18 de diciembre de 2007

Después de la lluvia




La lluvia, densa, no cesaba. Ya no recuerdo desde hacía cuánto tiempo, como si toda la vida hubiera sido así: gris, pegajosa.
Las calles de tierra se habían convertido en pequeños riachos que se encrespaban cada vez que el Gordini color bordeaux del Dr. Cuatrín se desplazaba dando barquinazos hacia un lado y hacia otro.


Parecía que nada iba a cambiar esa rutina del rumor del agua y el golpeteo de las gotas que se multiplicaban desde el techo en los tachos que mi madre y mi abuela, diligentes, iban poniendo mientras hablaban de futuros arreglos para que esto no volviese a ocurrir.

El deseo unánime del pueblo no bastaba para detener la sostenida e insistente caída de gotas grandes, gotas medianas, gotas pequeñas; llovizna, nieblas y neblinas. Agua y más agua con todas sus vestiduras y sonidos, en paraguas y goteras, en latas y en canaletas, en charcos y riachos.

Perseverante y con su obsesivo olfato de investigador nato, el bueno del Dr. Cuatrín navegaba sin timón en su paciente Gordini a través de las calles y de las plazas, describiendo casi perfectos círculos concéntricos de distintos diámetros, con diferentes sentidos de circulación.

Es que el Dr. Cuatrín, viejo amigo de mi madre y de mi abuela, tenía una llamativa teoría, que explicaba con rostro sereno y un tono de voz más que convincente: “En nuestro pueblo debe haber una calle donde no llueva” –decía-, a lo que todos lo acompañábamos repitiendo al unísono: “Ya van a ver... ya la voy a encontrar”; tal era su inmodificable y esperanzada frase final.

Una mañana, como era su costumbre, el Dr. Cuatrín salió en el Gordini para el recorrido diario. Al pasar frente a la capilla del pueblo, vio al cura párroco encabezando una procesión que llevaba en andas al Cristo. Iban pidiendo al cielo y al Señor que cesara la lluvia.
Movido por un repentino impulso, el Dr. Cuatrín se encaminó hacia el círculo concéntrico más lejano, aquel que los lugareños llamaban el borde del pueblo. Lo recorrió observando atentamente cada calle que allí desembocaba. Frenó bruscamente en una esquina y miró atónito: ¡en esa calle no llovía!

Bajó del Gordini y comenzó a recorrerla. Una de las casas, casi un rancho, tenía la puerta y las ventanas abiertas de par en par. Dentro de ella, sobre un fogón de leños encendidos, el contenido de una olla hervía despidiendo un fuerte olor a yuyos. Entró despacio. Una anciana decía en voz alta frases que él no llegaba a entender. La mujer se calló al oirlo entrar y lo miró fijamente, como esperando algo. El Dr. Cuatrín le preguntó quién era. Ella contestó: “María… como usted dice doctor, la curandera del pueblo”.

El Dr. Cuatrín no pudo evitar que la cara se le pusiera roja de vergüenza. Había entrado sin permiso en la casa de la persona a la que siempre había desprestigiado acusándola de mala praxis e ignorancia, aun sabiendo en lo más íntimo que él mismo había constatado algunas “curas” que se le atribuían a ella y que, aunque le molestara reconocerlo, escapaban a la comprensión de su ciencia.

¿Cómo era posible que en tantos años sólo la hubiera conocido de mentas? ¿Sería posible que una triste vieja, en un rancho sucio y húmedo, tan sólo hirviendo unos yuyos malolientes, hubiera logrado detener la persistente y eterna lluvia que inundaba al pueblo?

Sin apartarse de sus lecciones de cortesía pueblerina, Cuatrín hizo una leve reverencia con su cabeza a modo de despedida. La anciana respondió el saludo con una sonrisa sincera y tierna.
Mientras regresaba en busca de su Gordini, el doctor miraba hacia el cielo tratando de descubrir el límite preciso de las nubes y hallar las causas que producían ese efecto tan particular de hacer llover allá y no acá.

