Ilustración: Edward Hopper - Morning
1
Hoy sí que está buena la ducha, pensó. Había abierto un jabón nuevo para festejar. Dejaba correr y correr el agua sobre su cuerpo. Hizo una ola con el pie para que el agua fuera hasta el otro borde de la bañera y volviera con la espuma del champú. Se preguntó si todos harían lo mismo.
En eso estaba cuando sonó el timbre. ¿Quién podía ser a esa hora?...
Había pedido una pizza… pero siempre tardaban una eternidad. Pensando en esto salió lentamente de la ducha y se puso la bata, al tiempo que avisaba con un grito que pronto estaría abriendo la puerta.
Al observar por la mirilla no vio a nadie. Qué raro, pensó. Pero pudo más la alegría de haber estrenado su nuevo jabón –importado, por cierto– y no se preocupó ni se hizo más preguntas al respecto. De hecho, volvió a enjabonarse.
No pudo disfrutar mucho de la paz que daba el agua a su tan suave y blanco cuerpo, ya que el timbre volvió a sonar.
Pensando que tal vez anteriormente fue la demora lo que hizo que el visitante se fuera, se apresuró a alcanzar la puerta. Cuando miró por la mirilla, se sorprendió sobremanera: era su ex marido.
2
Cada vez que intenta ponerse a escribir, llega apenas a completar una carilla. Treinta, treinta y cinco líneas, y ya no le gusta.
Siempre es por distintos motivos. Un día se asustó de lo que sus dedos habían tecleado: una catarata de imágenes eróticas que, seguramente, escandalizaría a cualquiera de sus tías. Otra vez, hace ya muchos años, probó con una biografía de alguien imaginario, pero de inmediato advirtió que estaba contando la historia del primo Daniel, y lo peor era que había empezado por el final, cuando Daniel cayó preso en Santa Teresita después de haber zafado de la cacería por varios meses. Y no quiso seguir, porque llegaría inevitablemente a la parte prohibida, aquella de los encuentros furtivos del otro lado de la vía.
Ahora pretendía recuperar en palabras esa ducha maravillosa que se había tomado después de una noche mágica en la que por primera vez en mucho tiempo había logrado disfrutar del sexo sin que ello hubiera significado más –ni menos— que eso. Ni siquiera recordaba con claridad cómo había llegado a la cama. Su amante de ocasión había sido alguien que estaba en la fiesta de disfraces de su amiga Clara y que le había ofrecido acompañarla después de beber más de la cuenta. Intentaba describir a su acompañante en el relato, pero sólo recordaba que estaba artísticamente maquillado entre azules y dorados, y entre el alcohol, la oscuridad y el juego erótico todo se le desvanecía. Quizás ese estado de inconsciencia era el que le había permitido disfrutar tan libre y placenteramente. Ahora, su imaginación volvía a quedar empantanada en la realidad –la maldita y obsesiva realidad— y ahí estaba él, Jorge, como si hubiera esperado agazapado en un rincón de su deseo el momento oportuno de reaparecer en el fluir de su escritura.
Lo intentó de nuevo: Cuando miró por la mirilla, se sorprendió sobremanera…, pero no pudo seguir. No se le ocurría nada. Sólo él. Siempre él. Otra vez él. ¿Y si fuera tal vez que deseaba que él hubiera tocado el timbre justo en ese momento, después de esa ducha, para encontrarla espléndida, relajada, feliz, segura de sí misma? ¿Y si esa noche de sexo que ella creía que era eso y nada más, no lo era? ¿Y si esa noche había logrado, de alguna manera inconsciente, retrotraerla a un tiempo y un espacio donde el sexo era otra cosa? Algo, tal vez, demasiado cargado de códigos y actitudes familiares; que en aquella época le parecía un poco falto de emociones, pero que hoy y a la distancia le semejaba un tibio nido lleno de seguridad donde la vida se resbalaba como el jabón... Un tiempo donde no había que preocuparse de nada porque él estaba allí para preocuparse de todo y esa preocupación era como una caricia sobre la piel.
Sus manos sobre su piel... Nunca había podido dejar de experimentar cierto temblor al pensar en cómo la tocaba. El sólo hecho de imaginarse la cercanía de su desnudez la excitaba y al mismo tiempo la confundía. Sabía que necesitaba abrirse a nuevas experiencias y que en su entorno inmediato no resultaba fácil encontrar con quién. De pronto todo se le mezclaba, y no llegaba a darse cuenta si lo que quería era volver, reconstruir esa cómoda pareja, o si lo que la mantenía en esa obsesión era haberse enterado de que él, después de seis meses de separados, había empezado a salir con otra mujer.
