
Hoy sí que está buena la ducha, pensó. Había abierto un jabón nuevo para festejar. Dejaba correr y correr el agua sobre su cuerpo. Hizo una ola con el pie para que el agua fuera hasta el otro borde de la bañera y volviera con la espuma del champú. Se preguntó si todos harían lo mismo.
En eso estaba cuando sonó el timbre. ¿Quién podía ser a esa hora...?
Había pedido una pizza… pero siempre tardaban una eternidad. Pensando en esto salió lentamente de la ducha y se puso la bata, al tiempo que avisaba con un grito que pronto estaría abriendo la puerta.
Al observar por la mirilla no vio a nadie. Qué raro, pensó. Pero pudo más la alegría de haber estrenado su nuevo jabón –importado, por cierto– y no se preocupó ni se hizo más preguntas al respecto. De hecho, volvió a enjabonarse.
No pudo disfrutar mucho de la paz que daba el agua a su tan suave y blanco cuerpo, ya que el timbre volvió a sonar.
Pensando que tal vez anteriormente fue la demora lo que hizo que el visitante se fuera, se apresuró a alcanzar la puerta. Cuando miró por la mirilla, se sorprendió sobremanera: era su ex marido.
En eso estaba cuando sonó el timbre. ¿Quién podía ser a esa hora...?
Había pedido una pizza… pero siempre tardaban una eternidad. Pensando en esto salió lentamente de la ducha y se puso la bata, al tiempo que avisaba con un grito que pronto estaría abriendo la puerta.
Al observar por la mirilla no vio a nadie. Qué raro, pensó. Pero pudo más la alegría de haber estrenado su nuevo jabón –importado, por cierto– y no se preocupó ni se hizo más preguntas al respecto. De hecho, volvió a enjabonarse.
No pudo disfrutar mucho de la paz que daba el agua a su tan suave y blanco cuerpo, ya que el timbre volvió a sonar.
Pensando que tal vez anteriormente fue la demora lo que hizo que el visitante se fuera, se apresuró a alcanzar la puerta. Cuando miró por la mirilla, se sorprendió sobremanera: era su ex marido.
***
Cada vez que intenta ponerse a escribir, llega apenas a completar una carilla. Treinta, treinta y cinco líneas, y ya no le gusta.
Siempre es por distintos motivos. Un día se asustó de lo que sus dedos habían tecleado: una catarata de imágenes eróticas que, seguramente, escandalizaría a cualquiera de sus tías. Otra vez, hace ya muchos años, probó con una biografía de alguien imaginario, pero de inmediato advirtió que estaba contando la historia del primo Daniel, y lo peor era que había empezado por el final, cuando Daniel cayó preso en Santa Teresita después de haber zafado de la cacería por varios meses. Y no quiso seguir, porque llegaría inevitablemente a la parte prohibida, aquella de los encuentros furtivos del otro lado de la vía.
Ahora pretendía recuperar en palabras esa ducha maravillosa que se había tomado después de una noche mágica en la que por primera vez en mucho tiempo había logrado disfrutar del sexo sin que ello hubiera significado más –ni menos— que eso. Ni siquiera recordaba con claridad cómo había llegado a la cama. Su amante de ocasión había sido alguien que estaba en la fiesta de disfraces de su amiga Clara y que, por vivir cerca, le había ofrecido llevarla a su casa después de beber más de la cuenta. Intentaba describir a su acompañante en el relato, pero solo recordaba que estaba artísticamente maquillado entre azules y dorados, y entre el alcohol, la oscuridad y el juego erótico todo se le desvanecía. Quizás ese estado de inconsciencia era el que le había permitido disfrutar tan libre y placenteramente. Ahora, su imaginación volvía a quedar empantanada en la realidad –la maldita y obsesiva realidad— y ahí estaba él, Jorge, como si hubiera esperado agazapado en un rincón de su deseo el momento oportuno de reaparecer en el fluir de su escritura.
Lo intentó de nuevo: “Cuando miró por la mirilla, se sorprendió sobremanera…”, pero no pudo seguir. No se le ocurría nada. Sólo él. Siempre él. Otra vez él. ¿Y si fuera tal vez que deseaba que él hubiera tocado el timbre justo en ese momento, después de esa ducha, para encontrarla espléndida, relajada, feliz, segura de sí misma? ¿Y si esa noche de sexo que ella creía que era eso y nada más, no lo era? ¿Y si esa noche había logrado, de alguna manera inconsciente, retrotraerla a un tiempo y un espacio donde el sexo era otra cosa? Algo, tal vez, demasiado cargado de códigos y actitudes familiares; que en aquella época le parecía un poco falto de emociones, pero que hoy y a la distancia le semejaba un tibio nido lleno de seguridad donde la vida se resbalaba como el jabón... Un tiempo donde no había que preocuparse por nada porque él estaba allí para preocuparse de todo y esa preocupación era como una caricia sobre la piel.
Sus manos sobre su piel... Nunca había podido dejar de experimentar cierto temblor al pensar en cómo la tocaba. El sólo hecho de imaginarse la cercanía de su desnudez la excitaba y al mismo tiempo la confundía. Sabía que necesitaba abrirse a nuevas experiencias y que en su entorno inmediato no resultaba fácil encontrar con quién. De pronto todo se le mezclaba, y no llegaba a darse cuenta si lo que quería era volver, reconstruir esa cómoda pareja, o si lo que la mantenía en la obsesión era haberse enterado de que él, después de seis meses de separados, había empezado a salir con otra mujer.
