta y el corazón se abrió paso entre los dientes, no hubo más opción que el grito.

Al otro lado de la puerta apareció el hombre, tieso. Su rigidez no respondía al miedo sino al oficio, a su instinto de cazador al acecho, como hace millones de años, como ayer, la mano crispada sobre el garrote, sobre la piedra afilada, sobre el cuchillo. Esa mano que había nacido para estar armada se adelantó en su movimiento al cuerpo inclinado hacia adelante. Los dedos toscos, extendidos y tensos, marcaban el camino de los pies, que cautos, se acercaron a la puerta del cuarto.

Con un gesto brusco del dedo índice indicó a las mujeres que volvieran al cuarto, ahora débilmente iluminado por la luz del farol de la esquina que se filtraba por la ventana rota, emparchada con cartones. Se movía con seguridad en un espacio tenebroso y lúgubre.

Las manos de ellas se buscaron y se aferraron; el silencio se interrumpía por la respiración entrecortada de ambas.

El rostro del hombre, desfigurado por algún animal salvaje, inspiraba miedo. Las cicatrices recortaban su frente como un rompecabezas; hasta las cejas parecían como surcos heridos que se adentraban en los párpados. Tenía los ojos semiabiertos, lo que hacía más difícil determinar el color. La nariz, quebrada, tenía dos escalones: hundido el más cercano a los ojos y en perspectiva aquel próximo a la boca. Había una extraña mueca que permitía ver algunos amarillentos dientes en un extremo de esa boca. La pera estaba partida en dos, lo que hacía más terrorífica su presencia.

El cazador también se estremeció, le vino esa sensación rara en la garganta. La había sentido pocas veces; el escritor le había dicho que eso se llamaba emoción.

Tal vez algo de lo que sintió se reflejó en sus ojos, porque ellas empezaron lentamente a recuperar la serenidad. Las miradas se cruzaron una y otra vez, zigzagueantes, como una autopista cargada de vehículos. La luz que llegaba del farol construía un haz de partículas que acompañaban a esas miradas.

De pronto, un sonido casi gutural surgió del cazador. Su expresión fue como un pedido de ayuda. Ellas soltaron las manos entrelazadas y se acercaron al hombre.

Habían tenido el impulso de huir de una amenaza imaginada, de la sombra cambiante de un enorme armario, por un miedo que en realidad estaba en ellas. Pero ahora no huían. Tal vez fuera por la tranquilidad que se habían trasmitido a través de sus manos apretadas, o quizás por un hechizo que se había filtrado como un destello a través de aquellos ojos entornados.

El hombre no se detuvo. Pasó casi como una ráfaga entre las dos, rumbo al mueble. De espaldas ya no daba miedo, se parecía a cualquier hombre alto y robusto. Se acercó al armario y tanteó su techo, segura su mano de encontrar lo que buscaba.

Y entonces se las mostró. Habían tenido razón al pensar que debía estar en aquella habitación. Y tal vez finalmente la hubieran encontrado si el miedo no las hubiera dominado. En la mano del cazador, parecía un cebo.

Cuando pasó nuevamente junto a ellas saliendo de la habitación, lo siguieron mansamente. Lo siguieron extrañamente confiadas, mientras repasaban mentalmente el recorrido que las había llevado a la casa del pueblo. Nunca creyeron en ese diagnóstico médico que indicaba que su padre había muerto de un paro cardíaco. Y aunque nadie tomó en serio sus dudas, siguieron adelante en un laberinto que tenía un solo punto de referencia conocido: la lapicera bordeaux con pluma y con capuchón de oro, esa que ahora brillaba en la mano gigante del hombre que marcaba un camino que ellas estaban dispuestas a transitar.

Su padre siempre les había dicho que sólo podría escribir si se sentía libre. Fue un solitario y meticuloso artesano tanto en su tarea de ignoto cronista como en el modo en que seleccionó el campito, sembró los tilos y después instaló las colmenas. Le gustaba sentarse bajo el alero esas tardes en que lloviznaba y el aire era un perfume zumbón que lo adormecía, para luego despertarse lleno de palabras que se irían acomodando en el papel con solo apoyar la pluma de oro.

Ellas caminaban ahora tras un desconocido, un hombre agigantado por la penumbra del amanecer, que en su mano extranjera tenía esa lapicera. Para ellas era buena señal: significaba que ese ser, del que temieron por su deformidad, por el olor salvaje que emanaba, por el sonido gutural, había conocido al escritor, probablemente sabía qué era lo que ellas buscaban ...y tal vez algo más. Sin necesidad de palabras, los tres estaban invocando en el recuerdo a la misma persona, al que ya no estaba.

Quizás lo que su padre nunca pudo sostener fue el poco conocimiento que tenía de sí mismo. Su soledad, su aislamiento, lo habían ido conduciendo a un callejón sin salida. Su confusión, provocada por sus indecisiones, lo llevaba a mostrarse muchas veces agresivo y otras, las menos, en paz pero con la mirada fija en algún punto del horizonte. Seguramente, escribiendo debió haber experimentado una apertura que le permitió relacionarse con el mundo sin miedo, sin armaduras.

Nunca habían podido dialogar en profundidad con ese padre taciturno. Su actitud no dejaba espacios para buscar qué había detrás de su coraza emocional. Por eso era más extraño esto de tratar de entenderlo ahora, después de muerto. Pero así eran las cosas.

Se habían vuelto a interesar en él cuando leyeron su primer cuento publicado en un diario. Eso había ocurrido hacía ya varios años, en los tiempos en que lo consideraban un anacoreta egoísta por haber decidido aislarse en el campo sin importarle lo que ellas pudieran opinar o necesitar, escudándose en una necesidad de ser libre, que para ellas no significó más que un rechazo y un abandono.

Aquel cuento había ganado el primer premio en un concurso del diario. Y era un diario prestigioso. A ese cuento le siguieron otros, magníficos, cautivadores, profundos, que eran esperados con ansiedad por los lectores de la sección literaria. Ellos sólo conocían del escritor su nombre y su aislamiento. Casi lo mismo que ellas, finalmente. Pero mientras ellos lo admiraban, ellas en cambio le guardaban rencor, un rencor cada vez mayor, por no haberles mostrado ese mundo interior que ahora fascinaba a tantos desconocidos. Solamente les había sido permitido compartir sus silencios y tener que soportar su hosquedad.

Ellas también, como los lectores, empezaron a esperar cada vez con mayor interés la publicación de un nuevo cuento. Habían creído, desde el primero, que en ellos podía haber algo… algún mensaje cifrado, señales, en fin, pistas para entender al padre viudo que las había criado.

Sus razones tenían. En el segundo cuento había aparecido por primera vez la referencia a la lapicera bordeaux con pluma y capuchón de oro que ellas le habían regalado y que era para él como la llave de una nueva vida. El tema volvía en cada relato, a veces en forma de metáfora, a veces explícitamente. Pero seguía siendo una mención codificada. Fueron comprendiendo que él trataba de decirles algo, de advertirlas sobre algo.

Las señales entre líneas hablaban de miedos, sugerían peligros que acechaban, y siempre volvían a la lapicera. Por eso, cuando se enteraron de que lo habían encontrado muerto bajo los tilos, no aceptaron lo del paro cardíaco y decidieron investigar hasta llegar al fondo del misterio, resolver el acertijo que les había planteado el padre escritor en sus cuentos.

El gigantón se detuvo. Habían llegado, sin notarlo, a la avenida de los tilos. Los primeros rayos del sol le ponían relieve al sitio donde había sido encontrado muerto el escritor.

Otra vez pareció dulcificarse la expresión de su grotesca cara cuando les dio la lapicera y hablando con dificultad les dijo: “- …Se las dejó él… que las esperara, me pidió… que vendrían a la casa… él sabía que tratarían de resolver… que tarde o temprano llegarían…”.

Y sin dar tiempo a preguntas, aprovechando el desconcierto, el hombre que había sido el guardián del secreto del escritor, se fue. Ellas lo vieron partir, tomadas por la sorpresa que motivaron esas palabras, que parecían aprendidas de memoria y dichas con un gran esfuerzo por alguien no acostumbrado a hablar.