Se levantó, y casi desafiante se acercó al espejo, se quitó la toalla que envolvía su pelo y lentamente dejó caer la bata. Sabía que no se veía mal, siempre había aparentado menos edad de la que tenía, y últimamente estaba bastante conforme con su cuerpo. Se acercó más al espejo para mirar un enrojecimiento en su hombro y repentinamente se sintió observada. Levantó la vista y vio en el reflejo que desde una ventana de enfrente alguien la miraba. La silueta desapareció antes de que pudiera reconocer si era un hombre o una mujer y, cuando se dio vuelta, la realidad inversa a la del espejo la confundió y no pudo reconocer de cuál de todas las ventanas provenía la imagen.
Pensó en La Ventana Indiscreta, esa obra maestra de Alfred Hitchcock. O aquella película argentina, Enemigos, protagonizada por Ulises Dumont, aunque no pudo recordar el nombre del director. Cómo envidiaba a quienes eran capaces de escribir una buena historia a partir de un hecho menor.
Volvió a ponerse la bata, calentó un café, se calzó los anteojos y sus dedos comenzaron a recorrer el teclado como meras extensiones de su pensamiento. La historia de un hombre que observa a una mujer casi desnuda desde la ventana de su departamento le parecía cursi, pero confiaba en llevarla por un camino posible.
Siempre es por distintos motivos. Un día se asustó de lo que sus dedos habían tecleado: una catarata de imágenes eróticas que, seguramente, escandalizaría a cualquiera de sus tías. Otra vez, hace ya muchos años, probó con una biografía de alguien imaginario, pero de inmediato advirtió que estaba contando la historia del primo Daniel, y lo peor era que había empezado por el final, cuando Daniel cayó preso en Santa Teresita después de haber zafado de la cacería por varios meses. Y no quiso seguir, porque llegaría inevitablemente a la parte prohibida, aquella de los encuentros furtivos del otro lado de la vía.
Ahora pretendía recuperar en palabras esa ducha maravillosa que se había tomado después de una noche mágica en la que por primera vez en mucho tiempo había logrado disfrutar del sexo sin que ello hubiera significado más –ni menos— que eso. Ni siquiera recordaba con claridad cómo había llegado a la cama. Su amante de ocasión había sido alguien que estaba en la fiesta de disfraces de su amiga Clara y que le había ofrecido acompañarla después de beber más de la cuenta. Intentaba describir a su acompañante en el relato, pero sólo recordaba que estaba artísticamente maquillado entre azules y dorados, y entre el alcohol, la oscuridad y el juego erótico todo se le desvanecía. Quizás ese estado de inconsciencia era el que le había permitido disfrutar tan libre y placenteramente. Ahora, su imaginación volvía a quedar empantanada en la realidad –la maldita y obsesiva realidad— y ahí estaba él, Jorge, como si hubiera esperado agazapado en un rincón de su deseo el momento oportuno de reaparecer en el fluir de su escritura.
Lo intentó de nuevo: Cuando miró por la mirilla, se sorprendió sobremanera…, pero no pudo seguir. No se le ocurría nada. Sólo él. Siempre él. Otra vez él. ¿Y si fuera tal vez que deseaba que él hubiera tocado el timbre justo en ese momento, después de esa ducha, para encontrarla espléndida, relajada, feliz, segura de sí misma? ¿Y si esa noche de sexo que ella creía que era eso y nada más, no lo era? ¿Y si esa noche había logrado, de alguna manera inconsciente, retrotraerla a un tiempo y un espacio donde el sexo era otra cosa? Algo, tal vez, demasiado cargado de códigos y actitudes familiares; que en aquella época le parecía un poco falto de emociones, pero que hoy y a la distancia le semejaba un tibio nido lleno de seguridad donde la vida se resbalaba como el jabón... Un tiempo donde no había que preocuparse de nada porque él estaba allí para preocuparse de todo y esa preocupación era como una caricia sobre la piel.
Sus manos sobre su piel... Nunca había podido dejar de experimentar cierto temblor al pensar en cómo la tocaba. El sólo hecho de imaginarse la cercanía de su desnudez la excitaba y al mismo tiempo la confundía. Sabía que necesitaba abrirse a nuevas experiencias y que en su entorno inmediato no resultaba fácil encontrar con quién. De pronto todo se le mezclaba, y no llegaba a darse cuenta si lo que quería era volver, reconstruir esa cómoda pareja, o si lo que la mantenía en esa obsesión era haberse enterado de que él, después de seis meses de separados, había empezado a salir con otra mujer.
Se levantó, y casi desafiante se acercó al espejo, se quitó la toalla que envolvía su pelo y lentamente dejó caer la bata. Sabía que no se veía mal, siempre había aparentado menos edad de la que tenía, y últimamente estaba bastante conforme con su cuerpo. Se acercó más al espejo para mirar un enrojecimiento en su hombro y repentinamente se sintió observada. Levantó la vista y vio en el reflejo que desde una ventana de enfrente alguien la miraba. La silueta desapareció antes de que pudiera reconocer si era un hombre o una mujer y, cuando se dio vuelta, la realidad inversa a la del espejo la confundió y no pudo reconocer de cuál de todas las ventanas provenía la imagen.