Se levantó, corrió la silla, y casi desafiante se acercó al espejo, se quitó la toalla que envolvía su pelo y lentamente dejó caer la bata. Sabía que no se veía mal, siempre había aparentado menos edad de la que tenía, y últimamente estaba bastante conforme con su cuerpo. Se acercó más al espejo para mirar un enrojecimiento en su hombro y repentinamente se sintió observada. Levantó la vista y vio en el reflejo que desde una ventana de enfrente alguien la miraba. La silueta desapareció antes de que pudiera reconocer si era un hombre o una mujer y, cuando se dio vuelta, la realidad inversa a la del espejo la confundió y no pudo reconocer de cuál de todas las ventanas provenía la imagen.
Pensó en La Ventana Indiscreta, esa obra maestra de Alfred Hitchcock. O aquella película argentina, Enemigos, protagonizada por Ulises Dumont, aunque no pudo recordar el nombre del director. Cómo envidiaba a quienes eran capaces de escribir una buena historia a partir de un hecho menor.
Volvió a ponerse la bata, calentó un café, se calzó los anteojos y sus dedos comenzaron a recorrer el teclado como meras extensiones de su pensamiento. La historia de un hombre que observa a una mujer casi desnuda desde la ventana de su departamento le parecía cursi, pero confiaba en llevarla por un camino posible.
Siempre es por distintos motivos. Un día se asustó de lo que sus dedos habían tecleado: una catarata de imágenes eróticas que, seguramente, escandalizaría a cualquiera de sus tías. Otra vez, hace ya muchos años, probó con una biografía de alguien imaginario, pero de inmediato advirtió que estaba contando la historia del primo Daniel, y lo peor era que había empezado por el final, cuando Daniel cayó preso en Santa Teresita después de haber zafado de la cacería por varios meses. Y no quiso seguir, porque llegaría inevitablemente a la parte prohibida, aquella de los encuentros furtivos del otro lado de la vía.
Ahora pretendía recuperar en palabras esa ducha maravillosa que se había tomado después de una noche mágica en la que por primera vez en mucho tiempo había logrado disfrutar del sexo sin que ello hubiera significado más –ni menos— que eso. Ni siquiera recordaba con claridad cómo había llegado a la cama. Su amante de ocasión había sido alguien que estaba en la fiesta de disfraces de su amiga Clara y que, por vivir cerca, le había ofrecido llevarla a su casa después de beber más de la cuenta. Intentaba describir a su acompañante en el relato, pero solo recordaba que estaba artísticamente maquillado entre azules y dorados, y entre el alcohol, la oscuridad y el juego erótico todo se le desvanecía. Quizás ese estado de inconsciencia era el que le había permitido disfrutar tan libre y placenteramente. Ahora, su imaginación volvía a quedar empantanada en la realidad –la maldita y obsesiva realidad— y ahí estaba él, Jorge, como si hubiera esperado agazapado en un rincón de su deseo el momento oportuno de reaparecer en el fluir de su escritura.
Lo intentó de nuevo: “Cuando miró por la mirilla, se sorprendió sobremanera…”, pero no pudo seguir. No se le ocurría nada. Sólo él. Siempre él. Otra vez él. ¿Y si fuera tal vez que deseaba que él hubiera tocado el timbre justo en ese momento, después de esa ducha, para encontrarla espléndida, relajada, feliz, segura de sí misma? ¿Y si esa noche de sexo que ella creía que era eso y nada más, no lo era? ¿Y si esa noche había logrado, de alguna manera inconsciente, retrotraerla a un tiempo y un espacio donde el sexo era otra cosa? Algo, tal vez, demasiado cargado de códigos y actitudes familiares; que en aquella época le parecía un poco falto de emociones, pero que hoy y a la distancia le semejaba un tibio nido lleno de seguridad donde la vida se resbalaba como el jabón... Un tiempo donde no había que preocuparse por nada porque él estaba allí para preocuparse de todo y esa preocupación era como una caricia sobre la piel.
Sus manos sobre su piel... Nunca había podido dejar de experimentar cierto temblor al pensar en cómo la tocaba. El sólo hecho de imaginarse la cercanía de su desnudez la excitaba y al mismo tiempo la confundía. Sabía que necesitaba abrirse a nuevas experiencias y que en su entorno inmediato no resultaba fácil encontrar con quién. De pronto todo se le mezclaba, y no llegaba a darse cuenta si lo que quería era volver, reconstruir esa cómoda pareja, o si lo que la mantenía en la obsesión era haberse enterado de que él, después de seis meses de separados, había empezado a salir con otra mujer.
Se levantó, corrió la silla, y casi desafiante se acercó al espejo, se quitó la toalla que envolvía su pelo y lentamente dejó caer la bata. Sabía que no se veía mal, siempre había aparentado menos edad de la que tenía, y últimamente estaba bastante conforme con su cuerpo. Se acercó más al espejo para mirar un enrojecimiento en su hombro y repentinamente se sintió observada. Levantó la vista y vio en el reflejo que desde una ventana de enfrente alguien la miraba. La silueta desapareció antes de que pudiera reconocer si era un hombre o una mujer y, cuando se dio vuelta, la realidad inversa a la del espejo la confundió y no pudo reconocer de cuál de todas las ventanas provenía la imagen.