Poco tardaron en decidir que no iban a volverse a la ciudad. Mientras reacondicionaban la vieja casa, se instalaron en el hotel del pueblo. Rápidamente descubrieron que para los lugareños ellas eran “las hijas del escritor”.

Tramitaron lo necesario para recibir de la ciudad el material que habían atesorado en los años de distanciamiento, de encuentros breves y frustrados por esa eterna imposibilidad para mantener un diálogo, por ese clima enrarecido que se instalaba cuando estaban los tres juntos.

Pasaban las mañanas leyendo, en busca de algo que no sabían qué era. Por las tardes recorrían el campito, como solía llamar el padre a esas hectáreas perfumadas por los tilos y pobladas de colmenas. Tenían una rutina que no las aburría. Sin embargo, un día la cambiaron e inesperadamente las cosas tomaron otro rumbo.

Fue una mañana en que se levantaron muy temprano. La tarde anterior los tilos repletos de pimpollos parecían prontos a abrirse en todo su esplendor, y ellas quisieron observar las flores que no tardarían en desplegarse húmedas de rocío. Habían preparado un bolso con el termo para tomar unos mates en el alero y estaban limpiando los bancos de madera, cuando un ruido extraño proveniente del cuarto de herramientas las sobresaltó.

Nuevamente aquel hombre extraño, deforme y de mirada cálida, las paralizaba con un susto, aunque es verdad que esta segunda vez no fue aterradora como aquella madrugada cuando recién habían llegado al pueblo.

El no les dio tiempo a nada; solamente dijo de modo apenas audible: “- Buenos días, hermanas…” y salió corriendo como un animal salvaje.

En el pueblo las llamaban también así, “las hermanas”…Pero dicho por él, del modo que lo dijo, asustado también por haber sido encontrado, y con esa mirada dulce buscando directamente los ojos de ellas, sonó enigmático. Hasta ese momento no les había parecido extraño que los lugareños las identificaran como tales, pero en la boca del hombre que ya se perdía entre los árboles esa frase sugirió un sentido diferente.

Confundidas, sin poder organizar su pensamiento, no atinaron a otra cosa que ir al pueblo a averiguar más en torno a lo que él había dicho. Pero al contar lo que había ocurrido se desencadenó una reacción inesperada para ellas: el pueblo, con el jefe de policía y el de bomberos a la cabeza, al enterarse de que el hombre había aparecido, decidieron partir hacia el bosque a buscarlo. Y las hermanas observaron, aterrorizadas, como al poco rato una turba con palas, rastrillos y machetes iniciaba una persecución que parecía tener una sola premisa: encontrarlo vivo ó muerto, como si abatir a esa extraña criatura fuera el modo de terminar con la maldición que asolaba al pueblo. De pronto, la paz y armonía del lugar se habían terminado; el aburrimiento también. Y la presa: ese extraño hombre perdido.

Ellas los siguieron por detrás. Cuando hacía ya un largo rato que comenzara la frenética búsqueda, un silencio sepulcral se produjo en el bosque, como concertado entre todos. Las hermanas supieron que lo habían encontrado.

Estaba sediento y asustado. Sorprendentemente, dos enormes ciervos lo protegían, impidiendo que nadie se acercara.

Quizás fue por eso que algunos lugareños, en un impulso, decidieron capturar a las hermanas y las arrastraron hasta el lugar. Gritos de “¡venganza! ¡venganza!” comenzaron a sonar como cañonazos en boca de los presentes.

Ellas comprendieron, en ese momento, que eran sus sospechas las que habían desatado esa furia. Sus dudas, comentadas en atardeceres con vecinos entrometidos, repetidas en el almacén, cuchicheadas en el horno de pan, analizadas junto al arroyo de los berros, se habían ido prendiendo como abrojos al resentimiento de un pueblo que había perdido su destino de gloria, su derecho a la posteridad, su cuota de forasteros con dinero. Cómo no masticar rabia si sólo raramente se veía algún auto de afuera entrar en el pueblo, si no llegaban cartas a la estafeta, si el expediente del asfalto de la ruta esperaba, gris de telarañas, en el archivo de la gobernación.

Las hermanas tenían razón: no había sido una muerte natural. Aunque nadie lo dijera, todos lo suponían en silencio. Y frente a esa realidad imposible de ocultar del todo, allí estaba ese engendro, aparecido a los pocos días de instalarse el escritor en el campo. Había sido desde el primer momento el reo por excelencia, el sospechoso preferido: se fue convirtiendo en el responsable por los cabritos muertos en las heladas del invierno, el señalado por el atraso en la postura de las gallinas, el que hizo enloquecer un día a las abejas, y hasta el culpable de que se esfumara alguna torta puesta a enfriar en la ventana… Bastaba que el cazador se dejara ver, para que fuera su fealdad lo que hacía que las cosas perdieran la deseada armonía. Había sido acusado de todos los males, era el protagonista indeseado de las pesadillas del pueblo. Si había podido quedarse allí esos años, era porque el escritor lo había protegido.

Sin embargo, para ellas dos ese hombre feo no podía ser culpable. Otra vez las manos entrelazadas se comunicaron. Esta vez fue un escalofrío. Les alcanzó para ponerse de acuerdo y, sin dudar, corrieron hacia él; los ciervos se abrieron para darles paso y luego volvieron apuntar amenazadoramente sus cuernos hacia la turba.

Unos pocos siguieron con sus gritos de venganza, pero la mayoría se fue quedando en silencio, sin saber qué hacer, entre la rabia y el desconcierto.

Ellas se vieron de nuevo junto a ese ser que modulaba las palabras con dificultad, que había sido durante los últimos años el interlocutor de su padre, del hombre que, a su modo, tampoco podía hablar. Sintieron el impulso de abrazarlo, y su abrazo fue correspondido por él con una entrega suave. Los que presenciaban la escena se fueron retirando, turbados, confundidos.

Ellas lo tomaron de la mano y lo llevaron a la casa, caminando despacio, sin hablar. Prepararon una mesa para tres; le ofrecieron un baño caliente mientras terminaban de preparar la cena; le ofrecieron ropas del padre. El aceptaba todo naturalmente, como si nada de eso le fuera desconocido.

Cenaron en silencio, un silencio sólo interrumpido por el leve roce de un cubierto en el plato, el vino al llenar una copa, la corteza crujiente del pan... En un momento él se levantó, abrió una alacena y sacó un frasco lleno de quinotos en almíbar mientras esbozaba una suerte de sonrisa, mezcla de desafío, triunfo y deseo de sorprenderlas al no dejar ya lugar a dudas de que ese lugar le era propio. Ellas se miraron. Lo veían moverse seguro dentro de su torpeza.

Él retiró los platos y sirvió el postre. Luego vinieron el café y un licor. Entonces él preguntó tímidamente por la lapicera. Las hermanas no esperaban eso, y volvieron a ponerse a la defensiva. Un furtivo cruce de miradas puso en evidencia su desconfianza e incertidumbre.

La mayor rompió el silencio: “- No sabemos quién es usted… evidentemente conocía más a nuestro padre que nosotras y…”. La frase quedó sin concluir, bruscamente interrumpida por la otra hermana, que nerviosa dijo: “– Lavemos los platos, es tarde…Mejor que vuelva a su casa… si es que tiene..”.

Pero él volvió a insistir: “…la lapicera… hay algo que...”. Esta vez las dominó la tranquilidad de él, otra vez esa mirada llena de ternura, impregnada de sabiduría. Entonces trajeron la lapicera y se la dieron. El, entre gestos y medias palabras, les preguntó si habían intentado escribir con ella, y ellas le dieron una respuesta negativa moviendo sus cabezas.

Se levantó de la silla y se dirigió a la biblioteca que estaba del otro lado de la habitación. Comenzó a sacar los libros, dejando al descubierto una línea de frascos etiquetados con una calavera. De uno de los libros que había retirado de los estantes, sacó una hoja y se las extendió, tembloroso, acercándose a la puerta.

A la vez que lo retenían suavemente con una mano en su hombro, las hermanas buscaron ávidas con la mirada el texto para leer. Había sólo una frase: “La lapicera no tiene tinta”.

Tenían buena memoria y no dudaron: abrieron la lapicera, y en lugar del antiguo tanque de goma que tantas veces le habían visto cargar apretándolo suavemente casi con deleite y sumergiéndolo en el frasco de tinta, encontraron un papel de seda enrollado cual si fuera un cigarrillo.