Pensó en La Ventana Indiscreta, esa obra maestra de Alfred Hitchcock. O aquella película argentina, Enemigos, protagonizada por Ulises Dumont, aunque no pudo recordar el nombre del director. Cómo envidiaba a quienes eran capaces de escribir una buena historia a partir de un hecho menor.
Volvió a ponerse la bata, calentó un café, se calzó los anteojos y sus dedos comenzaron a recorrer el teclado como meras extensiones de su pensamiento. La historia de un hombre que observa a una mujer casi desnuda desde la ventana de su departamento le parecía cursi, pero confiaba en llevarla por un camino posible.
3
- Tengo que ser más cuidadoso -se dijo Manuel-, casi me ve.
Encendió un cigarrillo, tomó un sorbo de vino, se sentó en la oscuridad de espaldas a la ventana y volvió a pensar en el contorno de los hombros de la mujer hasta sentir su piel bajo los dedos. Aplastó la colilla en el cenicero y se puso de pie con una decisión que ya casi había olvidado en él. Entró al taller, encendió todas las luces, quitó la sábana que cubría el atril y comenzó a trazar pinceladas sobre la tela en blanco, como si sus manos fueran, precisamente, extensiones de su corazón. Las manchas que iban apareciendo le semejaban un cielo como pechos, colinas como hombros sugerentes, la curva de una espalda, un camino… Un camino nuevo que conducía a profundas percepciones y al desconcierto.
¿Desde cuándo se dedicaba a espiarla? No lo recordaba bien. Tampoco le importaba mucho. Sí sabía que era un juego que lo excitaba cada vez más. Recordó la primera vez que la había visto. Acababa de discutir con su novia. Ella se había ido dando un portazo y él se había refugiado en la penumbra, apoyado en el marco de su ventana, a fumar. Miraba sin mirar cuando de pronto vio por la ventana de un departamento del edificio de enfrente a una mujer que entraba apurada, sacándose la ropa mientras acomodaba cosas en un bolso. Había intentado dejar de mirar, pero no había podido, era como si la conociera de siempre. La vio desaparecer y volver a aparecer con una toalla envuelta en su cabeza, semidesnuda, colocarse los aros y maquillarse frente el espejo. Imaginó gotas de agua corriendo por su espalda escapando de su cabello. Cuando ella se fue, tan apurada como había llegado, había sentido un picor en la boca del estómago y la boca seca, como si hubiera corrido. Le ardía la cabeza. Tenía la sensación de haber violado algo, de haber profanado la intimidad de su vecina o de su propio ser. Se había prometido no volver a espiarla, pero no había podido. Había aprendido sus horarios y la esperaba cada vez más ansioso.
Esta vez era diferente. Al sentir que ella podía haberlo visto, un temblor le recorrió el cuerpo.
Un impulso nuevo lo arrebataba. Quería más Quería tropezar con ella en la calle, rozarle el vestido, oler su perfume… caminar detrás de ella sabiendo que la conocía desde otro lugar, que podía adivinar su desnudez.
- No -se dijo a sí mismo en voz alta-, estoy yendo demasiado lejos.
Pero otra vez supo que no iba a poder, era casi compulsivo. El cuerpo se lo decía. El sudor que lo envolvía era un color más con el que se fundía en ese paisaje interno, casi febril, pasional, que revelaba la tela.
Encendió un cigarrillo, tomó un sorbo de vino, se sentó en la oscuridad de espaldas a la ventana y volvió a pensar en el contorno de los hombros de la mujer hasta sentir su piel bajo los dedos. Aplastó la colilla en el cenicero y se puso de pie con una decisión que ya casi había olvidado en él. Entró al taller, encendió todas las luces, quitó la sábana que cubría el atril y comenzó a trazar pinceladas sobre la tela en blanco, como si sus manos fueran, precisamente, extensiones de su corazón. Las manchas que iban apareciendo le semejaban un cielo como pechos, colinas como hombros sugerentes, la curva de una espalda, un camino… Un camino nuevo que conducía a profundas percepciones y al desconcierto.