Ya en el auto, recorrió unos metros casi a paso de hombre. Frenó bruscamente. Luego retrocedió unos centímetros en marcha atrás. Clavó otra vez los frenos. Nervioso, encendió presurosamente dos cosas al mismo tiempo: el limpiaparabrisas y la mitad de un cigarro que lo esperaba en el asiento de al lado.

Atónito y maravillado, sacó la mano con el cigarro fuera de la ventanilla, para comprobar lo que veía: mientras a escasos centímetros de su nariz, en el parabrisas, arreciaba la lluvia, ahí, ahí mismo a su costado, el humo del cigarro se elevaba, seco y prepotente, hacia un límpido cielo de verano.

Se restregó los ojos mientras se preguntaba con inquietud si estaría soñando o alucinando.
Puso en marcha el Gordini mientras se le ocurría volver a recorrer ese círculo concéntrico más lejano pero en sentido inverso. Tomó por una calle transversal. Manejaba pensativo, tratando de dilucidar si el paisaje, sus propios movimientos o quizás la escasa gente que veía caminando, podían confirmarle si estaba despierto o soñando.

Por la calle anegada vio avanzar la procesión: hombres, mujeres, jóvenes y algunos niños, cubiertos con paraguas, pilotos, bolsas de nylon, elevando sus ruegos y cánticos. La procesión se detuvo frente al Gordini, y el cura no tardó en exigirle que los acompañara.

El Dr. Cuatrín bajó del auto, miró fijamente al sacerdote y le relató lo sucedido en la calle de la curandera. El cura ordenó solemne a su gente: “Vamos para allá”. El Dr. Cuatrín sintió temor de lo que podría llegar a pasar e intentó detenerlos, pero el cura volvió a ordenar: “Vamos”, y la columna se puso en marcha.

La gente seguía al cura y el cura seguía al gran Cristo que alzaba en sus manos. Caminaba enérgico guiado por una furia que no quería aceptar y que tenía mucho que ver con pedirle cuentas a un dios que prefería generar milagros a través de una bruja y no de su ferviente emisario.

El Dr. Cuatrín se quedó a solas con sus dudas en medio de la calle. Vio alejarse la procesión hacia el punto en el que él había frenado bruscamente y vio que al pasar sobre la marca de la frenada, entonando sus ruegos y cánticos, la gente continuaba empapada en esa lluvia que la seguía, insistente, como una letanía.

Cuando se dio cuenta de que a su alrededor, en cambio, había dejado de llover, cayó de rodillas, tapándose la cara.

Guiado por su más honda intuición –poco explotada en su vida inundada de ideas, fundamentos y teorías- comprendió, a través de un leve temblor en el cuerpo, que su teoría de “la calle sin lluvia” se acababa de derrumbar en mil pedazos, o en millones de gotas sin caer.

Sin embargo, una leve sonrisa se dibujó en su rostro. Es que, aunque no encontraba el diagnóstico preciso de tal situación, había comenzado a adivinar que los espacios y los tiempos tal vez tuviesen el poder de trasladarse y transcurrir más allá de los caminos y de los relojes.

Cuatrín había buscado afanosamente una calle sin lluvia. Ahora comenzaba a comprender, vagamente, que era él mismo quien había logrado deshacerse de aquel cuantioso diluvio de gris monotonía.

Al incorporarse, se encontró ante la sorpresa de que la procesión había regresado sobre sus pasos, y que tanto el cura como la gente prolijamente encolumnada, lo miraban fijamente. La voz del párroco se alzó para acusarlo de herejía: habían visto que la lluvia había cesado en el mismo instante en el que él había caído de rodillas.

Inquisitorio, el cura ordenó a su séquito trasladar al Dr. Cuatrín hasta la alcaldía.

Pero los gritos de aprobación del gentío fueron interrumpidos por sonidos intensos de percusión y cánticos. Ante la sorpresa de todos, desde el llamado borde del pueblo avanzaba otra multitud, cantando y bailando al son de sus instrumentos. Al frente de la alegre marcha estaba María, la curandera.