Lo desplegaron con delicadeza. El texto estaba escrito con letra apretada, casi irreconocible salvo por la forma tan caligráfica de las proporciones de las letras. Comenzaron a leer en voz alta.

Queridas hijas:

Siempre les dije que para escribir necesito ser libre. No les dije que ser libre era hacerme cargo del hijo abandonado en mi primera juventud, mucho antes de conocer a Mercedes, la madre de ustedes. Ojalá puedan comprender que mi hosquedad era culpa, vergüenza, un remordimiento constante por no haber sabido aceptar a ese hijo que me hizo huir del pueblo.

Encontrarme con él, retirarlo del lugar horrendo donde fue abandonado de niño, fue reconciliarme conmigo y poder abrir y desplegar mis posibilidades como escritor.

Bien saben ustedes que nada es tan apasionante para mí como realizar crónicas que surgen de la observación del más simple cotidiano.

Una noche que me había quedado a dormir en el campito, un ruido extraño me despertó. Sin encender luces salí sigilosamente y vi un grupo de personas en torno a las colmenas.

Nada dije. A la mañana siguiente retiré unas pocas muestras de miel y confirmé mi sospecha: habían sido envenenadas.

Si bien viajé a otra ciudad para realizar los análisis, tengo razones para pensar que estoy siendo observado. Si algo me ocurre, mi hijo, su hermano, sabe dónde está la miel envenenada.

Encontrarán más detalles en los últimos cuentos. Yo estoy muy perturbado, temo estar volviéndome loco, presiento que la muerte acecha.

No sé quién pueda ayudarme, me siento absolutamente perdido.

Papá

Lloraron los tres abrazados. El balbuceó: “- Hermanas…”, y esta vez las abrazó fuertemente.

Ellas fueron al cuarto donde estaban desplegadas las hojas de los diarios con los cuentos, los pusieron en orden cronológico y comenzaron a releer los títulos: Encuentro con un hijo. Miel. Tres hermanos. Dulce veneno. ¿Quien me delató? La lapicera sin tinta. Absolutamente perdido. La conspiración de la abeja reina y los zánganos perversos.

Se miraron. Tenían mucho trabajo por delante.


FIN


fines de agosto / principios de octubre de 2006

Sobre Perdido

Perdido fue escrito por Alberto, Gloria y Lucila en cuatro vueltas entre fines de agosto y principios de octubre del 2006. Es el séptimo Cuento Con Vueltas que termina.

Al terminar el cuento, los/as autores/as se autopresentaron así:

Alberto

Me llamo Alberto M. Grunewald. Me dicen con mucho aprecio Max. Les saludo con cariño. Vivo en Martínez, Provincia de Buenos Aires. Tengo 60 años. Soy Ingeniero Químico. Me gradué en la ciudad de La Plata. Hace 20 años me dedico a la Informática. Durante 11 años tuve mi propia empresa. Siempre quise hacer algo creativo, algo que viene de adentro. Escribir es - creo - la voz del alma que se transforma en palabras. Realmente esta primera experiencia en Cuentos con Vueltas es fascinante y me ayuda a crecer.

Gloria

55 años. Cordobesa de corazón, pero viviendo desde hace cuarenta años fuera del pueblo. Ahora en Madrid. Licenciada en administración. Trabajo en una empresa grande. Esto de participar en el Cuento con vueltas me encantó. Fue como jugar, como retomar sueños abandonados.

Lucila

Escribir Perdido fue paradójicamente un encuentro con otros y eso pasa en el cuento. ¿Hermanos cósmicos? Fue un placer trabajar con ustedes. Soy Lucila López, Psicóloga Social, Psicodramatista, escribir es una de mis pasiones y esta modalidad tiene la particularidad de ser algo así como un cadáver exquisito.En relación a la escritura siempre me defino como cronista, los cuentos son un desafío.Eso me estimula y me divierte. Es muy interesante decidir cortar en un momento y encontrarse con una dirección diferente, inesperada, a la que hay que tomarle el ritmo. Apasionante.

