10 de noviembre de 2007

Con cierto inconsciente II

Ilustración: Edward Hopper - Morning







1

Hoy sí que está buena la ducha, pensó. Había abierto un jabón nuevo para festejar. Dejaba correr y correr el agua sobre su cuerpo. Hizo una ola con el pie para que el agua fuera hasta el otro borde de la bañera y volviera con la espuma del champú. Se preguntó si todos harían lo mismo.
En eso estaba cuando sonó el timbre. ¿Quién podía ser a esa hora?...
Había pedido una pizza… pero siempre tardaban una eternidad. Pensando en esto salió lentamente de la ducha y se puso la bata, al tiempo que avisaba con un grito que pronto estaría abriendo la puerta.
Al observar por la mirilla no vio a nadie. Qué raro, pensó. Pero pudo más la alegría de haber estrenado su nuevo jabón –importado, por cierto– y no se preocupó ni se hizo más preguntas al respecto. De hecho, volvió a enjabonarse.
No pudo disfrutar mucho de la paz que daba el agua a su tan suave y blanco cuerpo, ya que el timbre volvió a sonar.
Pensando que tal vez anteriormente fue la demora lo que hizo que el visitante se fuera, se apresuró a alcanzar la puerta. Cuando miró por la mirilla, se sorprendió sobremanera: era su ex marido.
2
Cada vez que intenta ponerse a escribir, llega apenas a completar una carilla. Treinta, treinta y cinco líneas, y ya no le gusta.
Siempre es por distintos motivos. Un día se asustó de lo que sus dedos habían tecleado: una catarata de imágenes eróticas que, seguramente, escandalizaría a cualquiera de sus tías. Otra vez, hace ya muchos años, probó con una biografía de alguien imaginario, pero de inmediato advirtió que estaba contando la historia del primo Daniel, y lo peor era que había empezado por el final, cuando Daniel cayó preso en Santa Teresita después de haber zafado de la cacería por varios meses. Y no quiso seguir, porque llegaría inevitablemente a la parte prohibida, aquella de los encuentros furtivos del otro lado de la vía.
Ahora pretendía recuperar en palabras esa ducha maravillosa que se había tomado después de una noche mágica en la que por primera vez en mucho tiempo había logrado disfrutar del sexo sin que ello hubiera significado más –ni menos— que eso. Ni siquiera recordaba con claridad cómo había llegado a la cama. Su amante de ocasión había sido alguien que estaba en la fiesta de disfraces de su amiga Clara y que le había ofrecido acompañarla después de beber más de la cuenta. Intentaba describir a su acompañante en el relato, pero sólo recordaba que estaba artísticamente maquillado entre azules y dorados, y entre el alcohol, la oscuridad y el juego erótico todo se le desvanecía. Quizás ese estado de inconsciencia era el que le había permitido disfrutar tan libre y placenteramente. Ahora, su imaginación volvía a quedar empantanada en la realidad –la maldita y obsesiva realidad— y ahí estaba él, Jorge, como si hubiera esperado agazapado en un rincón de su deseo el momento oportuno de reaparecer en el fluir de su escritura.
Lo intentó de nuevo: Cuando miró por la mirilla, se sorprendió sobremanera…, pero no pudo seguir. No se le ocurría nada. Sólo él. Siempre él. Otra vez él. ¿Y si fuera tal vez que deseaba que él hubiera tocado el timbre justo en ese momento, después de esa ducha, para encontrarla espléndida, relajada, feliz, segura de sí misma? ¿Y si esa noche de sexo que ella creía que era eso y nada más, no lo era? ¿Y si esa noche había logrado, de alguna manera inconsciente, retrotraerla a un tiempo y un espacio donde el sexo era otra cosa? Algo, tal vez, demasiado cargado de códigos y actitudes familiares; que en aquella época le parecía un poco falto de emociones, pero que hoy y a la distancia le semejaba un tibio nido lleno de seguridad donde la vida se resbalaba como el jabón... Un tiempo donde no había que preocuparse de nada porque él estaba allí para preocuparse de todo y esa preocupación era como una caricia sobre la piel.
Sus manos sobre su piel... Nunca había podido dejar de experimentar cierto temblor al pensar en cómo la tocaba. El sólo hecho de imaginarse la cercanía de su desnudez la excitaba y al mismo tiempo la confundía. Sabía que necesitaba abrirse a nuevas experiencias y que en su entorno inmediato no resultaba fácil encontrar con quién. De pronto todo se le mezclaba, y no llegaba a darse cuenta si lo que quería era volver, reconstruir esa cómoda pareja, o si lo que la mantenía en esa obsesión era haberse enterado de que él, después de seis meses de separados, había empezado a salir con otra mujer.
Se levantó, y casi desafiante se acercó al espejo, se quitó la toalla que envolvía su pelo y lentamente dejó caer la bata. Sabía que no se veía mal, siempre había aparentado menos edad de la que tenía, y últimamente estaba bastante conforme con su cuerpo. Se acercó más al espejo para mirar un enrojecimiento en su hombro y repentinamente se sintió observada. Levantó la vista y vio en el reflejo que desde una ventana de enfrente alguien la miraba. La silueta desapareció antes de que pudiera reconocer si era un hombre o una mujer y, cuando se dio vuelta, la realidad inversa a la del espejo la confundió y no pudo reconocer de cuál de todas las ventanas provenía la imagen.
Pensó en La Ventana Indiscreta, esa obra maestra de Alfred Hitchcock. O aquella película argentina, Enemigos, protagonizada por Ulises Dumont, aunque no pudo recordar el nombre del director. Cómo envidiaba a quienes eran capaces de escribir una buena historia a partir de un hecho menor.
Volvió a ponerse la bata, calentó un café, se calzó los anteojos y sus dedos comenzaron a recorrer el teclado como meras extensiones de su pensamiento. La historia de un hombre que observa a una mujer casi desnuda desde la ventana de su departamento le parecía cursi, pero confiaba en llevarla por un camino posible.
3
- Tengo que ser más cuidadoso -se dijo Manuel-, casi me ve.
Encendió un cigarrillo, tomó un sorbo de vino, se sentó en la oscuridad de espaldas a la ventana y volvió a pensar en el contorno de los hombros de la mujer hasta sentir su piel bajo los dedos. Aplastó la colilla en el cenicero y se puso de pie con una decisión que ya casi había olvidado en él. Entró al taller, encendió todas las luces, quitó la sábana que cubría el atril y comenzó a trazar pinceladas sobre la tela en blanco, como si sus manos fueran, precisamente, extensiones de su corazón. Las manchas que iban apareciendo le semejaban un cielo como pechos, colinas como hombros sugerentes, la curva de una espalda, un camino… Un camino nuevo que conducía a profundas percepciones y al desconcierto.
¿Desde cuándo se dedicaba a espiarla? No lo recordaba bien. Tampoco le importaba mucho. Sí sabía que era un juego que lo excitaba cada vez más. Recordó la primera vez que la había visto. Acababa de discutir con su novia. Ella se había ido dando un portazo y él se había refugiado en la penumbra, apoyado en el marco de su ventana, a fumar. Miraba sin mirar cuando de pronto vio por la ventana de un departamento del edificio de enfrente a una mujer que entraba apurada, sacándose la ropa mientras acomodaba cosas en un bolso. Había intentado dejar de mirar, pero no había podido, era como si la conociera de siempre. La vio desaparecer y volver a aparecer con una toalla envuelta en su cabeza, semidesnuda, colocarse los aros y maquillarse frente el espejo. Imaginó gotas de agua corriendo por su espalda escapando de su cabello. Cuando ella se fue, tan apurada como había llegado, había sentido un picor en la boca del estómago y la boca seca, como si hubiera corrido. Le ardía la cabeza. Tenía la sensación de haber violado algo, de haber profanado la intimidad de su vecina o de su propio ser. Se había prometido no volver a espiarla, pero no había podido. Había aprendido sus horarios y la esperaba cada vez más ansioso.
Esta vez era diferente. Al sentir que ella podía haberlo visto, un temblor le recorrió el cuerpo.
Un impulso nuevo lo arrebataba. Quería más Quería tropezar con ella en la calle, rozarle el vestido, oler su perfume… caminar detrás de ella sabiendo que la conocía desde otro lugar, que podía adivinar su desnudez.
- No -se dijo a sí mismo en voz alta-, estoy yendo demasiado lejos.
Pero otra vez supo que no iba a poder, era casi compulsivo. El cuerpo se lo decía. El sudor que lo envolvía era un color más con el que se fundía en ese paisaje interno, casi febril, pasional, que revelaba la tela.
4
Marina estaba pensativa. El sonido del teléfono la sobresaltó.
“Estoy en la ciudad por pocos días, y me gustaría verte”. La voz de Pedro en el teléfono la animó. ¿Cuánto hacía que no se veían?... ¿cinco, diez, mil años?... ¡Habían pasado tantas cosas desde la última vez! Qué bueno reencontrarse cara a cara con viejos amigos.
Una hora más tarde estaban sentados a la mesa de un viejo bar a pocas cuadras, ése que solían frecuentar tiempo atrás y en el que tantas horas de largas charlas habían disfrutado sobre sus recuerdos de la infancia y las actualidades del pueblo.
- Estás siempre igual –aseguró Pedro con una enorme sonrisa.
- No mientas –y bajó la vista como una adolescente arrebolada.
Tres horas de charla, dos cervezas y un montón de cigarrillos le dieron el marco a un viaje en el tiempo en el que recuperaron una vez más, de a dos, nombres, caras y escenas del pasado compartido.
– ¿Te acordás de Manuel? –preguntó Pedro en un momento.
- ¿Manuel? ¿Que Manuel?...
Le dio vergüenza admitir su olvido. Y más vergüenza aún cuando Pedro le hizo recordar a aquel adolescente que en un tiempo que ahora parecía prehistórico, había ocupado un lugar de privilegio en su corazón. “Cosas de chicos”, se dijo, pero no pudo evitar la conmoción.
5