Al quedar ambos grupos frente a frente, se hizo un pesado silencio.

El Dr. Cuatrín se aproximó lentamente a María, y mirándola serenamente a los ojos le preguntó qué había ocurrido para que cesara la lluvia. María, mientras extendía la mano señalando a su gente, habló del aburrimiento, de una energía gris, negativa, del cambio a una energía positiva del deseo, del salir, del cantar y bailar en las calles y las plazas. Eso mismo, ella no dudaba, había movilizado ciertas fuerzas cósmicas y la lluvia se había trasladado a otra parte.
El cura volvió a la carga y a sus furiosas órdenes. Le exigió a Cuatrín que se apartara de María, ya que ella representaba al mismo diablo. Ahora la idea del cura era llevar a la alcaldía a dos personas: a Cuatrín y a María, sin duda cómplices y herejes por igual.

La gente de María adivinó la intención en los ojos del cura. Y volvieron a sus cánticos y danzas, entremezclándose con las personas de la procesión. En pocos instantes el contagio fue total. Ya sin bandos, entre flautas y tamboriles, todo un pueblo cantaba y bailaba, saltando y gritando.

Para ese entonces, Cuatrín y María se habían alejado del lugar. Y a Cuatrín le resultaba de lo más natural escuchar sus pasos junto a los de María, alejándose del bullicio, mientras sentía la tibieza en la mano que sujetaba la de ella.

Al poco rato se dio cuenta de que no conocía la calle por la que caminaban. Allí había árboles y matorrales que le resultaban exóticos. Algunas flores de olor intenso le trajeron parches de memoria que no pudo descifrar. No hablaban, pero Cuatrín percibió que María sabía lo que él estaba pensando. Curiosamente, le extrañó que eso no le molestara. Sus manos estaban dialogando un delicado lenguaje en los dedos entrelazados, entre suaves temblores y armoniosas pulsiones.

Detrás de Cuatrín y María la calle iba desapareciendo y el paisaje se tornaba difuso y vacío de grises. Era un descolorido telón de recuerdos y rostros sumergidos en antiguas calles de otras lluvias, acompañado de vagos murmullos de danzas y truenos lejanos.

Al frente de ellos, casi mágicamente, brotaba de la nada esta nueva calle que se creaba y pintaba de paisajes cambiantes según la mirada y el idioma que las manos de Cuatrín y María iban sintiendo a cada instante de su andar.

No era ya aquel gris de monotonía, ni siquiera el sueño de aquella calle sin lluvia, tampoco el más allá de nada, de nadie, de nada... Era una sensación extraña; en cada paso Cuatrín sentía que volvía a nacer, una y otra vez, y María era su guía en ese camino nuevo que también renacía a cada paso.

Cruzando una de estas nuevas calles, vieron un caserón antiguo con un parque inmenso de altos árboles llenos de pájaros con sus cantos palpitando en el aire. Cuatrín se detuvo a mirarlo. Se repetía: “conozco este lugar... conozco este lugar...”. María lo dejó continuar con su monólogo y, sumergido en viejas imágenes, Cuatrín descubrió emocionado: “…aquí nací, aquí crecí, aquí jugaba, aquí fui feliz y desgraciado; mi padre me guiaba por un camino que había elegido para mí; mi madre... mi madre se marchó y no volví a verla nunca más...”.

María abrazó a Cuatrín con una ternura infinita, mientras lo miraba profundamente a los ojos. El sintió que caía muy hondo, mientras el aire se le congelaba en los pulmones.

Los brazos lo ceñían cada vez más fuerte, los recuerdos lo asfixiaban.

Con una mano trató de tocar la cara de ella. Pero María no estaba donde la veía, María se deshacía como el agua de la lluvia y la inconstancia de los recuerdos.