10 de noviembre de 2007

Con cierto inconsciente II

Ilustración: Edward Hopper - Morning







1

Hoy sí que está buena la ducha, pensó. Había abierto un jabón nuevo para festejar. Dejaba correr y correr el agua sobre su cuerpo. Hizo una ola con el pie para que el agua fuera hasta el otro borde de la bañera y volviera con la espuma del champú. Se preguntó si todos harían lo mismo.
En eso estaba cuando sonó el timbre. ¿Quién podía ser a esa hora?...
Había pedido una pizza… pero siempre tardaban una eternidad. Pensando en esto salió lentamente de la ducha y se puso la bata, al tiempo que avisaba con un grito que pronto estaría abriendo la puerta.
Al observar por la mirilla no vio a nadie. Qué raro, pensó. Pero pudo más la alegría de haber estrenado su nuevo jabón –importado, por cierto– y no se preocupó ni se hizo más preguntas al respecto. De hecho, volvió a enjabonarse.
No pudo disfrutar mucho de la paz que daba el agua a su tan suave y blanco cuerpo, ya que el timbre volvió a sonar.
Pensando que tal vez anteriormente fue la demora lo que hizo que el visitante se fuera, se apresuró a alcanzar la puerta. Cuando miró por la mirilla, se sorprendió sobremanera: era su ex marido.
2
Cada vez que intenta ponerse a escribir, llega apenas a completar una carilla. Treinta, treinta y cinco líneas, y ya no le gusta.
Siempre es por distintos motivos. Un día se asustó de lo que sus dedos habían tecleado: una catarata de imágenes eróticas que, seguramente, escandalizaría a cualquiera de sus tías. Otra vez, hace ya muchos años, probó con una biografía de alguien imaginario, pero de inmediato advirtió que estaba contando la historia del primo Daniel, y lo peor era que había empezado por el final, cuando Daniel cayó preso en Santa Teresita después de haber zafado de la cacería por varios meses. Y no quiso seguir, porque llegaría inevitablemente a la parte prohibida, aquella de los encuentros furtivos del otro lado de la vía.
Ahora pretendía recuperar en palabras esa ducha maravillosa que se había tomado después de una noche mágica en la que por primera vez en mucho tiempo había logrado disfrutar del sexo sin que ello hubiera significado más –ni menos— que eso. Ni siquiera recordaba con claridad cómo había llegado a la cama. Su amante de ocasión había sido alguien que estaba en la fiesta de disfraces de su amiga Clara y que le había ofrecido acompañarla después de beber más de la cuenta. Intentaba describir a su acompañante en el relato, pero sólo recordaba que estaba artísticamente maquillado entre azules y dorados, y entre el alcohol, la oscuridad y el juego erótico todo se le desvanecía. Quizás ese estado de inconsciencia era el que le había permitido disfrutar tan libre y placenteramente. Ahora, su imaginación volvía a quedar empantanada en la realidad –la maldita y obsesiva realidad— y ahí estaba él, Jorge, como si hubiera esperado agazapado en un rincón de su deseo el momento oportuno de reaparecer en el fluir de su escritura.
Lo intentó de nuevo: Cuando miró por la mirilla, se sorprendió sobremanera…, pero no pudo seguir. No se le ocurría nada. Sólo él. Siempre él. Otra vez él. ¿Y si fuera tal vez que deseaba que él hubiera tocado el timbre justo en ese momento, después de esa ducha, para encontrarla espléndida, relajada, feliz, segura de sí misma? ¿Y si esa noche de sexo que ella creía que era eso y nada más, no lo era? ¿Y si esa noche había logrado, de alguna manera inconsciente, retrotraerla a un tiempo y un espacio donde el sexo era otra cosa? Algo, tal vez, demasiado cargado de códigos y actitudes familiares; que en aquella época le parecía un poco falto de emociones, pero que hoy y a la distancia le semejaba un tibio nido lleno de seguridad donde la vida se resbalaba como el jabón... Un tiempo donde no había que preocuparse de nada porque él estaba allí para preocuparse de todo y esa preocupación era como una caricia sobre la piel.
Sus manos sobre su piel... Nunca había podido dejar de experimentar cierto temblor al pensar en cómo la tocaba. El sólo hecho de imaginarse la cercanía de su desnudez la excitaba y al mismo tiempo la confundía. Sabía que necesitaba abrirse a nuevas experiencias y que en su entorno inmediato no resultaba fácil encontrar con quién. De pronto todo se le mezclaba, y no llegaba a darse cuenta si lo que quería era volver, reconstruir esa cómoda pareja, o si lo que la mantenía en esa obsesión era haberse enterado de que él, después de seis meses de separados, había empezado a salir con otra mujer.
Se levantó, y casi desafiante se acercó al espejo, se quitó la toalla que envolvía su pelo y lentamente dejó caer la bata. Sabía que no se veía mal, siempre había aparentado menos edad de la que tenía, y últimamente estaba bastante conforme con su cuerpo. Se acercó más al espejo para mirar un enrojecimiento en su hombro y repentinamente se sintió observada. Levantó la vista y vio en el reflejo que desde una ventana de enfrente alguien la miraba. La silueta desapareció antes de que pudiera reconocer si era un hombre o una mujer y, cuando se dio vuelta, la realidad inversa a la del espejo la confundió y no pudo reconocer de cuál de todas las ventanas provenía la imagen.
Pensó en La Ventana Indiscreta, esa obra maestra de Alfred Hitchcock. O aquella película argentina, Enemigos, protagonizada por Ulises Dumont, aunque no pudo recordar el nombre del director. Cómo envidiaba a quienes eran capaces de escribir una buena historia a partir de un hecho menor.
Volvió a ponerse la bata, calentó un café, se calzó los anteojos y sus dedos comenzaron a recorrer el teclado como meras extensiones de su pensamiento. La historia de un hombre que observa a una mujer casi desnuda desde la ventana de su departamento le parecía cursi, pero confiaba en llevarla por un camino posible.
3
- Tengo que ser más cuidadoso -se dijo Manuel-, casi me ve.
Encendió un cigarrillo, tomó un sorbo de vino, se sentó en la oscuridad de espaldas a la ventana y volvió a pensar en el contorno de los hombros de la mujer hasta sentir su piel bajo los dedos. Aplastó la colilla en el cenicero y se puso de pie con una decisión que ya casi había olvidado en él. Entró al taller, encendió todas las luces, quitó la sábana que cubría el atril y comenzó a trazar pinceladas sobre la tela en blanco, como si sus manos fueran, precisamente, extensiones de su corazón. Las manchas que iban apareciendo le semejaban un cielo como pechos, colinas como hombros sugerentes, la curva de una espalda, un camino… Un camino nuevo que conducía a profundas percepciones y al desconcierto.
¿Desde cuándo se dedicaba a espiarla? No lo recordaba bien. Tampoco le importaba mucho. Sí sabía que era un juego que lo excitaba cada vez más. Recordó la primera vez que la había visto. Acababa de discutir con su novia. Ella se había ido dando un portazo y él se había refugiado en la penumbra, apoyado en el marco de su ventana, a fumar. Miraba sin mirar cuando de pronto vio por la ventana de un departamento del edificio de enfrente a una mujer que entraba apurada, sacándose la ropa mientras acomodaba cosas en un bolso. Había intentado dejar de mirar, pero no había podido, era como si la conociera de siempre. La vio desaparecer y volver a aparecer con una toalla envuelta en su cabeza, semidesnuda, colocarse los aros y maquillarse frente el espejo. Imaginó gotas de agua corriendo por su espalda escapando de su cabello. Cuando ella se fue, tan apurada como había llegado, había sentido un picor en la boca del estómago y la boca seca, como si hubiera corrido. Le ardía la cabeza. Tenía la sensación de haber violado algo, de haber profanado la intimidad de su vecina o de su propio ser. Se había prometido no volver a espiarla, pero no había podido. Había aprendido sus horarios y la esperaba cada vez más ansioso.
Esta vez era diferente. Al sentir que ella podía haberlo visto, un temblor le recorrió el cuerpo.
Un impulso nuevo lo arrebataba. Quería más Quería tropezar con ella en la calle, rozarle el vestido, oler su perfume… caminar detrás de ella sabiendo que la conocía desde otro lugar, que podía adivinar su desnudez.
- No -se dijo a sí mismo en voz alta-, estoy yendo demasiado lejos.
Pero otra vez supo que no iba a poder, era casi compulsivo. El cuerpo se lo decía. El sudor que lo envolvía era un color más con el que se fundía en ese paisaje interno, casi febril, pasional, que revelaba la tela.
4
Marina estaba pensativa. El sonido del teléfono la sobresaltó.
“Estoy en la ciudad por pocos días, y me gustaría verte”. La voz de Pedro en el teléfono la animó. ¿Cuánto hacía que no se veían?... ¿cinco, diez, mil años?... ¡Habían pasado tantas cosas desde la última vez! Qué bueno reencontrarse cara a cara con viejos amigos.
Una hora más tarde estaban sentados a la mesa de un viejo bar a pocas cuadras, ése que solían frecuentar tiempo atrás y en el que tantas horas de largas charlas habían disfrutado sobre sus recuerdos de la infancia y las actualidades del pueblo.
- Estás siempre igual –aseguró Pedro con una enorme sonrisa.
- No mientas –y bajó la vista como una adolescente arrebolada.
Tres horas de charla, dos cervezas y un montón de cigarrillos le dieron el marco a un viaje en el tiempo en el que recuperaron una vez más, de a dos, nombres, caras y escenas del pasado compartido.
– ¿Te acordás de Manuel? –preguntó Pedro en un momento.
- ¿Manuel? ¿Que Manuel?...
Le dio vergüenza admitir su olvido. Y más vergüenza aún cuando Pedro le hizo recordar a aquel adolescente que en un tiempo que ahora parecía prehistórico, había ocupado un lugar de privilegio en su corazón. “Cosas de chicos”, se dijo, pero no pudo evitar la conmoción.
5