¿Desde cuándo se dedicaba a espiarla? No lo recordaba bien. Tampoco le importaba mucho. Sí sabía que era un juego que lo excitaba cada vez más. Recordó la primera vez que la había visto. Acababa de discutir con su novia. Ella se había ido dando un portazo y él se había refugiado en la penumbra, apoyado en el marco de su ventana, a fumar. Miraba sin mirar cuando de pronto vio por la ventana de un departamento del edificio de enfrente a una mujer que entraba apurada, sacándose la ropa mientras acomodaba cosas en un bolso. Había intentado dejar de mirar, pero no había podido, era como si la conociera de siempre. La vio desaparecer y volver a aparecer con una toalla envuelta en su cabeza, semidesnuda, colocarse los aros y maquillarse frente el espejo. Imaginó gotas de agua corriendo por su espalda escapando de su cabello. Cuando ella se fue, tan apurada como había llegado, había sentido un picor en la boca del estómago y la boca seca, como si hubiera corrido. Le ardía la cabeza. Tenía la sensación de haber violado algo, de haber profanado la intimidad de su vecina o de su propio ser. Se había prometido no volver a espiarla, pero no había podido. Había aprendido sus horarios y la esperaba cada vez más ansioso.
Esta vez era diferente. Al sentir que ella podía haberlo visto, un temblor le recorrió el cuerpo.
Un impulso nuevo lo arrebataba. Quería más Quería tropezar con ella en la calle, rozarle el vestido, oler su perfume… caminar detrás de ella sabiendo que la conocía desde otro lugar, que podía adivinar su desnudez.
- No -se dijo a sí mismo en voz alta-, estoy yendo demasiado lejos.
Pero otra vez supo que no iba a poder, era casi compulsivo. El cuerpo se lo decía. El sudor que lo envolvía era un color más con el que se fundía en ese paisaje interno, casi febril, pasional, que revelaba la tela.
4
Marina estaba pensativa. El sonido del teléfono la sobresaltó.
“Estoy en la ciudad por pocos días, y me gustaría verte”. La voz de Pedro en el teléfono la animó. ¿Cuánto hacía que no se veían?... ¿cinco, diez, mil años?... ¡Habían pasado tantas cosas desde la última vez! Qué bueno reencontrarse cara a cara con viejos amigos.
Una hora más tarde estaban sentados a la mesa de un viejo bar a pocas cuadras, ése que solían frecuentar tiempo atrás y en el que tantas horas de largas charlas habían disfrutado sobre sus recuerdos de la infancia y las actualidades del pueblo.
- Estás siempre igual –aseguró Pedro con una enorme sonrisa.
- No mientas –y bajó la vista como una adolescente arrebolada.
Tres horas de charla, dos cervezas y un montón de cigarrillos le dieron el marco a un viaje en el tiempo en el que recuperaron una vez más, de a dos, nombres, caras y escenas del pasado compartido.
– ¿Te acordás de Manuel? –preguntó Pedro en un momento.
- ¿Manuel? ¿Que Manuel?...
Le dio vergüenza admitir su olvido. Y más vergüenza aún cuando Pedro le hizo recordar a aquel adolescente que en un tiempo que ahora parecía prehistórico, había ocupado un lugar de privilegio en su corazón. “Cosas de chicos”, se dijo, pero no pudo evitar la conmoción.
“Estoy en la ciudad por pocos días, y me gustaría verte”. La voz de Pedro en el teléfono la animó. ¿Cuánto hacía que no se veían?... ¿cinco, diez, mil años?... ¡Habían pasado tantas cosas desde la última vez! Qué bueno reencontrarse cara a cara con viejos amigos.
Una hora más tarde estaban sentados a la mesa de un viejo bar a pocas cuadras, ése que solían frecuentar tiempo atrás y en el que tantas horas de largas charlas habían disfrutado sobre sus recuerdos de la infancia y las actualidades del pueblo.
- Estás siempre igual –aseguró Pedro con una enorme sonrisa.
- No mientas –y bajó la vista como una adolescente arrebolada.
Tres horas de charla, dos cervezas y un montón de cigarrillos le dieron el marco a un viaje en el tiempo en el que recuperaron una vez más, de a dos, nombres, caras y escenas del pasado compartido.
– ¿Te acordás de Manuel? –preguntó Pedro en un momento.
- ¿Manuel? ¿Que Manuel?...
Le dio vergüenza admitir su olvido. Y más vergüenza aún cuando Pedro le hizo recordar a aquel adolescente que en un tiempo que ahora parecía prehistórico, había ocupado un lugar de privilegio en su corazón. “Cosas de chicos”, se dijo, pero no pudo evitar la conmoción.