En la última semana Manuel no había vuelto a pintar. No quería y no podía. Le había escapado también a la ventana. Estaba avergonzado ante sí mismo por la conducta impropia de espiar a esa mujer y seguir deseándola. ¿Me estaré convirtiendo en un depravado? Pero nadie se convierte en un depravado de la noche a la mañana. Había sí una necesidad de dejarse llevar, de probar sensaciones nuevas. Tantas veces había frenado sus instintos o ideas locas por temor a los demás... Como aquella noche, en un pueblo de veraneo, hacía ya muchos años, cuando después de varias cervezas con Pedro, habían salido a la calle y éste, eufórico por algo que ahora no podía recordar, le había propuesto desnudarse y subir a una de las estatuas de la plaza. Él lo había mirado con temor, y aunque en lo más profundo de sí mismo le hubiese gustado hacerlo, no se atrevió. Y con vergüenza y cierta admiración vio a su amigo sacarse la ropa y correr por la plaza vacía en la madrugada (lo cual fue una suerte) y trepar a lo alto de un caballo mientras se reía y gritaba como un chico al que le han sacado los pañales y puede disfrutar de su desnudez. Lo envidiaba. ¿Por qué no se atrevió? Nadie los conocía allí, y salvo el riesgo de pasar una noche en la cárcel del pueblo y ser tratado de impúdico, la cosa no hubiese pasado a mayores. Pero no, las buenas normas no lo permitían. Esto no debe hacerse porque no. Nada más. Pero esta vez no, esta vez estaba decidido a llegar hasta donde diera. Tan fuerte era su impulso que terminó por convencerse. No podía, no quería parar.
Era tarde. Se paró frente a la blancura de la nueva tela, la observó un rato. Luego se encaminó a la ventana. El solo hecho de pararse frente a su ventana lo llenaba de una sensación placentera. Se sentía un cazador esperando a su presa. Algo animal lo invadía. Se desnudó en la penumbra y esperó. Entonces la vio entrar. No estaba sola, y reía mientras conversaba y se dirigía a la cocina acompañada por otro hombre. La vio llenar una jarra con agua y ponerla en la cafetera y agregar el café ...y sintió que se desmoronaba, que no soportaba compartirla, que solo él era el dueño de esa mujer. Se alejó de la ventana, totalmente alterado. Por esos extraños mecanismos de la mente, de golpe recordó que ese era el mismo edificio en que vivía Ernesto, y que él tenía una copia de la llave de la puerta de calle, que su amigo le había dado en el verano para que fuera a regarle las plantas.
Antes de poder pensar en lo que estaba haciendo, encendió la luz, se vistió, abrió la puerta y salió.
Cuando se dio cuenta de que acababa de tocar el timbre de una desconocida a la una y media de la mañana, ya no tenía escapatoria.
6
Sorprendida, Marina fue a abrir la puerta, seguida por Pedro que no paraba de conversar.
- ¿Sí, qué necesitás?- dijo confundida ante la presencia de ese hombre que le resultó levemente familiar.
Pedro se asomó por detrás:
- ¡Manuel!
Hasta ese instante no había reparado en que necesitaría una excusa por haber tocado el timbre de la casa de esa mujer. Ahora estaba allí, y no sólo tendría que darle explicaciones, sino que además estaba cara a cara con Pedro, su viejo amigo, de pronto convertido en el vértice que faltaba para cerrar el triángulo, porque su presencia le dio a Manuel una vaga certeza de que la mujer no era una desconocida.
Ella le pareció más alta que desde la ventana. Pero no pudo detenerse en sus sensaciones, tenía que encontrar una respuesta a su insólita presencia allí, y rápido. Pensó en decir que había visto a Pedro desde la esquina entrar a ese edificio y lo había seguido, pero ¿cómo explicaría el hecho de haberse atrevido a interferir en lo que quizás podía ser una cita romántica? Pensó también en decir que le había parecido que conocía a la mujer, pero no estaba del todo seguro de qué clase de relación la unía a Pedro. Buscó con desesperación un nombre en su memoria. Mariela, Marisa…
- Marina, ¡es Manuel! ¿No lo reconocés? - gritó Pedro entusiasmado, mientras se abalanzaba hacia la puerta y le ofrecía un abrazo–. ¿Qué hacés, viejo? ¡Qué sorpresa...! Es increíble, hace un rato nos estábamos acordando de vos.
Marina, claro… La mejor amiga de aquellos años de la secundaria. El mejor culo del pueblo. El primer sexo sin pagar. Había amado a esa mujer, pero aquél no era un tiempo de decir “te amo” y entregarse.
Mientras Pedro hablaba sin parar, contestando sus propias preguntas y sin dejar lugar para interrupciones, Marina servía el café y descubría de a poco el rostro de Manuel tras las huellas del tiempo. Allí estaban los ojos levemente caídos; los labios desiguales; el superior tan fino y el otro que invitaba al beso; el pelo, ahora matizado de ceniza, seguía cayendo sobre la frente de Manuel como cuando se inclinaba sobre ella para besarla y hacerle el amor en silencio.
Manuel intentaba seguir el hilo de la conversación, respondiendo con desgano al interrogatorio de Pedro. “Sí, estuve casado, pero me separé hace dos años”, le dijo, sin mirar a Marina. Supo que ella también había estado casada, que había vivido fuera de la ciudad durante algún tiempo y que había regresado seis meses atrás. Se enteró de que Pedro venía seguido a la Capital para administrar el negocio familiar, reconvertido ahora en un restó de Palermo Hollywood. Intentaba mirar a Marina con disimulo, pero no podía correr la vista de sus dedos finos y largos, los mismos que habían recorrido su espalda después de hacer el amor. “No puedo creer que sea ella, aquella adolescente... la estuve espiando como un degenerado... todavía siento su calor en mis manos... y ahora estoy sentado en su living como si nada hubiera pasado. Soy un miserable”, se dijo.
Y de pronto llegó la pregunta brutal, como una pistola que lo apuntaba:
- ¿Dónde estás viviendo? – se interesó Pedro.
En un segundo pasaron por su cabeza un montón de respuestas, vivo cerca, soy del barrio, o decir que no vivía por aquí total pronto se mudaría… Sabia que decir vivo aquí enfrente era el final. Marina debía haberlo visto espiarla, ¿o no? “¿En qué momento pasé del más sublime erotismo a estar sentado con mis amigos de la adolescencia que están a punto de descubrir que soy un...”, se preguntó.
- Manuel, ¿te pasa algo?
- Estoy desconcertado, atontado ante este encuentro… ¿Ustedes se han seguido frecuentando?... –atinó a contestar rápidamente Manuel. Necesitaba que el tiempo se detuviera para poder calmarse.
Por suerte, Pedro giró sobre su propia conversación, como siempre, y siguió contando cosas.
- ...y entonces me tiré un lance… tenía el teléfono, y pensé que tal vez todavía vivía por…
- ...me permite viajar un poco, así que aprovecho la movida para ver…
Manuel casi no lo oía. Sólo intentaba encontrar una salida y una forma de reubicarse en esta nueva situación. Ya no podía mirar de reojo a Marina. ¡Qué hermosa es! ¡Qué diferente sería estar ahora con esta mujer! La miraba abiertamente como buscando en ella la respuesta. “Y ella, ¿qué entenderá de esta situación?”, pensó.
- ...me permite viajar un poco, así que aprovecho la movida para ver…
Marina sentía que estaba pasando algo extraño, especial, pero no entendía de qué se trataba. Ella tampoco escuchaba a Pedro. Algo adolescente la invadía. Tal vez fueran los recuerdos que, cerveza de por medio, habían evocado de aquella vieja relación con Manuel. El hecho es que, inesperadamente, un aire a día de la Primavera y vamos todos al parque había invadido su casa, su espacio, su mundo, y no podía dejar de percibirlo. Quería mirar a Manuel, pero se sentía mirada y no quería descubrirse. Cada vez que lo intentaba furtivamente, la mirada de él la estaba taladrando.
7
Después de un rato de hablar sólo, Pedro se dio cuenta de que algo estaba pasando, y decidió partir. Con elegancia interrumpió su perorata.
- Bueno, yo me voy yendo… Mañana tengo que madrugar –mintió.
Manuel sintió firmemente que él no quería irse. Y estaba tratando de ver cómo hacía para quedarse, cuando escuchó a Marina decir:
- Bueno, Pedro, llamame cuando andes de nuevo por Buenos Aires… -y agregó rápidamente, dirigiéndose a Manuel:- …Si querés quedate un rato, y tomamos otro cafecito, yo no tengo apuro.
8
Apoyado en el marco de la puerta de la cocina, Manuel miraba a Marina hacer el café, y se preguntaba dónde estaría el dormitorio con su ventana.
- Tengo un cognac muy rico que traje de Marsella - dijo Marina-. ¿Querés que tomemos una copita?
- Bueno, dale… Qué lindo departamento, ¿es grande?... –esbozó la pregunta en un intento de encontrar su ventana.
- Vení, te lo muestro –dijo Marina.
Envalentonado, Manuel decidió contarle la verdad. “Sí, y eso también ayudará a erotizar la situación”, pensó.
Al entrar al dormitorio, fue derecho a la ventana, mientras empezaba a decirle:
- ¿Sabés una cosa?... –Pero se detuvo. Estaba mirando por la ventana y no veía su departamento.
- No… ¿qué?... –contestó Marina con ese tono muy receptivo a cualquier propuesta que a veces aparece en esas situaciones.
Manuel se sintió confundido… ¿Cómo podía ser?... Estaba seguro que había dejado encendida la luz … ni siquiera veía su edificio…
- Eh… no, nada, nada… -dijo él, con tono inseguro, vacilando.
No pudo evitar, así son esas cosas, que ella sintiera que él quería acercarse pero no se animaba. Tal vez ella lo recordó por un momento como en aquellos años adolescentes... El hecho es que, aunque Manuel no supo cómo ocurrió, a los treinta segundos estaban besándose.
Fue una noche magnífica, rara y especial. Cuando se despertó al lado de ella a la mañana siguiente, le pareció que algo había cambiado en su vida. Probablemente ella también lo sintió.
Todavía con una mezcla de sueño, confusión y emoción, se levantó y fue hacia la ventana. Ahora era de día y podría ver bien.
Pero ahora tampoco encontró su ventana ni su edificio.
- ¿Estás bien? –le preguntó Marina, sumergida en las sábanas y en parecidas sensaciones (salvo la confusión).
- Sí, amorosa –dijo él. Y volvió a la cama.
9
Desde ese día comenzaron a salir. Pronto comprobaron que, efectivamente, sus vidas habían cambiado.
El tardó varios días en darse cuenta que, al subir aquella noche, había salido del ascensor para el otro lado.
FIN