En la última semana Manuel no había vuelto a pintar. No quería y no podía. Le había escapado también a la ventana. Estaba avergonzado ante sí mismo por la conducta impropia de espiar a esa mujer y seguir deseándola. ¿Me estaré convirtiendo en un depravado? Pero nadie se convierte en un depravado de la noche a la mañana. Había sí una necesidad de dejarse llevar, de probar sensaciones nuevas. Tantas veces había frenado sus instintos o ideas locas por temor a los demás... Como aquella noche, en un pueblo de veraneo, hacía ya muchos años, cuando después de varias cervezas con Pedro, habían salido a la calle y éste, eufórico por algo que ahora no podía recordar, le había propuesto desnudarse y subir a una de las estatuas de la plaza. Él lo había mirado con temor, y aunque en lo más profundo de sí mismo le hubiese gustado hacerlo, no se atrevió. Y con vergüenza y cierta admiración vio a su amigo sacarse la ropa y correr por la plaza vacía en la madrugada (lo cual fue una suerte) y trepar a lo alto de un caballo mientras se reía y gritaba como un chico al que le han sacado los pañales y puede disfrutar de su desnudez. Lo envidiaba. ¿Por qué no se atrevió? Nadie los conocía allí, y salvo el riesgo de pasar una noche en la cárcel del pueblo y ser tratado de impúdico, la cosa no hubiese pasado a mayores. Pero no, las buenas normas no lo permitían. Esto no debe hacerse porque no. Nada más. Pero esta vez no, esta vez estaba decidido a llegar hasta donde diera. Tan fuerte era su impulso que terminó por convencerse. No podía, no quería parar.
Era tarde. Se paró frente a la blancura de la nueva tela, la observó un rato. Luego se encaminó a la ventana. El solo hecho de pararse frente a su ventana lo llenaba de una sensación placentera. Se sentía un cazador esperando a su presa. Algo animal lo invadía. Se desnudó en la penumbra y esperó. Entonces la vio entrar. No estaba sola, y reía mientras conversaba y se dirigía a la cocina acompañada por otro hombre. La vio llenar una jarra con agua y ponerla en la cafetera y agregar el café ...y sintió que se desmoronaba, que no soportaba compartirla, que solo él era el dueño de esa mujer. Se alejó de la ventana, totalmente alterado. Por esos extraños mecanismos de la mente, de golpe recordó que ese era el mismo edificio en que vivía Ernesto, y que él tenía una copia de la llave de la puerta de calle, que su amigo le había dado en el verano para que fuera a regarle las plantas.
Antes de poder pensar en lo que estaba haciendo, encendió la luz, se vistió, abrió la puerta y salió.
Cuando se dio cuenta de que acababa de tocar el timbre de una desconocida a la una y media de la mañana, ya no tenía escapatoria.
6
Sorprendida, Marina fue a abrir la puerta, seguida por Pedro que no paraba de conversar.
- ¿Sí, qué necesitás?- dijo confundida ante la presencia de ese hombre que le resultó levemente familiar.
Pedro se asomó por detrás:
- ¡Manuel!
Hasta ese instante no había reparado en que necesitaría una excusa por haber tocado el timbre de la casa de esa mujer. Ahora estaba allí, y no sólo tendría que darle explicaciones, sino que además estaba cara a cara con Pedro, su viejo amigo, de pronto convertido en el vértice que faltaba para cerrar el triángulo, porque su presencia le dio a Manuel una vaga certeza de que la mujer no era una desconocida.
Ella le pareció más alta que desde la ventana. Pero no pudo detenerse en sus sensaciones, tenía que encontrar una respuesta a su insólita presencia allí, y rápido. Pensó en decir que había visto a Pedro desde la esquina entrar a ese edificio y lo había seguido, pero ¿cómo explicaría el hecho de haberse atrevido a interferir en lo que quizás podía ser una cita romántica? Pensó también en decir que le había parecido que conocía a la mujer, pero no estaba del todo seguro de qué clase de relación la unía a Pedro. Buscó con desesperación un nombre en su memoria. Mariela, Marisa…
- Marina, ¡es Manuel! ¿No lo reconocés? - gritó Pedro entusiasmado, mientras se abalanzaba hacia la puerta y le ofrecía un abrazo–. ¿Qué hacés, viejo? ¡Qué sorpresa...! Es increíble, hace un rato nos estábamos acordando de vos.
Marina, claro… La mejor amiga de aquellos años de la secundaria. El mejor culo del pueblo. El primer sexo sin pagar. Había amado a esa mujer, pero aquél no era un tiempo de decir “te amo” y entregarse.
Mientras Pedro hablaba sin parar, contestando sus propias preguntas y sin dejar lugar para interrupciones, Marina servía el café y descubría de a poco el rostro de Manuel tras las huellas del tiempo. Allí estaban los ojos levemente caídos; los labios desiguales; el superior tan fino y el otro que invitaba al beso; el pelo, ahora matizado de ceniza, seguía cayendo sobre la frente de Manuel como cuando se inclinaba sobre ella para besarla y hacerle el amor en silencio.
Manuel intentaba seguir el hilo de la conversación, respondiendo con desgano al interrogatorio de Pedro. “Sí, estuve casado, pero me separé hace dos años”, le dijo, sin mirar a Marina. Supo que ella también había estado casada, que había vivido fuera de la ciudad durante algún tiempo y que había regresado seis meses atrás. Se enteró de que Pedro venía seguido a la Capital para administrar el negocio familiar, reconvertido ahora en un restó de Palermo Hollywood. Intentaba mirar a Marina con disimulo, pero no podía correr la vista de sus dedos finos y largos, los mismos que habían recorrido su espalda después de hacer el amor. “No puedo creer que sea ella, aquella adolescente... la estuve espiando como un degenerado... todavía siento su calor en mis manos... y ahora estoy sentado en su living como si nada hubiera pasado. Soy un miserable”, se dijo.
Y de pronto llegó la pregunta brutal, como una pistola que lo apuntaba:
- ¿Dónde estás viviendo? – se interesó Pedro.
En un segundo pasaron por su cabeza un montón de respuestas, vivo cerca, soy del barrio, o decir que no vivía por aquí total pronto se mudaría… Sabia que decir vivo aquí enfrente era el final. Marina debía haberlo visto espiarla, ¿o no? “¿En qué momento pasé del más sublime erotismo a estar sentado con mis amigos de la adolescencia que están a punto de descubrir que soy un...”, se preguntó.
- Manuel, ¿te pasa algo?
- Estoy desconcertado, atontado ante este encuentro… ¿Ustedes se han seguido frecuentando?... –atinó a contestar rápidamente Manuel. Necesitaba que el tiempo se detuviera para poder calmarse.
Por suerte, Pedro giró sobre su propia conversación, como siempre, y siguió contando cosas.
- ...y entonces me tiré un lance… tenía el teléfono, y pensé que tal vez todavía vivía por…
- ...me permite viajar un poco, así que aprovecho la movida para ver…
Manuel casi no lo oía. Sólo intentaba encontrar una salida y una forma de reubicarse en esta nueva situación. Ya no podía mirar de reojo a Marina. ¡Qué hermosa es! ¡Qué diferente sería estar ahora con esta mujer! La miraba abiertamente como buscando en ella la respuesta. “Y ella, ¿qué entenderá de esta situación?”, pensó.
- ...me permite viajar un poco, así que aprovecho la movida para ver…
Marina sentía que estaba pasando algo extraño, especial, pero no entendía de qué se trataba. Ella tampoco escuchaba a Pedro. Algo adolescente la invadía. Tal vez fueran los recuerdos que, cerveza de por medio, habían evocado de aquella vieja relación con Manuel. El hecho es que, inesperadamente, un aire a día de la Primavera y vamos todos al parque había invadido su casa, su espacio, su mundo, y no podía dejar de percibirlo. Quería mirar a Manuel, pero se sentía mirada y no quería descubrirse. Cada vez que lo intentaba furtivamente, la mirada de él la estaba taladrando.
7
Después de un rato de hablar sólo, Pedro se dio cuenta de que algo estaba pasando, y decidió partir. Con elegancia interrumpió su perorata.
- Bueno, yo me voy yendo… Mañana tengo que madrugar –mintió.
Manuel sintió firmemente que él no quería irse. Y estaba tratando de ver cómo hacía para quedarse, cuando escuchó a Marina decir:
- Bueno, Pedro, llamame cuando andes de nuevo por Buenos Aires… -y agregó rápidamente, dirigiéndose a Manuel:- …Si querés quedate un rato, y tomamos otro cafecito, yo no tengo apuro.
8
Apoyado en el marco de la puerta de la cocina, Manuel miraba a Marina hacer el café, y se preguntaba dónde estaría el dormitorio con su ventana.
- Tengo un cognac muy rico que traje de Marsella - dijo Marina-. ¿Querés que tomemos una copita?
- Bueno, dale… Qué lindo departamento, ¿es grande?... –esbozó la pregunta en un intento de encontrar su ventana.
- Vení, te lo muestro –dijo Marina.
Envalentonado, Manuel decidió contarle la verdad. “Sí, y eso también ayudará a erotizar la situación”, pensó.
Al entrar al dormitorio, fue derecho a la ventana, mientras empezaba a decirle:
- ¿Sabés una cosa?... –Pero se detuvo. Estaba mirando por la ventana y no veía su departamento.
- No… ¿qué?... –contestó Marina con ese tono muy receptivo a cualquier propuesta que a veces aparece en esas situaciones.
Manuel se sintió confundido… ¿Cómo podía ser?... Estaba seguro que había dejado encendida la luz … ni siquiera veía su edificio…
- Eh… no, nada, nada… -dijo él, con tono inseguro, vacilando.
No pudo evitar, así son esas cosas, que ella sintiera que él quería acercarse pero no se animaba. Tal vez ella lo recordó por un momento como en aquellos años adolescentes... El hecho es que, aunque Manuel no supo cómo ocurrió, a los treinta segundos estaban besándose.
Fue una noche magnífica, rara y especial. Cuando se despertó al lado de ella a la mañana siguiente, le pareció que algo había cambiado en su vida. Probablemente ella también lo sintió.
Todavía con una mezcla de sueño, confusión y emoción, se levantó y fue hacia la ventana. Ahora era de día y podría ver bien.
Pero ahora tampoco encontró su ventana ni su edificio.
- ¿Estás bien? –le preguntó Marina, sumergida en las sábanas y en parecidas sensaciones (salvo la confusión).
- Sí, amorosa –dijo él. Y volvió a la cama.
9
Desde ese día comenzaron a salir. Pronto comprobaron que, efectivamente, sus vidas habían cambiado.
El tardó varios días en darse cuenta que, al subir aquella noche, había salido del ascensor para el otro lado.
FIN