Sin aire y con la cabeza rebosante de imágenes que lo aturdían, temblando de miedo por lo que no podía entender, Cuatrín pidió perdón a gritos, perdón por todo lo que había hecho y por todo lo que ya no llegaría a hacer.

A su alrededor, volvía la lluvia, como para no parar nunca más.


FIN


mayo / junio de 2007

Sobre Después de la lluvia

Después de la lluvia es el décimocuarto Cuento Con Vueltas que termina. Fue escrito por Enrique, Ester y Gloria en cuatro vueltas, a partir de tres párrafos iniciales de Lucila. Luego de terminarse, fue leído por Laura, una cuentera externa al grupo, que aportó su opinión y propuestas al texto.

Al terminar el cuento, las/os tres autoras/es se autopresentaron así:

Enrique

Cincuentón de Zona Norte (aunque no cheto). Subsistiendo como profesional mientras armo el juego favorito que he descubierto hace poco tiempo y que he venido a realizar a esta vida de cadenas y de rosas: véase, en el aquí y ahora, estudiando Psicoterapeuta Gestalt y Guión de Cine. Copado con CCV. Hasta la próxima.

Ester

Hace años hice un taller de dramaturgia y otro de guión de cine. A punto de jubilarme, y con deseos de seguir escribiendo, me incorporé a un taller literario en La Boca y acepté la invitación de Goio de participar en CCV. Soy socióloga, integrante desde hace 23 años del grupo de teatro comunitario Catalinas Sur, participo en un grupo del sistema Milderman, amo la vida y las formas en que ella se expresa: mi hijo, los amigos, el amor, la solidaridad, la lucha por la justicia y la igualdad, la búsqueda de nuevos caminos. Me alegra formar parte de CCV.

Gloria Arriaga

55 años. Licenciada en administración. Desde hace unos meses estoy viviendo en Ecuador. Este es el segundo cuento completo en el que participo. Muchas cosas me gustan de esta experiencia, pero básicamente, crear algo con desconocidos y la sorpresa que me da cada vuelta de correo cuando leo los giros que va tomando el cuento. Gracias por invitarme a jugar con ustedes.

10 de diciembre de 2007

Alas rotas

Ilustración: Joaquín Torres García



"No me mires así", me dijo antes de bajar la vista. Me quedé inmóvil, en silencio, observando las líneas de su frente. Hubiera podido decir algo que aliviara su culpa, pero una parte de mí parecía satisfecha por haber provocado que sus ojos se posaran en el suelo.

Ahora que todo ha quedado tan atrás, vuelvo a preguntarme si no fue la necesidad de la venganza lo que en el fondo me movió a actuar así. Yo no podía aceptar quedar enredada otra vez en su dialéctica, y no logré evitar que tanto dolor dentro de mi piel hiciera catarsis (inconscientemente, claro) en el momento en que volvía a verlo.

Y ese, el instante que por años imaginé como reparador de mis heridas, como una sensación purificadora de mi alma, finalmente no me producía nada, ni siquiera aquella satisfacción del principio.

Lo miraba y sólo podía ver frente a mí restos de un solitario pequeño hombre del fin del mundo, tan aislado de la vida como aislada está la ciudad donde habíamos crecido. Por primera vez lo veía como a un niño, lo que me despertaba una sutil mezcla de ternura y enojo.

Su primera travesura, por llamarla así (ya que es como si estuviéramos hablando de niños), debió servirme para entender que la nuestra estaba destinada a ser una historia impredecible. Era casi medianoche, y al salir del restaurant donde habíamos cenado me dijo: “Vamos a alguna parte”. Tan convincente fue su sonrisa que me dejé llevar, sin que se me ocurriera preguntarle a qué se refería con “alguna parte”, y así fue como a la media hora trepábamos a un tren que partía hacia el sur. Amanecimos a 250 kilómetros de la ciudad, en una vieja estación que parecía abandonada en medio de una llanura desolada. Aquella noche marcó, sin que yo me diera cuenta, el inicio de un camino plagado de mudanzas, viajes, encuentros y despedidas que fueron más lejos de lo que yo hubiera podido imaginar.