Sobre Con cierto inconsciente II

Con cierto inconsciente (II) es una disgresión inesperada de Goio. Nació una madrugada de junio del 2006, en los días en que el cuento Con cierto inconsciente (el quinto Cuento con vueltas, que en ese momento todavía se llamaba En un desierto inconsciente) estaba llegando a su final y, como es habitual, había pasado por Goio rumbo a la persona que habría de escribir la parte final.
Goio se despertó una madrugada con una frase persistente en su cabeza (“Tardó varios días en darse cuenta…”), una frase que era completamente incoherente pero se instaló en su mente, la cual, en su persistencia y en ese estado de semiconciencia que acompaña el despertar, fue hilando retrospectivamente un final para ese cuento, tarea que –por si no ha quedado claro- no le correspondía ni le interesaba a Goio. Pero la autonomía de la mente pudo más, y una hora después necesitó levantarse –todavía era de noche- para poner en el papel lo que le había surgido y poder seguir durmiendo en paz.
El cuento original siguió su curso y encontró su final como lo hace siempre: dando vueltas entre sus tres escritoras, en este caso. Pero mientras tanto, esta digresión no se desdibujó en la mente de Goio y, al contrario, fue tallando, de un modo subconsciente se diría, una nueva hilación del mismo texto…
¿Es otro cuento? ¿Es el mismo cuento con otro final?
No sé, finalmente decidí escribir lo que se formaba y persistía en mí. Es esto. Son cosas que pueden pasarle a un Administrador de cuentos.
Por supuesto, se da a conocer con el acuerdo de las tres autoras del Con cierto... original.


Goio Monterroso

Con cierto inconsciente




Hoy sí que está buena la ducha, pensó. Había abierto un jabón nuevo para festejar. Dejaba correr y correr el agua sobre su cuerpo. Hizo una ola con el pie para que el agua fuera hasta el otro borde de la bañera y volviera con la espuma del champú. Se preguntó si todos harían lo mismo.
En eso estaba cuando sonó el timbre. ¿Quién podía ser a esa hora...?
Había pedido una pizza… pero siempre tardaban una eternidad. Pensando en esto salió lentamente de la ducha y se puso la bata, al tiempo que avisaba con un grito que pronto estaría abriendo la puerta.
Al observar por la mirilla no vio a nadie. Qué raro, pensó. Pero pudo más la alegría de haber estrenado su nuevo jabón –importado, por cierto– y no se preocupó ni se hizo más preguntas al respecto. De hecho, volvió a enjabonarse.
No pudo disfrutar mucho de la paz que daba el agua a su tan suave y blanco cuerpo, ya que el timbre volvió a sonar.
Pensando que tal vez anteriormente fue la demora lo que hizo que el visitante se fuera, se apresuró a alcanzar la puerta. Cuando miró por la mirilla, se sorprendió sobremanera: era su ex marido.