Pensó en La Ventana Indiscreta, esa obra maestra de Alfred Hitchcock. O aquella película argentina, Enemigos, protagonizada por Ulises Dumont, aunque no pudo recordar el nombre del director. Cómo envidiaba a quienes eran capaces de escribir una buena historia a partir de un hecho menor.
Volvió a ponerse la bata, calentó un café, se calzó los anteojos y sus dedos comenzaron a recorrer el teclado como meras extensiones de su pensamiento. La historia de un hombre que observa a una mujer casi desnuda desde la ventana de su departamento le parecía cursi, pero confiaba en llevarla por un camino posible.
***
- Tengo que ser más cuidadoso -se dijo Manuel-, casi me ve.
Encendió un cigarrillo, tomó un sorbo de vino, se sentó en la oscuridad de espaldas a la ventana y volvió a pensar en el contorno de los hombros de la mujer hasta sentir su piel bajo los dedos. Aplastó la colilla en el cenicero y se puso de pie con una decisión que ya casi había olvidado en él. Entró al taller, encendió todas las luces, quitó la sábana que cubría el atril y comenzó a trazar pinceladas sobre la tela en blanco, como si sus manos fueran, precisamente, extensiones de su corazón. Las manchas que iban apareciendo le semejaban un cielo como pechos, colinas como hombros sugerentes, la curva de una espalda, un camino… Un camino nuevo que conducía a profundas percepciones y al desconcierto.
¿Desde cuándo se dedicaba a espiarla? No lo recordaba bien. Tampoco le importaba mucho. Sí sabía que era un juego que lo excitaba cada vez más. Recordó la primera vez que la había visto. Acababa de discutir con su novia. Ella se había ido dando un portazo y él se había refugiado en la penumbra, apoyado en el marco de su ventana, a fumar. Miraba sin mirar cuando de pronto vio a una mujer que entraba en el departamento de enfrente apurada, sacándose la ropa mientras acomodaba cosas en un bolso. Había intentado dejar de mirar, pero no había podido, era como si la conociera de siempre. La vio desaparecer y volver a aparecer con una toalla envuelta en su cabeza, semidesnuda, colocarse los aros y maquillarse frente el espejo. Imaginó gotas de agua corriendo por su espalda escapando de su cabello. Cuando ella se fue, tan apurada como había llegado, había sentido un picor en la boca del estómago y la boca seca, como si hubiera corrido. Le ardía la cabeza. Tenía la sensación de haber violado algo, de haber profanado la intimidad de su vecina o de su propio ser. Se había prometido no volver a espiarla, pero no había podido. Había aprendido sus horarios y la esperaba cada vez más ansioso.
Esta vez era diferente. Al sentir que ella podía haberlo visto, un temblor le recorrió el cuerpo.
Un impulso nuevo lo arrebataba. Quería más. Quería tropezar con ella en la calle, rozarle el vestido, oler su perfume, caminar detrás de ella sabiendo que la conocía desde otro lugar, que ya no adivinaba su desnudez, que la vibraba en sus propias células.
- No -se dijo en voz alta-, estoy yendo demasiado lejos...
El cuerpo se lo decía. El sudor que lo envolvía era un color más con el que se fundía en ese paisaje interno, casi febril, pasional, que revelaban sus últimas telas. El sexo de la noche anterior lo había desbordado... no era un tono más en su paleta, era una nueva textura en la compleja trama que lo vinculaba a la mujer de la ventana.
Encendió un cigarrillo, tomó un sorbo de vino, se sentó en la oscuridad de espaldas a la ventana y volvió a pensar en el contorno de los hombros de la mujer hasta sentir su piel bajo los dedos. Aplastó la colilla en el cenicero y se puso de pie con una decisión que ya casi había olvidado en él. Entró al taller, encendió todas las luces, quitó la sábana que cubría el atril y comenzó a trazar pinceladas sobre la tela en blanco, como si sus manos fueran, precisamente, extensiones de su corazón. Las manchas que iban apareciendo le semejaban un cielo como pechos, colinas como hombros sugerentes, la curva de una espalda, un camino… Un camino nuevo que conducía a profundas percepciones y al desconcierto.
¿Desde cuándo se dedicaba a espiarla? No lo recordaba bien. Tampoco le importaba mucho. Sí sabía que era un juego que lo excitaba cada vez más. Recordó la primera vez que la había visto. Acababa de discutir con su novia. Ella se había ido dando un portazo y él se había refugiado en la penumbra, apoyado en el marco de su ventana, a fumar. Miraba sin mirar cuando de pronto vio a una mujer que entraba en el departamento de enfrente apurada, sacándose la ropa mientras acomodaba cosas en un bolso. Había intentado dejar de mirar, pero no había podido, era como si la conociera de siempre. La vio desaparecer y volver a aparecer con una toalla envuelta en su cabeza, semidesnuda, colocarse los aros y maquillarse frente el espejo. Imaginó gotas de agua corriendo por su espalda escapando de su cabello. Cuando ella se fue, tan apurada como había llegado, había sentido un picor en la boca del estómago y la boca seca, como si hubiera corrido. Le ardía la cabeza. Tenía la sensación de haber violado algo, de haber profanado la intimidad de su vecina o de su propio ser. Se había prometido no volver a espiarla, pero no había podido. Había aprendido sus horarios y la esperaba cada vez más ansioso.
Esta vez era diferente. Al sentir que ella podía haberlo visto, un temblor le recorrió el cuerpo.