5
En la última semana Manuel no había vuelto a pintar. No quería y no podía. Le había escapado también a la ventana. Estaba avergonzado ante sí mismo por la conducta impropia de espiar a esa mujer y seguir deseándola. ¿Me estaré convirtiendo en un depravado? Pero nadie se convierte en un depravado de la noche a la mañana. Había sí una necesidad de dejarse llevar, de probar sensaciones nuevas. Tantas veces había frenado sus instintos o ideas locas por temor a los demás... Como aquella noche, en un pueblo de veraneo, hacía ya muchos años, cuando después de varias cervezas con Pedro, habían salido a la calle y éste, eufórico por algo que ahora no podía recordar, le había propuesto desnudarse y subir a una de las estatuas de la plaza. Él lo había mirado con temor, y aunque en lo más profundo de sí mismo le hubiese gustado hacerlo, no se atrevió. Y con vergüenza y cierta admiración vio a su amigo sacarse la ropa y correr por la plaza vacía en la madrugada (lo cual fue una suerte) y trepar a lo alto de un caballo mientras se reía y gritaba como un chico al que le han sacado los pañales y puede disfrutar de su desnudez. Lo envidiaba. ¿Por qué no se atrevió? Nadie los conocía allí, y salvo el riesgo de pasar una noche en la cárcel del pueblo y ser tratado de impúdico, la cosa no hubiese pasado a mayores. Pero no, las buenas normas no lo permitían. Esto no debe hacerse porque no. Nada más. Pero esta vez no, esta vez estaba decidido a llegar hasta donde diera. Tan fuerte era su impulso que terminó por convencerse. No podía, no quería parar.
Era tarde. Se paró frente a la blancura de la nueva tela, la observó un rato. Luego se encaminó a la ventana. El solo hecho de pararse frente a su ventana lo llenaba de una sensación placentera. Se sentía un cazador esperando a su presa. Algo animal lo invadía. Se desnudó en la penumbra y esperó. Entonces la vio entrar. No estaba sola, y reía mientras conversaba y se dirigía a la cocina acompañada por otro hombre. La vio llenar una jarra con agua y ponerla en la cafetera y agregar el café ...y sintió que se desmoronaba, que no soportaba compartirla, que solo él era el dueño de esa mujer. Se alejó de la ventana, totalmente alterado. Por esos extraños mecanismos de la mente, de golpe recordó que ese era el mismo edificio en que vivía Ernesto, y que él tenía una copia de la llave de la puerta de calle, que su amigo le había dado en el verano para que fuera a regarle las plantas.
Antes de poder pensar en lo que estaba haciendo, encendió la luz, se vistió, abrió la puerta y salió.
Cuando se dio cuenta de que acababa de tocar el timbre de una desconocida a la una y media de la mañana, ya no tenía escapatoria.
Era tarde. Se paró frente a la blancura de la nueva tela, la observó un rato. Luego se encaminó a la ventana. El solo hecho de pararse frente a su ventana lo llenaba de una sensación placentera. Se sentía un cazador esperando a su presa. Algo animal lo invadía. Se desnudó en la penumbra y esperó. Entonces la vio entrar. No estaba sola, y reía mientras conversaba y se dirigía a la cocina acompañada por otro hombre. La vio llenar una jarra con agua y ponerla en la cafetera y agregar el café ...y sintió que se desmoronaba, que no soportaba compartirla, que solo él era el dueño de esa mujer. Se alejó de la ventana, totalmente alterado. Por esos extraños mecanismos de la mente, de golpe recordó que ese era el mismo edificio en que vivía Ernesto, y que él tenía una copia de la llave de la puerta de calle, que su amigo le había dado en el verano para que fuera a regarle las plantas.
Antes de poder pensar en lo que estaba haciendo, encendió la luz, se vistió, abrió la puerta y salió.
Cuando se dio cuenta de que acababa de tocar el timbre de una desconocida a la una y media de la mañana, ya no tenía escapatoria.
6
Sorprendida, Marina fue a abrir la puerta, seguida por Pedro que no paraba de conversar.
- ¿Sí, qué necesitás?- dijo confundida ante la presencia de ese hombre que le resultó levemente familiar.
Pedro se asomó por detrás:
- ¡Manuel!
Hasta ese instante no había reparado en que necesitaría una excusa por haber tocado el timbre de la casa de esa mujer. Ahora estaba allí, y no sólo tendría que darle explicaciones, sino que además estaba cara a cara con Pedro, su viejo amigo, de pronto convertido en el vértice que faltaba para cerrar el triángulo, porque su presencia le dio a Manuel una vaga certeza de que la mujer no era una desconocida.
Ella le pareció más alta que desde la ventana. Pero no pudo detenerse en sus sensaciones, tenía que encontrar una respuesta a su insólita presencia allí, y rápido. Pensó en decir que había visto a Pedro desde la esquina entrar a ese edificio y lo había seguido, pero ¿cómo explicaría el hecho de haberse atrevido a interferir en lo que quizás podía ser una cita romántica? Pensó también en decir que le había parecido que conocía a la mujer, pero no estaba del todo seguro de qué clase de relación la unía a Pedro. Buscó con desesperación un nombre en su memoria. Mariela, Marisa…
- Marina, ¡es Manuel! ¿No lo reconocés? - gritó Pedro entusiasmado, mientras se abalanzaba hacia la puerta y le ofrecía un abrazo–. ¿Qué hacés, viejo? ¡Qué sorpresa...! Es increíble, hace un rato nos estábamos acordando de vos.