***


Cada vez que intenta ponerse a escribir, llega apenas a completar una carilla. Treinta, treinta y cinco líneas, y ya no le gusta.
Siempre es por distintos motivos. Un día se asustó de lo que sus dedos habían tecleado: una catarata de imágenes eróticas que, seguramente, escandalizaría a cualquiera de sus tías. Otra vez, hace ya muchos años, probó con una biografía de alguien imaginario, pero de inmediato advirtió que estaba contando la historia del primo Daniel, y lo peor era que había empezado por el final, cuando Daniel cayó preso en Santa Teresita después de haber zafado de la cacería por varios meses. Y no quiso seguir, porque llegaría inevitablemente a la parte prohibida, aquella de los encuentros furtivos del otro lado de la vía.
Ahora pretendía recuperar en palabras esa ducha maravillosa que se había tomado después de una noche mágica en la que por primera vez en mucho tiempo había logrado disfrutar del sexo sin que ello hubiera significado más –ni menos— que eso. Ni siquiera recordaba con claridad cómo había llegado a la cama. Su amante de ocasión había sido alguien que estaba en la fiesta de disfraces de su amiga Clara y que, por vivir cerca, le había ofrecido llevarla a su casa después de beber más de la cuenta. Intentaba describir a su acompañante en el relato, pero solo recordaba que estaba artísticamente maquillado entre azules y dorados, y entre el alcohol, la oscuridad y el juego erótico todo se le desvanecía. Quizás ese estado de inconsciencia era el que le había permitido disfrutar tan libre y placenteramente. Ahora, su imaginación volvía a quedar empantanada en la realidad –la maldita y obsesiva realidad— y ahí estaba él, Jorge, como si hubiera esperado agazapado en un rincón de su deseo el momento oportuno de reaparecer en el fluir de su escritura.
Lo intentó de nuevo: “Cuando miró por la mirilla, se sorprendió sobremanera…”, pero no pudo seguir. No se le ocurría nada. Sólo él. Siempre él. Otra vez él. ¿Y si fuera tal vez que deseaba que él hubiera tocado el timbre justo en ese momento, después de esa ducha, para encontrarla espléndida, relajada, feliz, segura de sí misma? ¿Y si esa noche de sexo que ella creía que era eso y nada más, no lo era? ¿Y si esa noche había logrado, de alguna manera inconsciente, retrotraerla a un tiempo y un espacio donde el sexo era otra cosa? Algo, tal vez, demasiado cargado de códigos y actitudes familiares; que en aquella época le parecía un poco falto de emociones, pero que hoy y a la distancia le semejaba un tibio nido lleno de seguridad donde la vida se resbalaba como el jabón... Un tiempo donde no había que preocuparse por nada porque él estaba allí para preocuparse de todo y esa preocupación era como una caricia sobre la piel.
Sus manos sobre su piel... Nunca había podido dejar de experimentar cierto temblor al pensar en cómo la tocaba. El sólo hecho de imaginarse la cercanía de su desnudez la excitaba y al mismo tiempo la confundía. Sabía que necesitaba abrirse a nuevas experiencias y que en su entorno inmediato no resultaba fácil encontrar con quién. De pronto todo se le mezclaba, y no llegaba a darse cuenta si lo que quería era volver, reconstruir esa cómoda pareja, o si lo que la mantenía en la obsesión era haberse enterado de que él, después de seis meses de separados, había empezado a salir con otra mujer.
Se levantó, corrió la silla, y casi desafiante se acercó al espejo, se quitó la toalla que envolvía su pelo y lentamente dejó caer la bata. Sabía que no se veía mal, siempre había aparentado menos edad de la que tenía, y últimamente estaba bastante conforme con su cuerpo. Se acercó más al espejo para mirar un enrojecimiento en su hombro y repentinamente se sintió observada. Levantó la vista y vio en el reflejo que desde una ventana de enfrente alguien la miraba. La silueta desapareció antes de que pudiera reconocer si era un hombre o una mujer y, cuando se dio vuelta, la realidad inversa a la del espejo la confundió y no pudo reconocer de cuál de todas las ventanas provenía la imagen.
Pensó en La Ventana Indiscreta, esa obra maestra de Alfred Hitchcock. O aquella película argentina, Enemigos, protagonizada por Ulises Dumont, aunque no pudo recordar el nombre del director. Cómo envidiaba a quienes eran capaces de escribir una buena historia a partir de un hecho menor.
Volvió a ponerse la bata, calentó un café, se calzó los anteojos y sus dedos comenzaron a recorrer el teclado como meras extensiones de su pensamiento. La historia de un hombre que observa a una mujer casi desnuda desde la ventana de su departamento le parecía cursi, pero confiaba en llevarla por un camino posible.


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- Tengo que ser más cuidadoso -se dijo Manuel-, casi me ve.
Encendió un cigarrillo, tomó un sorbo de vino, se sentó en la oscuridad de espaldas a la ventana y volvió a pensar en el contorno de los hombros de la mujer hasta sentir su piel bajo los dedos. Aplastó la colilla en el cenicero y se puso de pie con una decisión que ya casi había olvidado en él. Entró al taller, encendió todas las luces, quitó la sábana que cubría el atril y comenzó a trazar pinceladas sobre la tela en blanco, como si sus manos fueran, precisamente, extensiones de su corazón. Las manchas que iban apareciendo le semejaban un cielo como pechos, colinas como hombros sugerentes, la curva de una espalda, un camino… Un camino nuevo que conducía a profundas percepciones y al desconcierto.
¿Desde cuándo se dedicaba a espiarla? No lo recordaba bien. Tampoco le importaba mucho. Sí sabía que era un juego que lo excitaba cada vez más. Recordó la primera vez que la había visto. Acababa de discutir con su novia. Ella se había ido dando un portazo y él se había refugiado en la penumbra, apoyado en el marco de su ventana, a fumar. Miraba sin mirar cuando de pronto vio a una mujer que entraba en el departamento de enfrente apurada, sacándose la ropa mientras acomodaba cosas en un bolso. Había intentado dejar de mirar, pero no había podido, era como si la conociera de siempre. La vio desaparecer y volver a aparecer con una toalla envuelta en su cabeza, semidesnuda, colocarse los aros y maquillarse frente el espejo. Imaginó gotas de agua corriendo por su espalda escapando de su cabello. Cuando ella se fue, tan apurada como había llegado, había sentido un picor en la boca del estómago y la boca seca, como si hubiera corrido. Le ardía la cabeza. Tenía la sensación de haber violado algo, de haber profanado la intimidad de su vecina o de su propio ser. Se había prometido no volver a espiarla, pero no había podido. Había aprendido sus horarios y la esperaba cada vez más ansioso.
Esta vez era diferente. Al sentir que ella podía haberlo visto, un temblor le recorrió el cuerpo.
Un impulso nuevo lo arrebataba. Quería más. Quería tropezar con ella en la calle, rozarle el vestido, oler su perfume, caminar detrás de ella sabiendo que la conocía desde otro lugar, que ya no adivinaba su desnudez, que la vibraba en sus propias células.
- No -se dijo en voz alta-, estoy yendo demasiado lejos...
El cuerpo se lo decía. El sudor que lo envolvía era un color más con el que se fundía en ese paisaje interno, casi febril, pasional, que revelaban sus últimas telas. El sexo de la noche anterior lo había desbordado... no era un tono más en su paleta, era una nueva textura en la compleja trama que lo vinculaba a la mujer de la ventana.