Un impulso nuevo lo arrebataba. Quería más. Quería tropezar con ella en la calle, rozarle el vestido, oler su perfume, caminar detrás de ella sabiendo que la conocía desde otro lugar, que ya no adivinaba su desnudez, que la vibraba en sus propias células.
- No -se dijo en voz alta-, estoy yendo demasiado lejos...
El cuerpo se lo decía. El sudor que lo envolvía era un color más con el que se fundía en ese paisaje interno, casi febril, pasional, que revelaban sus últimas telas. El sexo de la noche anterior lo había desbordado... no era un tono más en su paleta, era una nueva textura en la compleja trama que lo vinculaba a la mujer de la ventana.
***
...Manuel quería tropezar con ella en la calle, rozarle el vestido, oler su perfume… caminar detrás de ella sabiendo que la conocía desde otro lugar, que podía adivinar su desnudez...
Se detuvo a releer lo que llevaba escrito, sintió desconcierto. ¡¿Manuel?!... ¿qué hace ese nombre aquí?... Se sintió arrastrada en el tiempo hacia el fin de su infancia. ¿Qué habría sido de su querido Manu, ese tímido ser al que le había robado su primer beso jugando a la botella y con el que años más tarde, a los quince, había descubierto la pasión? Tomó la taza de café, estaba helado. ¿Cuánto tiempo le había tomado escribir esas líneas? Se levantó a calentarlo; se sentía extraña, confundida, extremadamente sensible. ¿Sería efecto de la resaca? ¿del sexo sin amor? ¿sin Jorge?... ¿Qué juego extraño de su mente le desempolvaba al querido Manu?
El café caliente la despejó. Quiso dejar de pensar en la realidad. No importaban los nombres, ni por qué Manuel había aparecido desde la nada entre las palabras, ni cómo se llamaba el señor de anoche, ni el de enfrente, ni por qué la miraba. “Es sólo un disparador para hacer literatura”, se dijo como en un reto.
El sonido del teléfono la sobresaltó y logró sacarla de su diálogo interno.
“Estoy en la ciudad por pocos días, y me gustaría verte”. La voz de Pedro en el teléfono la animó. ¿Cuánto hacía que no se veían… cinco, diez, mil años?... ¡Habían pasado tantas cosas desde la última vez! Qué bueno reencontrarse cara a cara con viejos amigos.
Una hora más tarde estaban sentados a la mesa del bar de siempre a pocas cuadras de la casa, ése que solían frecuentar y en el que habían disfrutado tantas horas de largas charlas sobre sus recuerdos de la infancia y las actualidades del pueblo, a las que a veces solía sumarse Jorge en otros tiempos.
- Estás siempre igual –aseguró Pedro con una enorme sonrisa.
- No mientas... ahora soy rubia y hace rato que ya no soy “la gordita”... –y riendo, bajó la vista como una adolescente arrebolada.
Tres horas de charla, dos cervezas y un montón de cigarrillos le dieron el marco a un viaje en el tiempo en el que recuperaron una vez más, de a dos, nombres, caras y escenas del pasado compartido.
– ¿Te acordás de Manuel? –preguntó Pedro en un momento.
- ¿Manuel?... ¿qué Manuel?... –dijo ella aturdida, sintiendo que el nombre la asaltaba esta vez desde la memoria de su amigo.
Pedro, abundante en palabras y sentires como siempre, le recordó por segunda vez en pocas horas, a aquel pibe que había ocupado un lugar de privilegio en su corazón.
- “Ah! sí... cosas de chicos”-, dijo sonriendo, y dando claramente a entender que no quería tocar el tema, pero sin poder evitar la conmoción. No quiso contarle a Pedro sobre su texto, el nombre de Manuel apareciendo en la piel de un desconocido... Él no lo iba a entender.
Se detuvo a releer lo que llevaba escrito, sintió desconcierto. ¡¿Manuel?!... ¿qué hace ese nombre aquí?... Se sintió arrastrada en el tiempo hacia el fin de su infancia. ¿Qué habría sido de su querido Manu, ese tímido ser al que le había robado su primer beso jugando a la botella y con el que años más tarde, a los quince, había descubierto la pasión? Tomó la taza de café, estaba helado. ¿Cuánto tiempo le había tomado escribir esas líneas? Se levantó a calentarlo; se sentía extraña, confundida, extremadamente sensible. ¿Sería efecto de la resaca? ¿del sexo sin amor? ¿sin Jorge?... ¿Qué juego extraño de su mente le desempolvaba al querido Manu?
El café caliente la despejó. Quiso dejar de pensar en la realidad. No importaban los nombres, ni por qué Manuel había aparecido desde la nada entre las palabras, ni cómo se llamaba el señor de anoche, ni el de enfrente, ni por qué la miraba. “Es sólo un disparador para hacer literatura”, se dijo como en un reto.
El sonido del teléfono la sobresaltó y logró sacarla de su diálogo interno.
“Estoy en la ciudad por pocos días, y me gustaría verte”. La voz de Pedro en el teléfono la animó. ¿Cuánto hacía que no se veían… cinco, diez, mil años?... ¡Habían pasado tantas cosas desde la última vez! Qué bueno reencontrarse cara a cara con viejos amigos.
Una hora más tarde estaban sentados a la mesa del bar de siempre a pocas cuadras de la casa, ése que solían frecuentar y en el que habían disfrutado tantas horas de largas charlas sobre sus recuerdos de la infancia y las actualidades del pueblo, a las que a veces solía sumarse Jorge en otros tiempos.