Marina, claro… La mejor amiga de aquellos años de la secundaria. El mejor culo del pueblo. El primer sexo sin pagar. Había amado a esa mujer, pero aquél no era un tiempo de decir “te amo” y entregarse.
Mientras Pedro hablaba sin parar, contestando sus propias preguntas y sin dejar lugar para interrupciones, Marina servía el café y descubría de a poco el rostro de Manuel tras las huellas del tiempo. Allí estaban los ojos levemente caídos; los labios desiguales; el superior tan fino y el otro que invitaba al beso; el pelo, ahora matizado de ceniza, seguía cayendo sobre la frente de Manuel como cuando se inclinaba sobre ella para besarla y hacerle el amor en silencio.
Manuel intentaba seguir el hilo de la conversación, respondiendo con desgano al interrogatorio de Pedro. “Sí, estuve casado, pero me separé hace dos años”, le dijo, sin mirar a Marina. Supo que ella también había estado casada, que había vivido fuera de la ciudad durante algún tiempo y que había regresado seis meses atrás. Se enteró de que Pedro venía seguido a la Capital para administrar el negocio familiar, reconvertido ahora en un restó de Palermo Hollywood. Intentaba mirar a Marina con disimulo, pero no podía correr la vista de sus dedos finos y largos, los mismos que habían recorrido su espalda después de hacer el amor. “No puedo creer que sea ella, aquella adolescente... la estuve espiando como un degenerado... todavía siento su calor en mis manos... y ahora estoy sentado en su living como si nada hubiera pasado. Soy un miserable”, se dijo.
Y de pronto llegó la pregunta brutal, como una pistola que lo apuntaba:
- ¿Dónde estás viviendo? – se interesó Pedro.
En un segundo pasaron por su cabeza un montón de respuestas, vivo cerca, soy del barrio, o decir que no vivía por aquí total pronto se mudaría… Sabia que decir vivo aquí enfrente era el final. Marina debía haberlo visto espiarla, ¿o no? “¿En qué momento pasé del más sublime erotismo a estar sentado con mis amigos de la adolescencia que están a punto de descubrir que soy un...”, se preguntó.
- Manuel, ¿te pasa algo?
- Estoy desconcertado, atontado ante este encuentro… ¿Ustedes se han seguido frecuentando?... –atinó a contestar rápidamente Manuel. Necesitaba que el tiempo se detuviera para poder calmarse.
Por suerte, Pedro giró sobre su propia conversación, como siempre, y siguió contando cosas.
- ...y entonces me tiré un lance… tenía el teléfono, y pensé que tal vez todavía vivía por…
- ...me permite viajar un poco, así que aprovecho la movida para ver…
Manuel casi no lo oía. Sólo intentaba encontrar una salida y una forma de reubicarse en esta nueva situación. Ya no podía mirar de reojo a Marina. ¡Qué hermosa es! ¡Qué diferente sería estar ahora con esta mujer! La miraba abiertamente como buscando en ella la respuesta. “Y ella, ¿qué entenderá de esta situación?”, pensó.
- ...me permite viajar un poco, así que aprovecho la movida para ver…
Marina sentía que estaba pasando algo extraño, especial, pero no entendía de qué se trataba. Ella tampoco escuchaba a Pedro. Algo adolescente la invadía. Tal vez fueran los recuerdos que, cerveza de por medio, habían evocado de aquella vieja relación con Manuel. El hecho es que, inesperadamente, un aire a día de la Primavera y vamos todos al parque había invadido su casa, su espacio, su mundo, y no podía dejar de percibirlo. Quería mirar a Manuel, pero se sentía mirada y no quería descubrirse. Cada vez que lo intentaba furtivamente, la mirada de él la estaba taladrando.
- ¿Sí, qué necesitás?- dijo confundida ante la presencia de ese hombre que le resultó levemente familiar.
Pedro se asomó por detrás:
- ¡Manuel!
Hasta ese instante no había reparado en que necesitaría una excusa por haber tocado el timbre de la casa de esa mujer. Ahora estaba allí, y no sólo tendría que darle explicaciones, sino que además estaba cara a cara con Pedro, su viejo amigo, de pronto convertido en el vértice que faltaba para cerrar el triángulo, porque su presencia le dio a Manuel una vaga certeza de que la mujer no era una desconocida.