Ahora lo veo claro. Cuando aquello comenzó, yo aún pensaba que estábamos embarcados en una historia convencional, y creí o quise creer que tenía frente a mí a un hombre normal, con todo lo que eso significa. Pero no era así. Después de todo, no era la primera vez que alguien me proponía lo que (así lo entendí yo en ese momento) no era mucho más que salir de viaje sin decidir de antemano un rumbo y sin llevar más equipaje que lo puesto. Lo raro fue que yo aceptara, siendo como era hasta entonces tan temerosa.

Fue recién muchos años después de aquel frustrado “viaje a las estrellas” (como él gustaba llamarlo) que me di cuenta de hasta qué punto él había sido capaz de disfrazar sus intenciones con un tinte romántico, cuando en realidad estaba llevando a cabo un plan siniestro. Porque fue necesario que pasara mucho tiempo para que yo pudiera juntar las piezas: el vagabundo romano con el que conversamos durante horas en la Piazza Navona; la violinista anoréxica nacida en Hungría que pasaba las tardes en el subte de París tocando piezas del Renacimiento; el gondoliero que perdió el rumbo y nos tuvo dos horas deambulando por los canales más estrechos y solitarios de Venecia; el mariachi rebelde que cada noche recorría el Zócalo entonando tangos y que nos brindó una inolvidable versión de Naranjo en Flor; la doctora canadiense cuya verdadera vocación era atravesar el continente en bicicleta; el traficante de ciervos de Oregón que me regaló un colmillo que extrajo delante de mí a su última pieza.

Viaje a las estrellas, viaje a las estrellas… debo reconocer que si algo no le faltaba a Patricio era humor …quizás fuera eso lo que me atraía tanto; a veces es hermoso experimentar la sensación del pasado que vuelve. Creo que en algún lugar dentro de mí siempre anhelé volver a él. Pero cuando despierto de mis fantasías y de los locos sueños surrealistas que viví a su lado, vuelvo a ver la realidad y a recordar su macabro plan. Aquellos encuentros “inesperados” (tal como me repetía una y otra vez) no eran tales. Esa noche en Montmartre tomados de la mano proyectando hijos y hasta nietos... ¡qué insensatez! Caminando por la rue del Chevalier de la Barre, subiendo la escalera de las luces sucedió algo que, más que maravillarme con lo que estaba viendo, me hizo sentir una gélida sensación que recorrió repentinamente mis venas, ante el encuentro con aquel vagabundo casi muerto que con su último aliento le murmuró algo al oído. “M18”, repitió Patricio. ¿Qué extraño significado podía tener?

En aquel momento no pude imaginar qué representaba ese cuerpo, ubicado estratégicamente en la parte izquierda de la escalera, rodeado de las lucecitas. Cuando mucho después junté las piezas sueltas recomponiendo en mi memoria los hechos, comprendí que ese hombre se había arrastrado hasta quedar en esa exacta posición, y que el lado izquierdo de esa obra maravillosa de la escalera de las luces representaba el mapa del cielo de un día y una hora en especial: el primero de julio del año siguiente a las 22.00 hs., y que la peña de la bruja quedaba en el pasaje M18 donde Patricio encontró el pergamino.

Poco a poco todo fue encajando, aunque sólo años después me haya resultado claro. No resultó fácil reconstruir la trama. Aún me cuesta creer que ese hombre, el hombre que yo amaba, el que me daba amor a través de sus poros, era un simulador construyendo una historia en la cual yo no era más que una pieza desechable.

Recuerdo su entusiasmo mientras trataba de descifrar el pergamino. Yo descansaba sobre el costado derecho de la cama del hotel; él se había sentado frente a la pequeña mesita y daba vueltas el papel buscando señales. Cuando creyó encontrar algo, se deslizó a mi lado y me sacó del sopor. “Aquí está”, me dijo, y señaló una cruz roja, estampada como un sello sobre el cruce de dos líneas que parecían dibujar un mapa.