- Estás siempre igual –aseguró Pedro con una enorme sonrisa.
- No mientas... ahora soy rubia y hace rato que ya no soy “la gordita”... –y riendo, bajó la vista como una adolescente arrebolada.
Tres horas de charla, dos cervezas y un montón de cigarrillos le dieron el marco a un viaje en el tiempo en el que recuperaron una vez más, de a dos, nombres, caras y escenas del pasado compartido.
– ¿Te acordás de Manuel? –preguntó Pedro en un momento.
- ¿Manuel?... ¿qué Manuel?... –dijo ella aturdida, sintiendo que el nombre la asaltaba esta vez desde la memoria de su amigo.
Pedro, abundante en palabras y sentires como siempre, le recordó por segunda vez en pocas horas, a aquel pibe que había ocupado un lugar de privilegio en su corazón.
- “Ah! sí... cosas de chicos”-, dijo sonriendo, y dando claramente a entender que no quería tocar el tema, pero sin poder evitar la conmoción. No quiso contarle a Pedro sobre su texto, el nombre de Manuel apareciendo en la piel de un desconocido... Él no lo iba a entender.
***
En la última semana Manuel no había vuelto a pintar. No quería y no podía. Le había escapado también a la ventana. Estaba avergonzado ante sí mismo por la conducta impropia de espiar a esa mujer y seguir deseándola. ¿Me estaré convirtiendo en un depravado? Pero nadie se convierte en un depravado de la noche a la mañana. Había sí una necesidad de dejarse llevar, de probar sensaciones nuevas. Tantas veces había frenado sus instintos o ideas locas por temor a los demás... Como aquella noche, en un pueblo de veraneo, hacía ya muchos años, cuando después de varias cervezas con Pedro, habían salido a la calle y éste, eufórico por algo que ahora no podía recordar, le había propuesto desnudarse y subir a una de las estatuas de las plaza. Él lo había mirado con temor, y aunque en lo más profundo de sí mismo le hubiese gustado hacerlo, no se atrevió. Y con vergüenza y cierta admiración vio a su amigo correr desnudo por la plaza en la madrugada vacía (lo cual fue una suerte) y treparse a lo alto de un caballo mientras se reía y gritaba como un chico al que le han sacado los pañales y puede disfrutar de su desnudez. Lo envidiaba. ¿Por qué no se atrevió? Nadie los conocía allí, y salvo el riesgo de una noche en la cárcel del pueblo y ser tratado de impúdico, la cosa no hubiese pasado a mayores. Pero no, las buenas normas no lo permitían. Esto no debe hacerse porque no. Nada más. Pero esta vez no, esta vez estaba decidido a llegar hasta donde diera. Tan fuerte era su impulso que terminó por convencerse. No podía, no quería parar.
Era tarde. Se paró frente a la blancura de la nueva tela, la observó un rato. Luego se encaminó a la ventana. El solo hecho de pararse frente a su ventana lo llenaba de una sensación placentera. Se sentía un cazador esperando a su presa. Algo animal lo invadía. Se desnudó en la penumbra y esperó. Entonces la vio entrar. No estaba sola, y reía mientras conversaba y se dirigía a la cocina acompañada por otro hombre. La vio llenar una jarra con agua y ponerla en la cafetera y agregar el café ...y sintió que se desmoronaba, que no soportaba compartirla, que solo él era el dueño de esa mujer. Se alejó de la ventana y, totalmente alterado, se vistió con lo primero que encontró, abrió la puerta y salió.
Cuando se dio cuenta de que acababa de tocar el timbre de su amada obsesión, ya no había escapatoria. Marina, sorprendida, fue a abrir la puerta seguida por Pedro, que no dejaba de conversar.
- ¿Sí, qué necesitás?- dijo confundida ante la presencia de ese hombre, con una remera extraña manchada de pintura azul y cuya energía le resultaba familiar.
Pedro se asomó por detrás:
- ¡Manuel!
Era tarde. Se paró frente a la blancura de la nueva tela, la observó un rato. Luego se encaminó a la ventana. El solo hecho de pararse frente a su ventana lo llenaba de una sensación placentera. Se sentía un cazador esperando a su presa. Algo animal lo invadía. Se desnudó en la penumbra y esperó. Entonces la vio entrar. No estaba sola, y reía mientras conversaba y se dirigía a la cocina acompañada por otro hombre. La vio llenar una jarra con agua y ponerla en la cafetera y agregar el café ...y sintió que se desmoronaba, que no soportaba compartirla, que solo él era el dueño de esa mujer. Se alejó de la ventana y, totalmente alterado, se vistió con lo primero que encontró, abrió la puerta y salió.
Cuando se dio cuenta de que acababa de tocar el timbre de su amada obsesión, ya no había escapatoria. Marina, sorprendida, fue a abrir la puerta seguida por Pedro, que no dejaba de conversar.
- ¿Sí, qué necesitás?- dijo confundida ante la presencia de ese hombre, con una remera extraña manchada de pintura azul y cuya energía le resultaba familiar.
Pedro se asomó por detrás:
- ¡Manuel!
***
Hasta ese instante no había reparado en que necesitaría una excusa por haber tocado el timbre de la casa de esa mujer. Ahora estaba allí, y no sólo tendría que dar explicaciones, sino que además estaba cara a cara con Pedro, su viejo amigo, de pronto convertido en el elemento que faltaba para cerrar el enigma, porque su presencia le dio a Manuel la certeza de que la mujer era algo más que lo que él ya conocía.