***


...Manuel quería tropezar con ella en la calle, rozarle el vestido, oler su perfume… caminar detrás de ella sabiendo que la conocía desde otro lugar, que podía adivinar su desnudez...
Se detuvo a releer lo que llevaba escrito, sintió desconcierto. ¡¿Manuel?!... ¿qué hace ese nombre aquí?... Se sintió arrastrada en el tiempo hacia el fin de su infancia. ¿Qué habría sido de su querido Manu, ese tímido ser al que le había robado su primer beso jugando a la botella y con el que años más tarde, a los quince, había descubierto la pasión? Tomó la taza de café, estaba helado. ¿Cuánto tiempo le había tomado escribir esas líneas? Se levantó a calentarlo; se sentía extraña, confundida, extremadamente sensible. ¿Sería efecto de la resaca? ¿del sexo sin amor? ¿sin Jorge?... ¿Qué juego extraño de su mente le desempolvaba al querido Manu?
El café caliente la despejó. Quiso dejar de pensar en la realidad. No importaban los nombres, ni por qué Manuel había aparecido desde la nada entre las palabras, ni cómo se llamaba el señor de anoche, ni el de enfrente, ni por qué la miraba. “Es sólo un disparador para hacer literatura”, se dijo como en un reto.
El sonido del teléfono la sobresaltó y logró sacarla de su diálogo interno.
“Estoy en la ciudad por pocos días, y me gustaría verte”. La voz de Pedro en el teléfono la animó. ¿Cuánto hacía que no se veían… cinco, diez, mil años?... ¡Habían pasado tantas cosas desde la última vez! Qué bueno reencontrarse cara a cara con viejos amigos.
Una hora más tarde estaban sentados a la mesa del bar de siempre a pocas cuadras de la casa, ése que solían frecuentar y en el que habían disfrutado tantas horas de largas charlas sobre sus recuerdos de la infancia y las actualidades del pueblo, a las que a veces solía sumarse Jorge en otros tiempos.
- Estás siempre igual –aseguró Pedro con una enorme sonrisa.
- No mientas... ahora soy rubia y hace rato que ya no soy “la gordita”... –y riendo, bajó la vista como una adolescente arrebolada.
Tres horas de charla, dos cervezas y un montón de cigarrillos le dieron el marco a un viaje en el tiempo en el que recuperaron una vez más, de a dos, nombres, caras y escenas del pasado compartido.
– ¿Te acordás de Manuel? –preguntó Pedro en un momento.
- ¿Manuel?... ¿qué Manuel?... –dijo ella aturdida, sintiendo que el nombre la asaltaba esta vez desde la memoria de su amigo.
Pedro, abundante en palabras y sentires como siempre, le recordó por segunda vez en pocas horas, a aquel pibe que había ocupado un lugar de privilegio en su corazón.
- “Ah! sí... cosas de chicos”-, dijo sonriendo, y dando claramente a entender que no quería tocar el tema, pero sin poder evitar la conmoción. No quiso contarle a Pedro sobre su texto, el nombre de Manuel apareciendo en la piel de un desconocido... Él no lo iba a entender.


***


En la última semana Manuel no había vuelto a pintar. No quería y no podía. Le había escapado también a la ventana. Estaba avergonzado ante sí mismo por la conducta impropia de espiar a esa mujer y seguir deseándola. ¿Me estaré convirtiendo en un depravado? Pero nadie se convierte en un depravado de la noche a la mañana. Había sí una necesidad de dejarse llevar, de probar sensaciones nuevas. Tantas veces había frenado sus instintos o ideas locas por temor a los demás... Como aquella noche, en un pueblo de veraneo, hacía ya muchos años, cuando después de varias cervezas con Pedro, habían salido a la calle y éste, eufórico por algo que ahora no podía recordar, le había propuesto desnudarse y subir a una de las estatuas de las plaza. Él lo había mirado con temor, y aunque en lo más profundo de sí mismo le hubiese gustado hacerlo, no se atrevió. Y con vergüenza y cierta admiración vio a su amigo correr desnudo por la plaza en la madrugada vacía (lo cual fue una suerte) y treparse a lo alto de un caballo mientras se reía y gritaba como un chico al que le han sacado los pañales y puede disfrutar de su desnudez. Lo envidiaba. ¿Por qué no se atrevió? Nadie los conocía allí, y salvo el riesgo de una noche en la cárcel del pueblo y ser tratado de impúdico, la cosa no hubiese pasado a mayores. Pero no, las buenas normas no lo permitían. Esto no debe hacerse porque no. Nada más. Pero esta vez no, esta vez estaba decidido a llegar hasta donde diera. Tan fuerte era su impulso que terminó por convencerse. No podía, no quería parar.
Era tarde. Se paró frente a la blancura de la nueva tela, la observó un rato. Luego se encaminó a la ventana. El solo hecho de pararse frente a su ventana lo llenaba de una sensación placentera. Se sentía un cazador esperando a su presa. Algo animal lo invadía. Se desnudó en la penumbra y esperó. Entonces la vio entrar. No estaba sola, y reía mientras conversaba y se dirigía a la cocina acompañada por otro hombre. La vio llenar una jarra con agua y ponerla en la cafetera y agregar el café ...y sintió que se desmoronaba, que no soportaba compartirla, que solo él era el dueño de esa mujer. Se alejó de la ventana y, totalmente alterado, se vistió con lo primero que encontró, abrió la puerta y salió.
Cuando se dio cuenta de que acababa de tocar el timbre de su amada obsesión, ya no había escapatoria. Marina, sorprendida, fue a abrir la puerta seguida por Pedro, que no dejaba de conversar.
- ¿Sí, qué necesitás?- dijo confundida ante la presencia de ese hombre, con una remera extraña manchada de pintura azul y cuya energía le resultaba familiar.
Pedro se asomó por detrás:
- ¡Manuel!


***


Hasta ese instante no había reparado en que necesitaría una excusa por haber tocado el timbre de la casa de esa mujer. Ahora estaba allí, y no sólo tendría que dar explicaciones, sino que además estaba cara a cara con Pedro, su viejo amigo, de pronto convertido en el elemento que faltaba para cerrar el enigma, porque su presencia le dio a Manuel la certeza de que la mujer era algo más que lo que él ya conocía.
Pensó en decir que había visto a Pedro desde la esquina entrar a esa casa y lo había seguido, pero ¿cómo explicaría el hecho de haberse atrevido a interferir en lo que quizás podía ser una cita romántica? Pensó también en que podría admitir que había reconocido a la mujer, pero no estaba del todo seguro de qué clase de relación la unía a Pedro. Buscó con desesperación el nombre en su confusión... Mariela, Marisa…
- Marina, ¡es Manuel! ¿No lo reconocés? - gritó Pedro entusiasmado, mientras se abalanzaba hacia la puerta y le ofrecía un abrazo–. ¿Qué hacés, viejo? ¡Qué sorpresa...! Es increíble, hace un rato nos estábamos acordando de vos.
Marina, claro… La mejor amiga de aquellos años de la secundaria. El mejor culo del pueblo. El primer sexo sin pagar. Había amado a esa mujer, pero aquél no era un tiempo de decir “te amo” y entregarse.