Y, aunque parezca mentira, hilando estrafalarios mensajes a través de ese complicado itinerario fue como llegamos a Oregón. No sé bien cómo me fue convenciendo de que estábamos siguiendo la crucecita del mapa; el hecho es que, después de pasar por una sucesión de ciudades de dos continentes, encontrando supuestas enigmáticas señales, un día aparecimos en Salem, en Oregón.

Es gracioso, el lema de ese Estado es Alis volat propriis, que significa “Vuela con tus propias alas”. Yo tenía entonces 19 años. El próximo jueves cumpliré 55. Cuando todo se derrumbó, a las pocas semanas de que llegáramos allí, no tuve otra alternativa que despertar. En ese momento, lo que parecía ser una divertida aventura se transformó en una monstruosa pesadilla.

Hacer lo que hice y volverme sola a mi país, volviendo así -también sola- a mi vida monótona, rutinaria y gris, creo que fue la mejor decisión que he tomado hasta el día de hoy.

Porque Oregón fue el lugar donde las piezas terminaron de armar el rompecabezas. Aquella cabaña alejada que me había parecido el rincón más romántico del planeta, fue en realidad el punto de reunión del grupo. Reconocí entonces al vagabundo romano, a la violinista húngara, al gondoliero, al mariachi, a la doctora canadiense y al traficante de ciervos. A través de las rendijas de una ventana, pude ver como desplegaban armas, planos, máscaras, chalecos antibalas y explosivos. Entonces supe que me había convertido en cómplice de una maniobra terrorista que se disponía a acabar con la vida de cientos de personas. Y yo, aquella chiquilina temerosa y enamorada, fui capaz de romper con el plan a riesgo incluso de mi propia vida.

Aún no sé de dónde me salieron fuerzas para deslizarme en la noche hasta la estación de servicio más cercana y avisar, ante la mirada incrédula del empleado, que a un kilómetro de allí se preparaba una masacre.


FIN

mayo / junio de 2007

Sobre Alas rotas

Alas rotas es el décimoquinto Cuento Con Vueltas que termina. Fue escrito por Gaby, Grace y Goio en cuatro vueltas, en mayo y junio del 2007, a partir de un párrafo inicial de cinco renglones de Gaby. Luego de terminarse, fue leído por María Bea, una cuentera externa al grupo, que aportó su opinión y propuestas al texto. Al terminar el cuento, las/os autoras/es se autopresentaron así:

Gaby

Me llamo Gabriela Alejandra Tijman. Me gustan mis dos nombres. Todo el mundo me dice Gaby. Soy periodista, tengo 45 años. Nací en Buenos Aires; un día decidí el cambio y así es como desde 2003 estoy afincada en Tilcara (Jujuy). Aquí hago mi propio programa de radio, escribo para algunos medios de Buenos Aires, trabajo en el área de turismo y hago diseño gráfico. Leo anárquica y calentonamente. Admiro y envidio a los que hacen literatura como oficio. El rígido de mi pc acumula textos. Algunos me gustan más que otros, pero son todos míos y los quiero.

Goio

Tengo 56 años y vivo en Jujuy. Trabajo en proyectos empresarios y sociales. Soy astrólogo. He escrito en diferentes momentos de mi vida, pero Cuentos con Vueltas (del cual soy un poco el papá) me ha convertido en algo más: en un Administrador de Cuentos... Cada tanto me incluyo en algún grupo, como un participante más, para disfrutar del travieso curso con que nos van tejiendo los acontecimientos

Grace

Aquí estoy viviendo mis 51 años de existencia en este mundo; ya pasé por todos los estados (casada, divorciada), ahora intentando hacer todo lo que más me gusta sin privarme de nada, y cómo hobbie a veces intentando este delicioso placer de la escritura. Trabajé muchos años en salud y ahora casi con exclusividad me dedico a la venta de regalos empresariales. Vivo en Buenos Aires