Sobre Con cierto inconsciente II

Con cierto inconsciente (II) es una disgresión inesperada de Goio. Nació una madrugada de junio del 2006, en los días en que el cuento Con cierto inconsciente (el quinto Cuento con vueltas, que en ese momento todavía se llamaba En un desierto inconsciente) estaba llegando a su final y, como es habitual, había pasado por Goio rumbo a la persona que habría de escribir la parte final.
Goio se despertó una madrugada con una frase persistente en su cabeza (“Tardó varios días en darse cuenta…”), una frase que era completamente incoherente pero se instaló en su mente, la cual, en su persistencia y en ese estado de semiconciencia que acompaña el despertar, fue hilando retrospectivamente un final para ese cuento, tarea que –por si no ha quedado claro- no le correspondía ni le interesaba a Goio. Pero la autonomía de la mente pudo más, y una hora después necesitó levantarse –todavía era de noche- para poner en el papel lo que le había surgido y poder seguir durmiendo en paz.
El cuento original siguió su curso y encontró su final como lo hace siempre: dando vueltas entre sus tres escritoras, en este caso. Pero mientras tanto, esta digresión no se desdibujó en la mente de Goio y, al contrario, fue tallando, de un modo subconsciente se diría, una nueva hilación del mismo texto…
¿Es otro cuento? ¿Es el mismo cuento con otro final?
No sé, finalmente decidí escribir lo que se formaba y persistía en mí. Es esto. Son cosas que pueden pasarle a un Administrador de cuentos.
Por supuesto, se da a conocer con el acuerdo de las tres autoras del Con cierto... original.


Goio Monterroso

Con cierto inconsciente




Hoy sí que está buena la ducha, pensó. Había abierto un jabón nuevo para festejar. Dejaba correr y correr el agua sobre su cuerpo. Hizo una ola con el pie para que el agua fuera hasta el otro borde de la bañera y volviera con la espuma del champú. Se preguntó si todos harían lo mismo.
En eso estaba cuando sonó el timbre. ¿Quién podía ser a esa hora...?
Había pedido una pizza… pero siempre tardaban una eternidad. Pensando en esto salió lentamente de la ducha y se puso la bata, al tiempo que avisaba con un grito que pronto estaría abriendo la puerta.
Al observar por la mirilla no vio a nadie. Qué raro, pensó. Pero pudo más la alegría de haber estrenado su nuevo jabón –importado, por cierto– y no se preocupó ni se hizo más preguntas al respecto. De hecho, volvió a enjabonarse.
No pudo disfrutar mucho de la paz que daba el agua a su tan suave y blanco cuerpo, ya que el timbre volvió a sonar.
Pensando que tal vez anteriormente fue la demora lo que hizo que el visitante se fuera, se apresuró a alcanzar la puerta. Cuando miró por la mirilla, se sorprendió sobremanera: era su ex marido.


***


Cada vez que intenta ponerse a escribir, llega apenas a completar una carilla. Treinta, treinta y cinco líneas, y ya no le gusta.
Siempre es por distintos motivos. Un día se asustó de lo que sus dedos habían tecleado: una catarata de imágenes eróticas que, seguramente, escandalizaría a cualquiera de sus tías. Otra vez, hace ya muchos años, probó con una biografía de alguien imaginario, pero de inmediato advirtió que estaba contando la historia del primo Daniel, y lo peor era que había empezado por el final, cuando Daniel cayó preso en Santa Teresita después de haber zafado de la cacería por varios meses. Y no quiso seguir, porque llegaría inevitablemente a la parte prohibida, aquella de los encuentros furtivos del otro lado de la vía.
Ahora pretendía recuperar en palabras esa ducha maravillosa que se había tomado después de una noche mágica en la que por primera vez en mucho tiempo había logrado disfrutar del sexo sin que ello hubiera significado más –ni menos— que eso. Ni siquiera recordaba con claridad cómo había llegado a la cama. Su amante de ocasión había sido alguien que estaba en la fiesta de disfraces de su amiga Clara y que, por vivir cerca, le había ofrecido llevarla a su casa después de beber más de la cuenta. Intentaba describir a su acompañante en el relato, pero solo recordaba que estaba artísticamente maquillado entre azules y dorados, y entre el alcohol, la oscuridad y el juego erótico todo se le desvanecía. Quizás ese estado de inconsciencia era el que le había permitido disfrutar tan libre y placenteramente. Ahora, su imaginación volvía a quedar empantanada en la realidad –la maldita y obsesiva realidad— y ahí estaba él, Jorge, como si hubiera esperado agazapado en un rincón de su deseo el momento oportuno de reaparecer en el fluir de su escritura.
Lo intentó de nuevo: “Cuando miró por la mirilla, se sorprendió sobremanera…”, pero no pudo seguir. No se le ocurría nada. Sólo él. Siempre él. Otra vez él. ¿Y si fuera tal vez que deseaba que él hubiera tocado el timbre justo en ese momento, después de esa ducha, para encontrarla espléndida, relajada, feliz, segura de sí misma? ¿Y si esa noche de sexo que ella creía que era eso y nada más, no lo era? ¿Y si esa noche había logrado, de alguna manera inconsciente, retrotraerla a un tiempo y un espacio donde el sexo era otra cosa? Algo, tal vez, demasiado cargado de códigos y actitudes familiares; que en aquella época le parecía un poco falto de emociones, pero que hoy y a la distancia le semejaba un tibio nido lleno de seguridad donde la vida se resbalaba como el jabón... Un tiempo donde no había que preocuparse por nada porque él estaba allí para preocuparse de todo y esa preocupación era como una caricia sobre la piel.
Sus manos sobre su piel... Nunca había podido dejar de experimentar cierto temblor al pensar en cómo la tocaba. El sólo hecho de imaginarse la cercanía de su desnudez la excitaba y al mismo tiempo la confundía. Sabía que necesitaba abrirse a nuevas experiencias y que en su entorno inmediato no resultaba fácil encontrar con quién. De pronto todo se le mezclaba, y no llegaba a darse cuenta si lo que quería era volver, reconstruir esa cómoda pareja, o si lo que la mantenía en la obsesión era haberse enterado de que él, después de seis meses de separados, había empezado a salir con otra mujer.
Se levantó, corrió la silla, y casi desafiante se acercó al espejo, se quitó la toalla que envolvía su pelo y lentamente dejó caer la bata. Sabía que no se veía mal, siempre había aparentado menos edad de la que tenía, y últimamente estaba bastante conforme con su cuerpo. Se acercó más al espejo para mirar un enrojecimiento en su hombro y repentinamente se sintió observada. Levantó la vista y vio en el reflejo que desde una ventana de enfrente alguien la miraba. La silueta desapareció antes de que pudiera reconocer si era un hombre o una mujer y, cuando se dio vuelta, la realidad inversa a la del espejo la confundió y no pudo reconocer de cuál de todas las ventanas provenía la imagen.
Pensó en La Ventana Indiscreta, esa obra maestra de Alfred Hitchcock. O aquella película argentina, Enemigos, protagonizada por Ulises Dumont, aunque no pudo recordar el nombre del director. Cómo envidiaba a quienes eran capaces de escribir una buena historia a partir de un hecho menor.
Volvió a ponerse la bata, calentó un café, se calzó los anteojos y sus dedos comenzaron a recorrer el teclado como meras extensiones de su pensamiento. La historia de un hombre que observa a una mujer casi desnuda desde la ventana de su departamento le parecía cursi, pero confiaba en llevarla por un camino posible.