***


Mientras Pedro hablaba sin parar, contestando sus propias preguntas y sin dejar lugar para interrupciones, Marina servía el café y descubría de a poco el rostro de Manuel tras las huellas del tiempo. Allí estaban los ojos levemente caídos; los labios desiguales; el superior tan fino y el otro que invitaba al beso; el pelo, ahora matizado de ceniza, seguía cayendo sobre la frente de Manuel como cuando se inclinaba sobre ella para besarla y hacerle el amor en silencio.
Manuel intentaba seguir el hilo de la conversación, respondiendo con desgano al interrogatorio de Pedro. “Sí, estuve casado, pero me separé hace dos años”, le dijo, sin mirar a Marina. Supo que ella también había estado casada, que había vivido fuera de la ciudad durante algún tiempo y que había regresado seis meses atrás. Se enteró de que Pedro venía seguido a la Capital para administrar el negocio familiar, reconvertido ahora en un restó de Palermo Hollywood. Intentaba mirar a Marina con disimulo, pero no podía correr la vista de sus dedos finos y largos, los mismos que habían recorrido su espalda después de hacer el amor. “No puedo creer que sea ella, aquella adolescente... la estuve espiando como un degenerado... todavía siento su calor en mis manos... y ahora estoy sentado en su living como si nada hubiera pasado. Soy un miserable”, se dijo.
Y de pronto llegó la pregunta brutal, como una pistola que lo apuntaba:
- ¿Dónde estás viviendo? – se interesó Pedro.
Por un segundo pasaron por su cabeza un montón de respuestas, vivo cerca, soy del barrio… También podía decir que no vivía en ese barrio y después mudarse, total el departamento no era tan bueno. Sabía que decir vivo aquí enfrente era el final. Marina debía haberlo visto espiándola, ¿o no?. “¿En qué momento pasé del más sublime erotismo a estar sentado con mis amigos de la adolescencia que están a punto de descubrir que soy un...”, se preguntó.
- Manuel, ¿te pasa algo?
- Estoy desconcertado, atontado ante este encuentro… ¿Ustedes se han seguido frecuentando?... –atinó a contestar rápidamente Manuel. Necesitaba que el tiempo se detuviera para poder calmarse.
Por suerte, Pedro giró sobre su propia conversación, como siempre, y siguió contando cosas.
- ...y entonces me tiré un lance… tenía el teléfono, y pensé que tal vez todavía vivía por…
Manuel casi no lo oía. Sólo intentaba encontrar una salida y una forma de reubicarse en esta nueva situación. Ya no podía mirar de reojo a Marina. ¡Qué hermosa es! La miraba abiertamente como buscando en ella la respuesta. “Y ella, ¿qué entenderá de esta situación?”, pensó.
- ...me permite viajar un poco, así que aprovecho la movida para ver…
Marina sentía que estaba pasando algo extraño, especial, pero no entendía de qué se trataba. Ella tampoco escuchaba a Pedro. Algo adolescente la invadía. Tal vez fueran los recuerdos que, cerveza de por medio, habían evocado de aquella vieja relación con Manuel. El hecho es que, inesperadamente, un aire a día de la Primavera y vamos todos al parque había invadido su casa, su espacio, su mundo, y no podía dejar de percibirlo.
De golpe creyó entender la relación entre su personaje Manuel y lo que estaba sucediendo. Una cosquilla le corrió por el estómago. Por primera vez entendía eso que le había dicho su maestro acerca de que las manos anticipan el pensamiento… Quería mirarlo, pero temía descubrirse. Cada vez que lo intentaba furtivamente, la mirada de él la estaba taladrando. Un escalofrío corrió por su espalda cuando recordó las miradas de su personaje a la vecina.
- ¿Se puede saber qué les pasa a ustedes? Hace media hora que hablo como un boludo y están los dos ausentes.
Tal cual. Los dos estaban flotando en sus pensamientos. El reclamo de Pedro los devolvió a la realidad.
Manuel miró a Marina y de golpe sintió que Pedro había hecho la pregunta adecuada, que estaba todo jugado, que tenía que tomar una decisión.
Entonces se levantó dispuesto a blanquear la situación. Pero Marina, sospechando que podía quebrarse esa especie de realismo mágico que se había instalado entre ellos, lo interrumpió, y traspasándolo con la mirada le dijo:
- Si ya tenés que irte, al menos intercambiemos los teléfonos, creo que volver a cruzarnos no ha sido azaroso. Tal vez podamos encontrarnos a tomar un café un día de éstos, ¿no te parece?
El corazón le latía como hacía tiempo que no le sucedía. En ese reencuentro, mientras él la miraba, su cuerpo había ido reconociendo esa fuerte vibración, no desde el recuerdo sino desde esa sensación que le llegaba por su ventana... Y estaba claro: por ningún motivo quería que se desvaneciera esa trama que estaba percibiendo.
Manuel, tan desconcertado como aliviado, aceptó el juego. Era mucho más de lo que hubiera podido imaginar; y con una sonrisa inventada dijo:
–Sí, se me está haciendo tarde, me parece buena idea volver a vernos... Pedro, vos también dame tu número así no nos perdemos otra vez.
Sabía que no tenía que darle ni medio segundo de ventaja a Pedro para que hilase ninguna pregunta, así que mientras se dirigía a la puerta le hizo un comentario sobre la secundaria, lo bueno que sería tratar de reunirlos a todos otra vez, esas cosas.
Como un eje de simetría, a cada lado de la puerta cerrada, cada uno se alejó dibujando una sonrisa y respirando profundamente. Manuel, yendo a encontrarse con los ruidos de la calle, sumergido en una nube de pensamientos, dudas y sensaciones. Marina volviendo hacia el palabrerío de Pedro, con esa prestancia que da la certeza de una actuación impecable.
- 4370-1618... eso es por aquí no más, ¿no?- dijo Pedro; y sin esperar respuesta agregó: - Me pregunto cómo y por qué llegó Manuel hasta aquí, esto es muy loco... Lo que son las casualidades.
Marina, recordando que a Pedro lo incomodaban ciertos temas, le contestó:
- Las casualidades no existen, querido amigo, el destino nos trama citas ineludibles y como mansos corderos obedecemos su llamado. Ya ves, hoy después de años se te ocurrió llamarme y recordarme mi historia con Manuel, y él sencillamente llegó. Algo estabas captando en el aire sin saberlo. Si no hubieses estado, yo jamás lo habría reconocido.
Más allá de saber que había algo más en la historia, sus propias palabras la calmaron.
Pedro no tardó en decir que debía irse, y después de un apurado abrazo con la promesa de invitarla al restó, partió.
Sola, mientras llevaba las tazas de café a la cocina, pensaba cómo seguiría esa historia con Manuel. Pensó también que ahora tenía un buen argumento para intentar escribir; de reojo miró las ventanas de enfrente. En ese momento, una se iluminó.
El sonido del teléfono le produjo un vuelco en el estómago. Corrió a su habitación, todavía revuelta después de su noche de sexo, atendió, y al tiempo que escuchaba la voz de Manuel, reconociendo en las sábanas el mismo tinte azul que tenía la remera, leyó el papelito que había dejado al lado del teléfono el amigo de Clara, su acompañante ocasional: 4370-1618.


FIN


marzo / junio de 2006

Sobre Con cierto inconsciente

Con cierto inconsciente fue escrito por Gaby, Liz y Laura en cuatro vueltas entre marzo y junio de 2006. Es el quinto Cuento con vueltas que termina.
Al terminar el cuento, las autoras se autopresentaron así:

Gaby
Me llamo Gabriela Alejandra Tijman. Me gustan mis dos nombres. Todo el mundo me dice Gaby. O sea, me llamo Gaby Tijman, mucho gusto. Soy periodista, nacida en Buenos Aires. Un día decidí el cambio y así es como desde 2003 estoy afincada en Tilcara. Aquí hago mi propio programa de radio, escribo para algunos medios de Buenos Aires, trabajo en el área de turismo y hago diseño gráfico. Leo anárquica y calentonamente. Admiro y envidio a los que hacen literatura como oficio. El rígido de mi pc acumula textos. Algunos me gustan más que otros, pero son todos míos y los quiero.

Liz
Soy trabajadora social. Vivo en Jujuy. Soy del 64. Siempre me ha gustado leer y escribir. Pero como jugando. Para divertirme, para aprender, para desenchufarme un poco. Este espacio creo que es algo así: un juego creativo, que me resulta divertido. Sigamos pues…

Laura
Vivo en Buenos Aires. Tengo 54 años. Mis estudios en Arquitectura de Interiores me llevaron, sin sospecharlo, a otras arquitecturas de otros interiores a los que dedicaría mi interés y creatividad.
Hoy soy artista plástica y astróloga. Me gano la vida haciendo hadas, árboles y dragones en papel maché. Disfruto investigando temas esotéricos. Cada tanto tengo raptos de escritura. La experiencia de Cuentos con vueltas me ha hecho sentir ese gustito de la aventura en la que uno sale sin otro destino que disfrutar de las sorpresas que depara un camino que no figura en el mapa.