Flores rojas

- Aquí tampoco está –dijo, cerrando con un gesto de decepción el último cajón de la vieja cómoda.
L
levaban casi dos horas buscándola. La luz del día declinaba. Y la luz de ninguna de las tres coquetas lámparas de la habitación servía para leer –algo que suele ocurrir en muchos hogares- y menos para hurgar en esos grandes cajones de roble colmados de objetos y recuerdos olvidados.
-Yo abandono –dijo la voz fatigada de Sandra-. Que el no buscar se encargue de encontrarlo.
Se sentía triste, sabía que la había dejado en el fondo de sus recuerdos más hermosos y necesitaba verla, reencontrarse con ese momento de su vida. Recordó la visión maravillosa del ocaso, ese instante fugaz en que la luz no ilumina, tan solo se muestra, y comprendió que lo que guardan los ojos y el corazón jamás se pierde; no hay cajones de roble que guarden los ocasos.
Se preguntó qué hacía en esa casa, con esos muebles, con esa persona, y entonces comenzó a comprender todo.
Fue como un disparador, sintió como su mente entraba en un tubo dentro del cual recorría el tiempo a gran velocidad, apareciéndole imágenes entrecortadas que la conducían a ese momento del pasado en el que vivió otra realidad, ignorada durante tantos años.
El vértigo de este pensamiento la sobresaltó y tuvo que controlar la respiración para calmarse y ordenar sus ideas. Si esa foto no existiera, ¿significaría que podía olvidar todo lo pasado, pretender que su vida era sólo la que transitaba ahora... cambiar su historia?
- No, tenemos que encontrarla, es cuestión de vida o muerte –se oyó decir a sí misma.
Y siguieron buscándola, mientras Sandra pensaba en ese pasado, tratando de reconciliarse, de encontrar una pequeña fisura para introducirse en él nuevamente y poder acariciar y cuidar aún las peores horas, aún los más feos momentos.
Miró a Julián; él parecía más interesado que ella en encontrar esa foto, la buscaba como una respuesta, como una curación a tantas heridas abiertas, a todos estos años de felicidad postergada, guardada en algún cajón, como la foto. Ella lo miraba, y todo el amor que tenía la invadió de pronto.
En ese momento Julián se incorporó de un salto.
- Sandra, creo que la encontré, debe ser ésta, no sé… – dijo bajando el tono de su voz a medida que fijaba la vista en la foto que tenía en su mano.
Los ojos de Sandra se humedecieron. Sintió un golpe en el pecho, y supo que sería mucho más duro de lo que había pensado, aunque esa imagen nunca se hubiera borrado completamente de su memoria.
Viendo la reacción y el dolor en la cara de Sandra, Julián se acercó muy lentamente hacia ella abriendo sus brazos para rodearla antes de entregarle la foto. Por un instante se arrepintió de haberle insistido en enfrentar el pasado, de traer sus recuerdos, de catalizar su pena; percibía la fragilidad que la embargaba en ese momento y temió que algo desagradable le pasara. Sintió culpa y miedo al mismo tiempo. Pero recapacitó y se compuso: era ella quien necesitaba apoyo, y él debía asegurarle fortaleza.
Sandra tomó la foto con las dos manos. Apareció ante sus ojos aquel cielo azul surcado por la copa de los ceibos de un rojo intenso, como su pena. Atrás se veían los cerros perfectos, luego el camino de piedras, rodeado del verde nuevo de la primavera. Sintió el aroma entrañable de la naturaleza; hasta creyó escuchar los mismos sonidos de pájaros y niños, y también el silencio.
Allí estaban, en ese cuadradito de cartón. Esa imagen había sido tomada apenas una hora antes del accidente en el que esos cerros perfectos se convertirían en la trampa que les quitaría la vida a todos los que amaba. A todos menos a ella, la única sobreviviente del vuelco de la camioneta que los transportaba.