***


- Tengo que ser más cuidadoso -se dijo Manuel-, casi me ve.
Encendió un cigarrillo, tomó un sorbo de vino, se sentó en la oscuridad de espaldas a la ventana y volvió a pensar en el contorno de los hombros de la mujer hasta sentir su piel bajo los dedos. Aplastó la colilla en el cenicero y se puso de pie con una decisión que ya casi había olvidado en él. Entró al taller, encendió todas las luces, quitó la sábana que cubría el atril y comenzó a trazar pinceladas sobre la tela en blanco, como si sus manos fueran, precisamente, extensiones de su corazón. Las manchas que iban apareciendo le semejaban un cielo como pechos, colinas como hombros sugerentes, la curva de una espalda, un camino… Un camino nuevo que conducía a profundas percepciones y al desconcierto.
¿Desde cuándo se dedicaba a espiarla? No lo recordaba bien. Tampoco le importaba mucho. Sí sabía que era un juego que lo excitaba cada vez más. Recordó la primera vez que la había visto. Acababa de discutir con su novia. Ella se había ido dando un portazo y él se había refugiado en la penumbra, apoyado en el marco de su ventana, a fumar. Miraba sin mirar cuando de pronto vio a una mujer que entraba en el departamento de enfrente apurada, sacándose la ropa mientras acomodaba cosas en un bolso. Había intentado dejar de mirar, pero no había podido, era como si la conociera de siempre. La vio desaparecer y volver a aparecer con una toalla envuelta en su cabeza, semidesnuda, colocarse los aros y maquillarse frente el espejo. Imaginó gotas de agua corriendo por su espalda escapando de su cabello. Cuando ella se fue, tan apurada como había llegado, había sentido un picor en la boca del estómago y la boca seca, como si hubiera corrido. Le ardía la cabeza. Tenía la sensación de haber violado algo, de haber profanado la intimidad de su vecina o de su propio ser. Se había prometido no volver a espiarla, pero no había podido. Había aprendido sus horarios y la esperaba cada vez más ansioso.
Esta vez era diferente. Al sentir que ella podía haberlo visto, un temblor le recorrió el cuerpo.
Un impulso nuevo lo arrebataba. Quería más. Quería tropezar con ella en la calle, rozarle el vestido, oler su perfume, caminar detrás de ella sabiendo que la conocía desde otro lugar, que ya no adivinaba su desnudez, que la vibraba en sus propias células.
- No -se dijo en voz alta-, estoy yendo demasiado lejos...
El cuerpo se lo decía. El sudor que lo envolvía era un color más con el que se fundía en ese paisaje interno, casi febril, pasional, que revelaban sus últimas telas. El sexo de la noche anterior lo había desbordado... no era un tono más en su paleta, era una nueva textura en la compleja trama que lo vinculaba a la mujer de la ventana.


***


...Manuel quería tropezar con ella en la calle, rozarle el vestido, oler su perfume… caminar detrás de ella sabiendo que la conocía desde otro lugar, que podía adivinar su desnudez...
Se detuvo a releer lo que llevaba escrito, sintió desconcierto. ¡¿Manuel?!... ¿qué hace ese nombre aquí?... Se sintió arrastrada en el tiempo hacia el fin de su infancia. ¿Qué habría sido de su querido Manu, ese tímido ser al que le había robado su primer beso jugando a la botella y con el que años más tarde, a los quince, había descubierto la pasión? Tomó la taza de café, estaba helado. ¿Cuánto tiempo le había tomado escribir esas líneas? Se levantó a calentarlo; se sentía extraña, confundida, extremadamente sensible. ¿Sería efecto de la resaca? ¿del sexo sin amor? ¿sin Jorge?... ¿Qué juego extraño de su mente le desempolvaba al querido Manu?
El café caliente la despejó. Quiso dejar de pensar en la realidad. No importaban los nombres, ni por qué Manuel había aparecido desde la nada entre las palabras, ni cómo se llamaba el señor de anoche, ni el de enfrente, ni por qué la miraba. “Es sólo un disparador para hacer literatura”, se dijo como en un reto.
El sonido del teléfono la sobresaltó y logró sacarla de su diálogo interno.
“Estoy en la ciudad por pocos días, y me gustaría verte”. La voz de Pedro en el teléfono la animó. ¿Cuánto hacía que no se veían… cinco, diez, mil años?... ¡Habían pasado tantas cosas desde la última vez! Qué bueno reencontrarse cara a cara con viejos amigos.
Una hora más tarde estaban sentados a la mesa del bar de siempre a pocas cuadras de la casa, ése que solían frecuentar y en el que habían disfrutado tantas horas de largas charlas sobre sus recuerdos de la infancia y las actualidades del pueblo, a las que a veces solía sumarse Jorge en otros tiempos.
- Estás siempre igual –aseguró Pedro con una enorme sonrisa.
- No mientas... ahora soy rubia y hace rato que ya no soy “la gordita”... –y riendo, bajó la vista como una adolescente arrebolada.
Tres horas de charla, dos cervezas y un montón de cigarrillos le dieron el marco a un viaje en el tiempo en el que recuperaron una vez más, de a dos, nombres, caras y escenas del pasado compartido.
– ¿Te acordás de Manuel? –preguntó Pedro en un momento.
- ¿Manuel?... ¿qué Manuel?... –dijo ella aturdida, sintiendo que el nombre la asaltaba esta vez desde la memoria de su amigo.
Pedro, abundante en palabras y sentires como siempre, le recordó por segunda vez en pocas horas, a aquel pibe que había ocupado un lugar de privilegio en su corazón.
- “Ah! sí... cosas de chicos”-, dijo sonriendo, y dando claramente a entender que no quería tocar el tema, pero sin poder evitar la conmoción. No quiso contarle a Pedro sobre su texto, el nombre de Manuel apareciendo en la piel de un desconocido... Él no lo iba a entender.


***


En la última semana Manuel no había vuelto a pintar. No quería y no podía. Le había escapado también a la ventana. Estaba avergonzado ante sí mismo por la conducta impropia de espiar a esa mujer y seguir deseándola. ¿Me estaré convirtiendo en un depravado? Pero nadie se convierte en un depravado de la noche a la mañana. Había sí una necesidad de dejarse llevar, de probar sensaciones nuevas. Tantas veces había frenado sus instintos o ideas locas por temor a los demás... Como aquella noche, en un pueblo de veraneo, hacía ya muchos años, cuando después de varias cervezas con Pedro, habían salido a la calle y éste, eufórico por algo que ahora no podía recordar, le había propuesto desnudarse y subir a una de las estatuas de las plaza. Él lo había mirado con temor, y aunque en lo más profundo de sí mismo le hubiese gustado hacerlo, no se atrevió. Y con vergüenza y cierta admiración vio a su amigo correr desnudo por la plaza en la madrugada vacía (lo cual fue una suerte) y treparse a lo alto de un caballo mientras se reía y gritaba como un chico al que le han sacado los pañales y puede disfrutar de su desnudez. Lo envidiaba. ¿Por qué no se atrevió? Nadie los conocía allí, y salvo el riesgo de una noche en la cárcel del pueblo y ser tratado de impúdico, la cosa no hubiese pasado a mayores. Pero no, las buenas normas no lo permitían. Esto no debe hacerse porque no. Nada más. Pero esta vez no, esta vez estaba decidido a llegar hasta donde diera. Tan fuerte era su impulso que terminó por convencerse. No podía, no quería parar.
Era tarde. Se paró frente a la blancura de la nueva tela, la observó un rato. Luego se encaminó a la ventana. El solo hecho de pararse frente a su ventana lo llenaba de una sensación placentera. Se sentía un cazador esperando a su presa. Algo animal lo invadía. Se desnudó en la penumbra y esperó. Entonces la vio entrar. No estaba sola, y reía mientras conversaba y se dirigía a la cocina acompañada por otro hombre. La vio llenar una jarra con agua y ponerla en la cafetera y agregar el café ...y sintió que se desmoronaba, que no soportaba compartirla, que solo él era el dueño de esa mujer. Se alejó de la ventana y, totalmente alterado, se vistió con lo primero que encontró, abrió la puerta y salió.
Cuando se dio cuenta de que acababa de tocar el timbre de su amada obsesión, ya no había escapatoria. Marina, sorprendida, fue a abrir la puerta seguida por Pedro, que no dejaba de conversar.
- ¿Sí, qué necesitás?- dijo confundida ante la presencia de ese hombre, con una remera extraña manchada de pintura azul y cuya energía le resultaba familiar.
Pedro se asomó por detrás:
- ¡Manuel!