Esta vez no se fue




Esta vez no se fue, no apareció esa súbita urgencia de ponerse a salvo del seductor misterio que lo atrapaba al llegar ese momento; esta vez sintió la necesidad de quedarse acariciándola un rato más. No tenía motivos especiales, simplemente ganas de conectarse explorando más abiertamente el placer de los sentidos.
Ella, sonriente, se dejaba recorrer, sintiendo cómo sus células quedaban nutridas por ese calmo deleite.
La luz era tenue, amarillenta, suficiente para generar sombras que jugaban ondulantes en sus cuerpos. El aroma, el que ellos mismos emanaban, que se mezclaba con el de los leños encendidos.
Afuera el viento; adentro, la respiración y sus voces.
La energía fluía, invitándolos a romper corazas que parecían acumuladas por milenios, corazas que acudían a cada encuentro, victimizándolos ritualmente.
- Me gusta explorarte, ir descubriéndote poco a poco… como Robinson a su isla.
- Pero yo no soy tu isla... Y no sé cuántas islas tenés para explorar en tu archipiélago...
- Vos tampoco sos…
El móvil lo interrumpió, con la Habanera de Carmen de Bizet.
- Es el tuyo, Mirta. ¿Atendés?
- Pasame…
- ¡Hable!!! ¡Hable!!!... Se escucha entrecortado, no llego a reconocer la voz, no sé… no hay caso…
Volvieron a encontrarse con los ojos, tratando de retomar la actitud que los acercaba. Pero era una constante: las veces que él no lograba escabullirse a tiempo, después del amor llegaban las facturas, y a continuación el disgusto y el enojo. Después, a seguir con sus vidas.
Y al tiempo nuevamente volvían a pensarse, a tratar de rearmar cada momento, las sombras, los cuerpos, los leños, los aromas…
Así era cada vez, así era cuando se sentían sudar, cuando la respiración se les cortaba, cuando necesitaban revivir aquel momento una vez más.
Memorias, ecos, deseos de retener un tiempo que los había sorprendido, transformándolos más allá de toda expectativa.


Ese tiempo se remontaba a dos décadas atrás, con una Mirta de 26 años, recién recibida de arquitecta y embarcada en un noviazgo que prometía convertirse en meseta, con poco colorido y una creciente tendencia a las rutinas; y un Leandro orfebre, de la misma edad, pero casado desde los 20 con una mujer cinco años mayor que él, con la que ya tenía dos hijos en un matrimonio en el que se apagaban las últimas brasas de la pasión que un día lo llevara a cometer lo que fuera en nombre del amor, y en el que ahora su universo iba quedando reducido a la responsabilidad de obtener el pan diario.
Él vivía en un pueblo del Norte. Habitualmente tenía su taller abierto al turismo hasta muy tarde. Allí llegó Mirta, una noche de lo que estaba planeado por ella como unas cortas vacaciones con una amiga.
Cuando entró no lo vio; él estaba en la parte de atrás del local, terminando de pulir un colgante, y la observaba.
- Podés agarrarlos si querés...
La voz de Leandro se le arremolinó en el estómago y un sudor repentino la empapó de pies a cabeza.
- Gracias … en realidad no sé cuál elegir...
Leandro apareció, le sonrió, y tomando uno de los anillos que ella miraba, lo colocó en su dedo.
- Te queda muy bien. Es tuyo, te lo regalo...
- Pero... - La mente de Mirta quedó en blanco.
- Lo hice para que luciera en una mano como la tuya...
Leandro tampoco entendía qué le estaba pasando ni qué estaba haciendo. Sin pensarlo, agregó:
- Estaba a punto de cerrar, te invito a tomar un café.
- Mmm... bueno -contestó Mirta, no del todo convencida del anillo ni del café, ni de nada.
Se miraron un momento. Él alzó las cejas, levantó suavemente los hombros y se sonrió, reafirmando su habilidad para aprovechar su impulso y su decisión como estrategia.
Ella, entre sorprendida y desubicada, lo veía apagar las luces, cerrar los postigos, echar llave, sin dejar de mirarse el anillo, calzándolo y descalzándolo, como tratando de entender qué era lo que la incomodaba y qué lo que la atraía.
Poco caminaron sin hablar.
- Éste soy, y de esto vivo desde hace algo más de 6 años.
- Yo soy de Mendoza, estoy de paso… bueno, estamos… vine con una amiga.
Cruzaron, entraron en el bar y se sentaron.
- Gracias - dijo Mirta, apuntándolo con el anillo.
- De nada, fue un verdadero placer y una verdadera excusa.
Ella bajó la vista; le costaba sostener una mirada cuando se sentía enrojecer. Le buscó las manos, las miró y le gustaron. Manos nobles, pensó. Él, como adivinándola, capturó la mano de ella, se la acercó y miró con ojo crítico su obra.
- Me encanta… -dijo, envolviéndola después con el calor de sus manos. La otra mano de ella, la que faltaba, también se apoyó sobre la mesa y entonces fue natural encontrarse, conocerse, descubrirse a través de las manos.
-...el anillo… me encanta…


La Habanera de Carmen emergió otra vez con la realidad.
- ¡Hola!!! ¡Hable!!!...-¿qué será lo que no soy, lo que según él “tampoco” soy?, se preguntaba Mirta, recobrando nuevamente su furia, mientras intentaba escuchar a quien estaba en la línea.
- Hola…¿Mirta?... ¿no me ois?... ¿por qué gritas así? -dijo el que llamaba.
- …Nada... es que este aparato hace mucho ruido. ¿Vos llamaste hace un rato? ¿Dónde estás? -dijo ella tapándose con la sábana, como si el teléfono tuviese visor.
- Sí,....todavía estoy aquí, tuve que postergar el vuelo de mañana porque no terminamos con los contratos, surgieron temas a último momento y todavía no llegamos a un acuerdo. Creo que esto va a llevar un par de días más. ¿Vos como estás, me extrañas?
- Síii… todo bien, no te preocupes por mí, estoy aprovechando para adelantar los planos de la obra nueva- dijo ella mirando al cielo y moviendo la cabeza de un lado para otro.
Leandro la miraba mientras hablaba, y le tironeaba la sábana como intentando ignorar esas dolorosas interrupciones que de alguna manera justificaba. Nunca lo abandonó la culpa de no haber llegado a una cita… a la más importante, a esa que habían planeado durante los cuatro meses de su apasionada relación, en la que huirían por la madrugada para no separarse más. Tiempos sin celulares para haber podido llamarla y contarle que a esa misma hora que debían abordar el micro, él estaba entrando al quirófano con una repentina apendicitis aguda.
- ...Te espero, un beso –concluyó ella, y echó el móvil debajo de la almohada.
¿Por qué tiene uno que vivir eternamente atado a su pasado, a sus errores, a sus miedos, a la falta de coraje? ¿Por qué tiene que ser tan difícil vivir como uno realmente quiere? El mismo pensamiento sin palabras conmovió en un instante la penumbra de sus almas. Un rayo que de pronto descubre en la noche un paisaje escondido en la oscuridad.
- ¡Hace mil años que te espero! –estalló Leandro, incorporándose de golpe.
- ¡Ay, perdón!... empezamos con los boleros, parece…-dijo, ella refugiándose en su coraza-. Te recuerdo que esperar, nos esperamos los dos, y que esto que se armó lo armamos entre los dos, enterate… Fuiste vos el que se hizo esperar una madrugada de hace “mil años”, ¿o no?... Y además, es cierto, tenés razón, yo tampoco soy Penélope... ¿o no fue eso lo que dejaste picando?
- Ahí está, ¿ves?... estaba seguro de que ibas a llegar a este punto, ¡qué poca originalidad la tuya!... Siempre armamos lo mismo, es verdad. ¿Por qué no puedo salir de esto?... Siempre tirándome culpas, bronca, dolor… No he visto relación más insistida…
Leandro, brusco, empezó a cambiarse, mientras Mirta, enredada entre las sábanas, intentaba romper esa gélida actitud que, con despecho, la llevaba una y otra vez a lastimarlo cuando se acercaban las despedidas. Era su escudo. La protegía del dolor y la desazón que sufriera veinte años atrás, y que la habían hecho buscar seguridad en una vida sin matices junto a alguien a quien no amaba.
Se habían vuelto a encontrar por casualidad, ¿o por destino?, durante unas vacaciones, en una playa, muchos años después de aquel desafortunado episodio. Esta vez la primera consejera de Leandro fue la cobardía, no la audacia. Pero no pudo evitar que al volver a verla todo su ser vibrara como aquella vez del anillo. Ese anillo que ella nunca había dejado de usar, porque le recordaba que en algún lugar había una Mirta capaz de sentir alegría.