Pensó en decir que había visto a Pedro desde la esquina entrar a esa casa y lo había seguido, pero ¿cómo explicaría el hecho de haberse atrevido a interferir en lo que quizás podía ser una cita romántica? Pensó también en que podría admitir que había reconocido a la mujer, pero no estaba del todo seguro de qué clase de relación la unía a Pedro. Buscó con desesperación el nombre en su confusión... Mariela, Marisa…
- Marina, ¡es Manuel! ¿No lo reconocés? - gritó Pedro entusiasmado, mientras se abalanzaba hacia la puerta y le ofrecía un abrazo–. ¿Qué hacés, viejo? ¡Qué sorpresa...! Es increíble, hace un rato nos estábamos acordando de vos.
Marina, claro… La mejor amiga de aquellos años de la secundaria. El mejor culo del pueblo. El primer sexo sin pagar. Había amado a esa mujer, pero aquél no era un tiempo de decir “te amo” y entregarse.
Pensó en decir que había visto a Pedro desde la esquina entrar a esa casa y lo había seguido, pero ¿cómo explicaría el hecho de haberse atrevido a interferir en lo que quizás podía ser una cita romántica? Pensó también en que podría admitir que había reconocido a la mujer, pero no estaba del todo seguro de qué clase de relación la unía a Pedro. Buscó con desesperación el nombre en su confusión... Mariela, Marisa…
- Marina, ¡es Manuel! ¿No lo reconocés? - gritó Pedro entusiasmado, mientras se abalanzaba hacia la puerta y le ofrecía un abrazo–. ¿Qué hacés, viejo? ¡Qué sorpresa...! Es increíble, hace un rato nos estábamos acordando de vos.
Marina, claro… La mejor amiga de aquellos años de la secundaria. El mejor culo del pueblo. El primer sexo sin pagar. Había amado a esa mujer, pero aquél no era un tiempo de decir “te amo” y entregarse.
***
Mientras Pedro hablaba sin parar, contestando sus propias preguntas y sin dejar lugar para interrupciones, Marina servía el café y descubría de a poco el rostro de Manuel tras las huellas del tiempo. Allí estaban los ojos levemente caídos; los labios desiguales; el superior tan fino y el otro que invitaba al beso; el pelo, ahora matizado de ceniza, seguía cayendo sobre la frente de Manuel como cuando se inclinaba sobre ella para besarla y hacerle el amor en silencio.
Manuel intentaba seguir el hilo de la conversación, respondiendo con desgano al interrogatorio de Pedro. “Sí, estuve casado, pero me separé hace dos años”, le dijo, sin mirar a Marina. Supo que ella también había estado casada, que había vivido fuera de la ciudad durante algún tiempo y que había regresado seis meses atrás. Se enteró de que Pedro venía seguido a la Capital para administrar el negocio familiar, reconvertido ahora en un restó de Palermo Hollywood. Intentaba mirar a Marina con disimulo, pero no podía correr la vista de sus dedos finos y largos, los mismos que habían recorrido su espalda después de hacer el amor. “No puedo creer que sea ella, aquella adolescente... la estuve espiando como un degenerado... todavía siento su calor en mis manos... y ahora estoy sentado en su living como si nada hubiera pasado. Soy un miserable”, se dijo.
Y de pronto llegó la pregunta brutal, como una pistola que lo apuntaba:
- ¿Dónde estás viviendo? – se interesó Pedro.
Por un segundo pasaron por su cabeza un montón de respuestas, vivo cerca, soy del barrio… También podía decir que no vivía en ese barrio y después mudarse, total el departamento no era tan bueno. Sabía que decir vivo aquí enfrente era el final. Marina debía haberlo visto espiándola, ¿o no?. “¿En qué momento pasé del más sublime erotismo a estar sentado con mis amigos de la adolescencia que están a punto de descubrir que soy un...”, se preguntó.
- Manuel, ¿te pasa algo?
- Estoy desconcertado, atontado ante este encuentro… ¿Ustedes se han seguido frecuentando?... –atinó a contestar rápidamente Manuel. Necesitaba que el tiempo se detuviera para poder calmarse.
Por suerte, Pedro giró sobre su propia conversación, como siempre, y siguió contando cosas.
- ...y entonces me tiré un lance… tenía el teléfono, y pensé que tal vez todavía vivía por…
Manuel casi no lo oía. Sólo intentaba encontrar una salida y una forma de reubicarse en esta nueva situación. Ya no podía mirar de reojo a Marina. ¡Qué hermosa es! La miraba abiertamente como buscando en ella la respuesta. “Y ella, ¿qué entenderá de esta situación?”, pensó.
- ...me permite viajar un poco, así que aprovecho la movida para ver…
Marina sentía que estaba pasando algo extraño, especial, pero no entendía de qué se trataba. Ella tampoco escuchaba a Pedro. Algo adolescente la invadía. Tal vez fueran los recuerdos que, cerveza de por medio, habían evocado de aquella vieja relación con Manuel. El hecho es que, inesperadamente, un aire a día de la Primavera y vamos todos al parque había invadido su casa, su espacio, su mundo, y no podía dejar de percibirlo.