Ella le pareció más alta que desde la ventana. Pero no pudo detenerse en sus sensaciones, tenía que encontrar una respuesta a su insólita presencia allí, y rápido. Pensó en decir que había visto a Pedro desde la esquina entrar a ese edificio y lo había seguido, pero ¿cómo explicaría el hecho de haberse atrevido a interferir en lo que quizás podía ser una cita romántica? Pensó también en decir que le había parecido que conocía a la mujer, pero no estaba del todo seguro de qué clase de relación la unía a Pedro. Buscó con desesperación un nombre en su memoria. Mariela, Marisa…
- Marina, ¡es Manuel! ¿No lo reconocés? - gritó Pedro entusiasmado, mientras se abalanzaba hacia la puerta y le ofrecía un abrazo–. ¿Qué hacés, viejo? ¡Qué sorpresa...! Es increíble, hace un rato nos estábamos acordando de vos.
Marina, claro… La mejor amiga de aquellos años de la secundaria. El mejor culo del pueblo. El primer sexo sin pagar. Había amado a esa mujer, pero aquél no era un tiempo de decir “te amo” y entregarse.
Mientras Pedro hablaba sin parar, contestando sus propias preguntas y sin dejar lugar para interrupciones, Marina servía el café y descubría de a poco el rostro de Manuel tras las huellas del tiempo. Allí estaban los ojos levemente caídos; los labios desiguales; el superior tan fino y el otro que invitaba al beso; el pelo, ahora matizado de ceniza, seguía cayendo sobre la frente de Manuel como cuando se inclinaba sobre ella para besarla y hacerle el amor en silencio.
Manuel intentaba seguir el hilo de la conversación, respondiendo con desgano al interrogatorio de Pedro. “Sí, estuve casado, pero me separé hace dos años”, le dijo, sin mirar a Marina. Supo que ella también había estado casada, que había vivido fuera de la ciudad durante algún tiempo y que había regresado seis meses atrás. Se enteró de que Pedro venía seguido a la Capital para administrar el negocio familiar, reconvertido ahora en un restó de Palermo Hollywood. Intentaba mirar a Marina con disimulo, pero no podía correr la vista de sus dedos finos y largos, los mismos que habían recorrido su espalda después de hacer el amor. “No puedo creer que sea ella, aquella adolescente... la estuve espiando como un degenerado... todavía siento su calor en mis manos... y ahora estoy sentado en su living como si nada hubiera pasado. Soy un miserable”, se dijo.
Y de pronto llegó la pregunta brutal, como una pistola que lo apuntaba:
- ¿Dónde estás viviendo? – se interesó Pedro.
En un segundo pasaron por su cabeza un montón de respuestas, vivo cerca, soy del barrio, o decir que no vivía por aquí total pronto se mudaría… Sabia que decir vivo aquí enfrente era el final. Marina debía haberlo visto espiarla, ¿o no? “¿En qué momento pasé del más sublime erotismo a estar sentado con mis amigos de la adolescencia que están a punto de descubrir que soy un...”, se preguntó.
- Manuel, ¿te pasa algo?
- Estoy desconcertado, atontado ante este encuentro… ¿Ustedes se han seguido frecuentando?... –atinó a contestar rápidamente Manuel. Necesitaba que el tiempo se detuviera para poder calmarse.
Por suerte, Pedro giró sobre su propia conversación, como siempre, y siguió contando cosas.
- ...y entonces me tiré un lance… tenía el teléfono, y pensé que tal vez todavía vivía por…
- ...me permite viajar un poco, así que aprovecho la movida para ver…
Manuel casi no lo oía. Sólo intentaba encontrar una salida y una forma de reubicarse en esta nueva situación. Ya no podía mirar de reojo a Marina. ¡Qué hermosa es! ¡Qué diferente sería estar ahora con esta mujer! La miraba abiertamente como buscando en ella la respuesta. “Y ella, ¿qué entenderá de esta situación?”, pensó.
- ...me permite viajar un poco, así que aprovecho la movida para ver…
Marina sentía que estaba pasando algo extraño, especial, pero no entendía de qué se trataba. Ella tampoco escuchaba a Pedro. Algo adolescente la invadía. Tal vez fueran los recuerdos que, cerveza de por medio, habían evocado de aquella vieja relación con Manuel. El hecho es que, inesperadamente, un aire a día de la Primavera y vamos todos al parque había invadido su casa, su espacio, su mundo, y no podía dejar de percibirlo. Quería mirar a Manuel, pero se sentía mirada y no quería descubrirse. Cada vez que lo intentaba furtivamente, la mirada de él la estaba taladrando.
7
Después de un rato de hablar sólo, Pedro se dio cuenta de que algo estaba pasando, y decidió partir. Con elegancia interrumpió su perorata.
- Bueno, yo me voy yendo… Mañana tengo que madrugar –mintió.