Al ver a Leandro subir el cierre de su pantalón, la estremeció la sensación de que un hilo muy delgado estaba a punto de romperse.
- Leandro… no te vayas… yo tampoco me soporto más, ayudame a reabrir esa puerta en la que un día me encontraste.
Desconcertado, él levantó la cabeza, la miró, y se dejó caer a su lado en la cama.
- Es lo que vengo intentando en cada encuentro… pero al final voy comprendiendo que la llave de esa puerta la tenés vos.
Mirta no termina de entender por qué esta vez no puede contener el llanto que acaba de asomarle, y se acurruca en el pecho de Leandro. Entre lágrimas, rodeada por esas manos que siempre admiró, vuelve a reparar en que él también usa el mismo anillo.
Le toma la mano. Se quedan en silencio. Un silencio muy denso, que cubre la hondura de los interrogantes y los sueños quebrados que comparten en destellos invisibles de luces y sombras.


Ella siente las sábanas, su piel gratificada por la proximidad de Leandro, quien con el tiempo se fue convirtiendo en parte de su vida y ocupando más espacio del que hubiera imaginado, mientras iban aprendiendo a tolerar postergaciones, dudas, celos y, por sobre todo, sabiendo que siempre se iba y que siempre regresaba.
Él, por su parte, vuelve a pensar en lo cómodo de ese cama afuera, pero también en la desventaja de no tenerlo todo, de alimentar distancias, de construir un muro alrededor del fuego.


Estuvieron así, en silencio, largo rato, hasta que se descubrieron el uno al otro canturreando al unísono, a mitad de camino entre las lágrimas y la sonrisa, el desafío de la Habanera de Carmen, que tantas veces había animado sus impulsos: “El amor es un pájaro rebelde que nadie puede domesticar”.
Probablemente esto sostuvo la relación por mucho tiempo: lo rebelde, lo indomesticable, lo apasionante que el reencuentro prometía, a pesar de que hubieran pasado tantos años. Era en realidad lo que ambos necesitaban individualmente para sus vidas; tal vez tuviera que ver con los cuarenta y pico que ambos atravesaban y sus implicancias: esa sensación de que el tiempo es corto y toda la energía debe ponerse al servicio de la conquista, las concreciones, la ambición y el hedonismo.
Fuera cual fuese el motivo, habían logrado un modo de encuentro con el cual conformarse: más o menos mensualmente surgían para ella supuestas obras a nivel nacional, y para él ferias itinerantes imposibles de postergar. El siguiente punto de encuentro se iba eligiendo de acuerdo a las ganas y al ánimo de los dos: Rosario, Misiones, por qué no Ushuaia…
Pudieron ser prolijos, sin ser advertidos ni lastimar a nadie, manteniendo vivo el entusiasmo durante un tiempo.


- Disfruto tanto de dormir con vos como de extrañarte, te juro -suspiró Mirta-. Es como si precisara las dos cosas. A veces pienso que debería festejar tu apendicitis, porque de no ser por ella no hubiéramos logrado esta vida nuestra tan así, tan descomprimida, tan elegida y disfrutable.
Lo abrazó desde la espalda contorneándole la cintura con sus brazos y acariciando su ya casi borrada cicatriz.
Él, girando sobre sí, le tomó la nuca con las manos, y acorralándola comenzó a besarla una vez más. La última, al menos por este mes.
- Sí… finalmente todo fue oportuno, y hoy resulta hasta cómodo, ¿no? -dijo él palmeándole la cola-. Dale, apurate, que mi vuelo sale en una hora, a ver si tenemos tiempo para un cafecito.


Podrían haber seguido así infinitamente.
Podrían… pero lo apacible se iba transformando gradualmente en desabrido, y sin saber muy bien cómo, viajar comenzaba a ser solo una costumbre, un incordio, un maldito ritual. A ella progresivamente le crecía la melancolía de los hijos que nunca tuvieron ni habrían de tener. Él, en forma postergada comenzaba a ocuparse de las demandas de su familia, a cuestionarse por primera vez y necesitar concretar algo, no sabiendo muy bien qué.
Ambos iban perdiendo la ilusión otrora arrasadora de deseos, pasiones, con olor a aventura, con todo absolutamente... habanera incluida.
Recuerdos… recuerdos del lugar idealizado donde cada uno ubicaba al otro, recuerdos de las fantasías constantes, del sexo urgente, de… Los recuerdos empezaban a adelgazarse, y en su lugar emergía la sensación de desgano y el hastío.


Quizás fue por eso que el siguiente encuentro se fue demorando. Hasta que imprevistamente, casi tres meses después, Mirta tomó un micro y se apareció por el taller de Leandro, allí donde todo había comenzado alguna vez.
Le sorprendió y le dolió ver cada una de las cosas que recordaba, ahora en su dimensión real. Le dolió no conmoverse. Le dolió controlar sus impulsos al verlo. Le dolió el vacío.
- No sé cómo se hace para recuperar lo que sentíamos, cómo pudimos perderlo así tan livianamente…
- Livianamente, sí… así fue, vos lo dijiste... y por suerte que fue así; cómo pudimos armar una relación tan livianamente profunda es la pregunta, y te juro que a más de uno le fascinaría conocer la fórmula. A mí mismo, si pudiera volver atrás y recuperarla.
Se abrazaron casi fraternalmente. Se abrazaron en memoria de aquel día en que casi huyeron juntos, y de un tiempo en el que casi fueron felices. Se miraron largamente, como sabían hacerlo. Miraron sus anillos y no se los sacaron, y casi creyeron que se despedían.


A partir de ese momento interrumpieron sus comunicaciones.
Al mes, Mirta decidió terminar su matrimonio. Leandro lo hizo unas semanas después.
Solos y a la distancia, sin garantías de regreso, entendieron cuál era la historia a la que habían decidido ser fieles.




FIN



febrero / junio de 2006

Sobre Esta vez no se fue

Esta vez no se fue ha sido escrito por Laura, Américo y Andrea en cuatro vueltas y media, entre febrero y junio del 2006.
Es el cuarto Cuento con vueltas que termina.
Al terminar el cuento, las/los autoras/es se autopresentaron así:

Laura
Vivo en Buenos Aires. Tengo 54 años. Mis estudios en Arquitectura de Interiores me llevaron, sin sospecharlo, a otras arquitecturas de otros interiores a los que dedicaría mi interés y creatividad.
Hoy soy artista plástica y astróloga. Me gano la vida haciendo hadas, árboles y dragones en papel maché. Disfruto investigando temas esotéricos. Cada tanto tengo raptos de escritura. La experiencia de Cuentos con Vueltas me ha hecho sentir ese gustito de la aventura en la que uno sale sin otro destino que disfrutar de las sorpresas que depara un camino que no figura en el mapa.


Américo
Soy porteño. Mi profesión inicial: taquígrafo de la Presidencia de la Nación y de otros organismos.
Agregué otras tareas y hobbies a lo largo de mis ochenta y varios años. Con intención de seguir escribiendo testimonios de mis experiencias de vida en múltiples ámbitos. Esta experiencia me resultó fabulosa. Estoy en amermon@fibertel.com.ar para seguir comunicándome.

Andrea
Soy Andrea, cumplí 41 años el último diciembre y tengo tres hijos. Trabajo como maestra de Jardín desde el año 87 y últimamente he ampliado mi campo de acción hacia el trabajo con gente, con grupos, hacia el trabajo social. Escribir me gustó y acompañó siempre, me permite conectarme mejor con los demás, desde un lugar más profundo. Disfruto de integrar esta vivencia literaria con ustedes. Disfruto al ver cómo entre lo social, los chicos, los grandes, el cuerpo, las conexiones, la música, la literatura, el humor, los cuentos, los grupos, se me arma un rompecabezas, tal vez el mío.