***


Hasta ese instante no había reparado en que necesitaría una excusa por haber tocado el timbre de la casa de esa mujer. Ahora estaba allí, y no sólo tendría que dar explicaciones, sino que además estaba cara a cara con Pedro, su viejo amigo, de pronto convertido en el elemento que faltaba para cerrar el enigma, porque su presencia le dio a Manuel la certeza de que la mujer era algo más que lo que él ya conocía.
Pensó en decir que había visto a Pedro desde la esquina entrar a esa casa y lo había seguido, pero ¿cómo explicaría el hecho de haberse atrevido a interferir en lo que quizás podía ser una cita romántica? Pensó también en que podría admitir que había reconocido a la mujer, pero no estaba del todo seguro de qué clase de relación la unía a Pedro. Buscó con desesperación el nombre en su confusión... Mariela, Marisa…
- Marina, ¡es Manuel! ¿No lo reconocés? - gritó Pedro entusiasmado, mientras se abalanzaba hacia la puerta y le ofrecía un abrazo–. ¿Qué hacés, viejo? ¡Qué sorpresa...! Es increíble, hace un rato nos estábamos acordando de vos.
Marina, claro… La mejor amiga de aquellos años de la secundaria. El mejor culo del pueblo. El primer sexo sin pagar. Había amado a esa mujer, pero aquél no era un tiempo de decir “te amo” y entregarse.


***


Mientras Pedro hablaba sin parar, contestando sus propias preguntas y sin dejar lugar para interrupciones, Marina servía el café y descubría de a poco el rostro de Manuel tras las huellas del tiempo. Allí estaban los ojos levemente caídos; los labios desiguales; el superior tan fino y el otro que invitaba al beso; el pelo, ahora matizado de ceniza, seguía cayendo sobre la frente de Manuel como cuando se inclinaba sobre ella para besarla y hacerle el amor en silencio.
Manuel intentaba seguir el hilo de la conversación, respondiendo con desgano al interrogatorio de Pedro. “Sí, estuve casado, pero me separé hace dos años”, le dijo, sin mirar a Marina. Supo que ella también había estado casada, que había vivido fuera de la ciudad durante algún tiempo y que había regresado seis meses atrás. Se enteró de que Pedro venía seguido a la Capital para administrar el negocio familiar, reconvertido ahora en un restó de Palermo Hollywood. Intentaba mirar a Marina con disimulo, pero no podía correr la vista de sus dedos finos y largos, los mismos que habían recorrido su espalda después de hacer el amor. “No puedo creer que sea ella, aquella adolescente... la estuve espiando como un degenerado... todavía siento su calor en mis manos... y ahora estoy sentado en su living como si nada hubiera pasado. Soy un miserable”, se dijo.
Y de pronto llegó la pregunta brutal, como una pistola que lo apuntaba:
- ¿Dónde estás viviendo? – se interesó Pedro.
Por un segundo pasaron por su cabeza un montón de respuestas, vivo cerca, soy del barrio… También podía decir que no vivía en ese barrio y después mudarse, total el departamento no era tan bueno. Sabía que decir vivo aquí enfrente era el final. Marina debía haberlo visto espiándola, ¿o no?. “¿En qué momento pasé del más sublime erotismo a estar sentado con mis amigos de la adolescencia que están a punto de descubrir que soy un...”, se preguntó.
- Manuel, ¿te pasa algo?
- Estoy desconcertado, atontado ante este encuentro… ¿Ustedes se han seguido frecuentando?... –atinó a contestar rápidamente Manuel. Necesitaba que el tiempo se detuviera para poder calmarse.
Por suerte, Pedro giró sobre su propia conversación, como siempre, y siguió contando cosas.
- ...y entonces me tiré un lance… tenía el teléfono, y pensé que tal vez todavía vivía por…
Manuel casi no lo oía. Sólo intentaba encontrar una salida y una forma de reubicarse en esta nueva situación. Ya no podía mirar de reojo a Marina. ¡Qué hermosa es! La miraba abiertamente como buscando en ella la respuesta. “Y ella, ¿qué entenderá de esta situación?”, pensó.
- ...me permite viajar un poco, así que aprovecho la movida para ver…
Marina sentía que estaba pasando algo extraño, especial, pero no entendía de qué se trataba. Ella tampoco escuchaba a Pedro. Algo adolescente la invadía. Tal vez fueran los recuerdos que, cerveza de por medio, habían evocado de aquella vieja relación con Manuel. El hecho es que, inesperadamente, un aire a día de la Primavera y vamos todos al parque había invadido su casa, su espacio, su mundo, y no podía dejar de percibirlo.
De golpe creyó entender la relación entre su personaje Manuel y lo que estaba sucediendo. Una cosquilla le corrió por el estómago. Por primera vez entendía eso que le había dicho su maestro acerca de que las manos anticipan el pensamiento… Quería mirarlo, pero temía descubrirse. Cada vez que lo intentaba furtivamente, la mirada de él la estaba taladrando. Un escalofrío corrió por su espalda cuando recordó las miradas de su personaje a la vecina.
- ¿Se puede saber qué les pasa a ustedes? Hace media hora que hablo como un boludo y están los dos ausentes.
Tal cual. Los dos estaban flotando en sus pensamientos. El reclamo de Pedro los devolvió a la realidad.
Manuel miró a Marina y de golpe sintió que Pedro había hecho la pregunta adecuada, que estaba todo jugado, que tenía que tomar una decisión.
Entonces se levantó dispuesto a blanquear la situación. Pero Marina, sospechando que podía quebrarse esa especie de realismo mágico que se había instalado entre ellos, lo interrumpió, y traspasándolo con la mirada le dijo:
- Si ya tenés que irte, al menos intercambiemos los teléfonos, creo que volver a cruzarnos no ha sido azaroso. Tal vez podamos encontrarnos a tomar un café un día de éstos, ¿no te parece?
El corazón le latía como hacía tiempo que no le sucedía. En ese reencuentro, mientras él la miraba, su cuerpo había ido reconociendo esa fuerte vibración, no desde el recuerdo sino desde esa sensación que le llegaba por su ventana... Y estaba claro: por ningún motivo quería que se desvaneciera esa trama que estaba percibiendo.
Manuel, tan desconcertado como aliviado, aceptó el juego. Era mucho más de lo que hubiera podido imaginar; y con una sonrisa inventada dijo:
–Sí, se me está haciendo tarde, me parece buena idea volver a vernos... Pedro, vos también dame tu número así no nos perdemos otra vez.
Sabía que no tenía que darle ni medio segundo de ventaja a Pedro para que hilase ninguna pregunta, así que mientras se dirigía a la puerta le hizo un comentario sobre la secundaria, lo bueno que sería tratar de reunirlos a todos otra vez, esas cosas.
Como un eje de simetría, a cada lado de la puerta cerrada, cada uno se alejó dibujando una sonrisa y respirando profundamente. Manuel, yendo a encontrarse con los ruidos de la calle, sumergido en una nube de pensamientos, dudas y sensaciones. Marina volviendo hacia el palabrerío de Pedro, con esa prestancia que da la certeza de una actuación impecable.
- 4370-1618... eso es por aquí no más, ¿no?- dijo Pedro; y sin esperar respuesta agregó: - Me pregunto cómo y por qué llegó Manuel hasta aquí, esto es muy loco... Lo que son las casualidades.
Marina, recordando que a Pedro lo incomodaban ciertos temas, le contestó:
- Las casualidades no existen, querido amigo, el destino nos trama citas ineludibles y como mansos corderos obedecemos su llamado. Ya ves, hoy después de años se te ocurrió llamarme y recordarme mi historia con Manuel, y él sencillamente llegó. Algo estabas captando en el aire sin saberlo. Si no hubieses estado, yo jamás lo habría reconocido.
Más allá de saber que había algo más en la historia, sus propias palabras la calmaron.
Pedro no tardó en decir que debía irse, y después de un apurado abrazo con la promesa de invitarla al restó, partió.
Sola, mientras llevaba las tazas de café a la cocina, pensaba cómo seguiría esa historia con Manuel. Pensó también que ahora tenía un buen argumento para intentar escribir; de reojo miró las ventanas de enfrente. En ese momento, una se iluminó.
El sonido del teléfono le produjo un vuelco en el estómago. Corrió a su habitación, todavía revuelta después de su noche de sexo, atendió, y al tiempo que escuchaba la voz de Manuel, reconociendo en las sábanas el mismo tinte azul que tenía la remera, leyó el papelito que había dejado al lado del teléfono el amigo de Clara, su acompañante ocasional: 4370-1618.


FIN


marzo / junio de 2006