Manuel sintió firmemente que él no quería irse. Y estaba tratando de ver cómo hacía para quedarse, cuando escuchó a Marina decir:
- Bueno, Pedro, llamame cuando andes de nuevo por Buenos Aires… -y agregó rápidamente, dirigiéndose a Manuel:- …Si querés quedate un rato, y tomamos otro cafecito, yo no tengo apuro.
- Bueno, yo me voy yendo… Mañana tengo que madrugar –mintió.
Manuel sintió firmemente que él no quería irse. Y estaba tratando de ver cómo hacía para quedarse, cuando escuchó a Marina decir:
- Bueno, Pedro, llamame cuando andes de nuevo por Buenos Aires… -y agregó rápidamente, dirigiéndose a Manuel:- …Si querés quedate un rato, y tomamos otro cafecito, yo no tengo apuro.
8
Apoyado en el marco de la puerta de la cocina, Manuel miraba a Marina hacer el café, y se preguntaba dónde estaría el dormitorio con su ventana.
- Tengo un cognac muy rico que traje de Marsella - dijo Marina-. ¿Querés que tomemos una copita?
- Bueno, dale… Qué lindo departamento, ¿es grande?... –esbozó la pregunta en un intento de encontrar su ventana.
- Vení, te lo muestro –dijo Marina.
Envalentonado, Manuel decidió contarle la verdad. “Sí, y eso también ayudará a erotizar la situación”, pensó.
Al entrar al dormitorio, fue derecho a la ventana, mientras empezaba a decirle:
- ¿Sabés una cosa?... –Pero se detuvo. Estaba mirando por la ventana y no veía su departamento.
- No… ¿qué?... –contestó Marina con ese tono muy receptivo a cualquier propuesta que a veces aparece en esas situaciones.
Manuel se sintió confundido… ¿Cómo podía ser?... Estaba seguro que había dejado encendida la luz … ni siquiera veía su edificio…
- Eh… no, nada, nada… -dijo él, con tono inseguro, vacilando.
No pudo evitar, así son esas cosas, que ella sintiera que él quería acercarse pero no se animaba. Tal vez ella lo recordó por un momento como en aquellos años adolescentes... El hecho es que, aunque Manuel no supo cómo ocurrió, a los treinta segundos estaban besándose.
- Tengo un cognac muy rico que traje de Marsella - dijo Marina-. ¿Querés que tomemos una copita?
- Bueno, dale… Qué lindo departamento, ¿es grande?... –esbozó la pregunta en un intento de encontrar su ventana.
- Vení, te lo muestro –dijo Marina.
Envalentonado, Manuel decidió contarle la verdad. “Sí, y eso también ayudará a erotizar la situación”, pensó.
Al entrar al dormitorio, fue derecho a la ventana, mientras empezaba a decirle:
- ¿Sabés una cosa?... –Pero se detuvo. Estaba mirando por la ventana y no veía su departamento.
- No… ¿qué?... –contestó Marina con ese tono muy receptivo a cualquier propuesta que a veces aparece en esas situaciones.
Manuel se sintió confundido… ¿Cómo podía ser?... Estaba seguro que había dejado encendida la luz … ni siquiera veía su edificio…
- Eh… no, nada, nada… -dijo él, con tono inseguro, vacilando.
No pudo evitar, así son esas cosas, que ella sintiera que él quería acercarse pero no se animaba. Tal vez ella lo recordó por un momento como en aquellos años adolescentes... El hecho es que, aunque Manuel no supo cómo ocurrió, a los treinta segundos estaban besándose.
Fue una noche magnífica, rara y especial. Cuando se despertó al lado de ella a la mañana siguiente, le pareció que algo había cambiado en su vida. Probablemente ella también lo sintió.
Todavía con una mezcla de sueño, confusión y emoción, se levantó y fue hacia la ventana. Ahora era de día y podría ver bien.
Pero ahora tampoco encontró su ventana ni su edificio.
- ¿Estás bien? –le preguntó Marina, sumergida en las sábanas y en parecidas sensaciones (salvo la confusión).
- Sí, amorosa –dijo él. Y volvió a la cama.
Todavía con una mezcla de sueño, confusión y emoción, se levantó y fue hacia la ventana. Ahora era de día y podría ver bien.
Pero ahora tampoco encontró su ventana ni su edificio.
- ¿Estás bien? –le preguntó Marina, sumergida en las sábanas y en parecidas sensaciones (salvo la confusión).
- Sí, amorosa –dijo él. Y volvió a la cama.
9
Desde ese día comenzaron a salir. Pronto comprobaron que, efectivamente, sus vidas habían cambiado.
El tardó varios días en darse cuenta que, al subir aquella noche, había salido del ascensor para el otro lado.
El tardó varios días en darse cuenta que, al subir aquella noche, había salido del ascensor para el otro lado.
FIN