De golpe creyó entender la relación entre su personaje Manuel y lo que estaba sucediendo. Una cosquilla le corrió por el estómago. Por primera vez entendía eso que le había dicho su maestro acerca de que las manos anticipan el pensamiento… Quería mirarlo, pero temía descubrirse. Cada vez que lo intentaba furtivamente, la mirada de él la estaba taladrando. Un escalofrío corrió por su espalda cuando recordó las miradas de su personaje a la vecina.
- ¿Se puede saber qué les pasa a ustedes? Hace media hora que hablo como un boludo y están los dos ausentes.
Tal cual. Los dos estaban flotando en sus pensamientos. El reclamo de Pedro los devolvió a la realidad.
Manuel miró a Marina y de golpe sintió que Pedro había hecho la pregunta adecuada, que estaba todo jugado, que tenía que tomar una decisión.
Entonces se levantó dispuesto a blanquear la situación. Pero Marina, sospechando que podía quebrarse esa especie de realismo mágico que se había instalado entre ellos, lo interrumpió, y traspasándolo con la mirada le dijo:
- Si ya tenés que irte, al menos intercambiemos los teléfonos, creo que volver a cruzarnos no ha sido azaroso. Tal vez podamos encontrarnos a tomar un café un día de éstos, ¿no te parece?
El corazón le latía como hacía tiempo que no le sucedía. En ese reencuentro, mientras él la miraba, su cuerpo había ido reconociendo esa fuerte vibración, no desde el recuerdo sino desde esa sensación que le llegaba por su ventana... Y estaba claro: por ningún motivo quería que se desvaneciera esa trama que estaba percibiendo.
Manuel, tan desconcertado como aliviado, aceptó el juego. Era mucho más de lo que hubiera podido imaginar; y con una sonrisa inventada dijo:
–Sí, se me está haciendo tarde, me parece buena idea volver a vernos... Pedro, vos también dame tu número así no nos perdemos otra vez.
Sabía que no tenía que darle ni medio segundo de ventaja a Pedro para que hilase ninguna pregunta, así que mientras se dirigía a la puerta le hizo un comentario sobre la secundaria, lo bueno que sería tratar de reunirlos a todos otra vez, esas cosas.
Como un eje de simetría, a cada lado de la puerta cerrada, cada uno se alejó dibujando una sonrisa y respirando profundamente. Manuel, yendo a encontrarse con los ruidos de la calle, sumergido en una nube de pensamientos, dudas y sensaciones. Marina volviendo hacia el palabrerío de Pedro, con esa prestancia que da la certeza de una actuación impecable.
- 4370-1618... eso es por aquí no más, ¿no?- dijo Pedro; y sin esperar respuesta agregó: - Me pregunto cómo y por qué llegó Manuel hasta aquí, esto es muy loco... Lo que son las casualidades.
Marina, recordando que a Pedro lo incomodaban ciertos temas, le contestó:
- Las casualidades no existen, querido amigo, el destino nos trama citas ineludibles y como mansos corderos obedecemos su llamado. Ya ves, hoy después de años se te ocurrió llamarme y recordarme mi historia con Manuel, y él sencillamente llegó. Algo estabas captando en el aire sin saberlo. Si no hubieses estado, yo jamás lo habría reconocido.
Más allá de saber que había algo más en la historia, sus propias palabras la calmaron.
Pedro no tardó en decir que debía irse, y después de un apurado abrazo con la promesa de invitarla al restó, partió.
Sola, mientras llevaba las tazas de café a la cocina, pensaba cómo seguiría esa historia con Manuel. Pensó también que ahora tenía un buen argumento para intentar escribir; de reojo miró las ventanas de enfrente. En ese momento, una se iluminó.
El sonido del teléfono le produjo un vuelco en el estómago. Corrió a su habitación, todavía revuelta después de su noche de sexo, atendió, y al tiempo que escuchaba la voz de Manuel, reconociendo en las sábanas el mismo tinte azul que tenía la remera, leyó el papelito que había dejado al lado del teléfono el amigo de Clara, su acompañante ocasional: 4370-1618.
Manuel intentaba seguir el hilo de la conversación, respondiendo con desgano al interrogatorio de Pedro. “Sí, estuve casado, pero me separé hace dos años”, le dijo, sin mirar a Marina. Supo que ella también había estado casada, que había vivido fuera de la ciudad durante algún tiempo y que había regresado seis meses atrás. Se enteró de que Pedro venía seguido a la Capital para administrar el negocio familiar, reconvertido ahora en un restó de Palermo Hollywood. Intentaba mirar a Marina con disimulo, pero no podía correr la vista de sus dedos finos y largos, los mismos que habían recorrido su espalda después de hacer el amor. “No puedo creer que sea ella, aquella adolescente... la estuve espiando como un degenerado... todavía siento su calor en mis manos... y ahora estoy sentado en su living como si nada hubiera pasado. Soy un miserable”, se dijo.
Y de pronto llegó la pregunta brutal, como una pistola que lo apuntaba:
- ¿Dónde estás viviendo? – se interesó Pedro.
Por un segundo pasaron por su cabeza un montón de respuestas, vivo cerca, soy del barrio… También podía decir que no vivía en ese barrio y después mudarse, total el departamento no era tan bueno. Sabía que decir vivo aquí enfrente era el final. Marina debía haberlo visto espiándola, ¿o no?. “¿En qué momento pasé del más sublime erotismo a estar sentado con mis amigos de la adolescencia que están a punto de descubrir que soy un...”, se preguntó.
- Manuel, ¿te pasa algo?
- Estoy desconcertado, atontado ante este encuentro… ¿Ustedes se han seguido frecuentando?... –atinó a contestar rápidamente Manuel. Necesitaba que el tiempo se detuviera para poder calmarse.
Por suerte, Pedro giró sobre su propia conversación, como siempre, y siguió contando cosas.
- ...y entonces me tiré un lance… tenía el teléfono, y pensé que tal vez todavía vivía por…
Manuel casi no lo oía. Sólo intentaba encontrar una salida y una forma de reubicarse en esta nueva situación. Ya no podía mirar de reojo a Marina. ¡Qué hermosa es! La miraba abiertamente como buscando en ella la respuesta. “Y ella, ¿qué entenderá de esta situación?”, pensó.
- ...me permite viajar un poco, así que aprovecho la movida para ver…
Marina sentía que estaba pasando algo extraño, especial, pero no entendía de qué se trataba. Ella tampoco escuchaba a Pedro. Algo adolescente la invadía. Tal vez fueran los recuerdos que, cerveza de por medio, habían evocado de aquella vieja relación con Manuel. El hecho es que, inesperadamente, un aire a día de la Primavera y vamos todos al parque había invadido su casa, su espacio, su mundo, y no podía dejar de percibirlo.
De golpe creyó entender la relación entre su personaje Manuel y lo que estaba sucediendo. Una cosquilla le corrió por el estómago. Por primera vez entendía eso que le había dicho su maestro acerca de que las manos anticipan el pensamiento… Quería mirarlo, pero temía descubrirse. Cada vez que lo intentaba furtivamente, la mirada de él la estaba taladrando. Un escalofrío corrió por su espalda cuando recordó las miradas de su personaje a la vecina.
- ¿Se puede saber qué les pasa a ustedes? Hace media hora que hablo como un boludo y están los dos ausentes.
Tal cual. Los dos estaban flotando en sus pensamientos. El reclamo de Pedro los devolvió a la realidad.
Manuel miró a Marina y de golpe sintió que Pedro había hecho la pregunta adecuada, que estaba todo jugado, que tenía que tomar una decisión.
Entonces se levantó dispuesto a blanquear la situación. Pero Marina, sospechando que podía quebrarse esa especie de realismo mágico que se había instalado entre ellos, lo interrumpió, y traspasándolo con la mirada le dijo:
- Si ya tenés que irte, al menos intercambiemos los teléfonos, creo que volver a cruzarnos no ha sido azaroso. Tal vez podamos encontrarnos a tomar un café un día de éstos, ¿no te parece?
El corazón le latía como hacía tiempo que no le sucedía. En ese reencuentro, mientras él la miraba, su cuerpo había ido reconociendo esa fuerte vibración, no desde el recuerdo sino desde esa sensación que le llegaba por su ventana... Y estaba claro: por ningún motivo quería que se desvaneciera esa trama que estaba percibiendo.
Manuel, tan desconcertado como aliviado, aceptó el juego. Era mucho más de lo que hubiera podido imaginar; y con una sonrisa inventada dijo:
–Sí, se me está haciendo tarde, me parece buena idea volver a vernos... Pedro, vos también dame tu número así no nos perdemos otra vez.
Sabía que no tenía que darle ni medio segundo de ventaja a Pedro para que hilase ninguna pregunta, así que mientras se dirigía a la puerta le hizo un comentario sobre la secundaria, lo bueno que sería tratar de reunirlos a todos otra vez, esas cosas.
Como un eje de simetría, a cada lado de la puerta cerrada, cada uno se alejó dibujando una sonrisa y respirando profundamente. Manuel, yendo a encontrarse con los ruidos de la calle, sumergido en una nube de pensamientos, dudas y sensaciones. Marina volviendo hacia el palabrerío de Pedro, con esa prestancia que da la certeza de una actuación impecable.
- 4370-1618... eso es por aquí no más, ¿no?- dijo Pedro; y sin esperar respuesta agregó: - Me pregunto cómo y por qué llegó Manuel hasta aquí, esto es muy loco... Lo que son las casualidades.
Marina, recordando que a Pedro lo incomodaban ciertos temas, le contestó:
- Las casualidades no existen, querido amigo, el destino nos trama citas ineludibles y como mansos corderos obedecemos su llamado. Ya ves, hoy después de años se te ocurrió llamarme y recordarme mi historia con Manuel, y él sencillamente llegó. Algo estabas captando en el aire sin saberlo. Si no hubieses estado, yo jamás lo habría reconocido.
Más allá de saber que había algo más en la historia, sus propias palabras la calmaron.
Pedro no tardó en decir que debía irse, y después de un apurado abrazo con la promesa de invitarla al restó, partió.
Sola, mientras llevaba las tazas de café a la cocina, pensaba cómo seguiría esa historia con Manuel. Pensó también que ahora tenía un buen argumento para intentar escribir; de reojo miró las ventanas de enfrente. En ese momento, una se iluminó.
El sonido del teléfono le produjo un vuelco en el estómago. Corrió a su habitación, todavía revuelta después de su noche de sexo, atendió, y al tiempo que escuchaba la voz de Manuel, reconociendo en las sábanas el mismo tinte azul que tenía la remera, leyó el papelito que había dejado al lado del teléfono el amigo de Clara, su acompañante ocasional: 4370-1618.
FIN
marzo / junio de 2006
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