De golpe se dio cuenta qué inútiles habían sido tantas horas de sesiones con psicólogos, tratando de mirar lo que había pasado como una segunda oportunidad en su vida, como la posibilidad de tener nuevas opciones. No servía, nada había servido. La culpa por seguir viva volvió a ella en el mismo momento en que vio la foto. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y gritó …un grito desgarrador, un estruendo de desahogo inundó el lugar, como si quisiera liberarse de una opresión contenida durante un tiempo infinito.
El grito tuvo un efecto extraño e inesperado: sintió alivio, alivio de tantos años de presión, de culpas, de miedo. Un largo tiempo de construir mucho sin sentir nada se diluía al amparo de esta nueva sensación; pudo darse cuenta que en estos años había conocido su vocación y la había abrazado con total entusiasmo y creatividad, habían nacido sus hijos, construyeron con Julián esta casa, esta familia.
Sus padres y su hermano muertos aparecieron envueltos en el aire de su nueva alegría. Sintió una maravillosa levedad, como si todos los gritos no gritados en estos años se hubieran desahogado en uno solo en ese momento. Su vida pasada y la actual se fundieron en un haz de luces y sombras. Abrazó a su amado casi por primera vez.
Después de un rato, ya más tranquilos, Sandra y Julián caminaron juntos hasta el auto. Habían acordado que si encontraban la foto irían esa noche a cenar en la pequeña posada del cerro; lejos de la rutina hogareña podrían conversar tranquilos y reencontrarse con su futuro. Era un momento especial.
Al subir al auto, Sandra percibió el aroma de los árboles en flor del jardín de la casa; también vio esa extraña mezcla de azules, lilas, naranjas y rojos del último cielo del atardecer. Julián, sentado al volante, disfrutaba la mirada tranquila de su esposa y sentía cómo su destino había dado un vuelco a partir del hallazgo de la foto.
Partieron en silencio, inmersos cada uno en sus pensamientos. A medida que avanzaban por el estrecho camino que trepaba el cerro, una sensación de inquietud se acrecentaba en el corazón de Sandra. Nerviosa, molesta, comenzó a moverse en su asiento. Julián lo percibió; trató de calmarla, pensando que la imagen de la foto la estaba afectando más de lo que había demostrado en un primer momento.
Súbitamente, la mujer, con ojos llorosos y enrojecidos, lo miró.
- Acabo de comprender... ahora sé qué pasó... fui yo - dijo entrecortadamente.
- ¿Qué pasa, Sandra? …calmate, qué decís... ya hablaremos después... ya pasó todo...
- Lo siento Julián, no puedo evitarlo... tampoco pude aquella vez...
Y con una mirada fría y una fuerza increíble para una mujer tan pequeña, tomó el volante y lo giró violentamente, tan rápida y sorpresivamente que Julián no pudo recuperar la dirección del auto. Desesperado, él miraba a su mujer sin poder reconocerla: esa fría mirada, como poseída, que se complacía cuando el auto se desbarrancaba dando tumbos entre los ceibos en flor y las piedras de los cerros, para estrellarse a treinta metros, en el fondo del barranco.


FIN

agosto / noviembre de 2006

Sobre Flores rojas

Flores Rojas fue escrito por Cristina, Américo y Mónica en cuatro vueltas, entre fines de agosto y noviembre del 2006. Al terminar el cuento, las/os autoras/es se autopresentaron así:

Cristina

Soy Cristina, pintora de 48 años que vive, sueña y trabaja en San Salvador de Jujuy. Fue muy lindo compartir esta primera experiencia, sentí un movimiento humano muy intenso. Por mi parte intenté poner en palabras colores, formas y tonos que acostumbro poner en mis cuadros. Pero.... qué final inesperado!

Américo

Soy porteño. Mi profesión inicial: taquígrafo de la Presidencia de la Nación y de otros organismos. Agregué otras tareas y hobbies a lo largo de mis ochenta y varios años. Con intención de seguir escribiendo testimonios de mis experiencias de vida en múltiples ámbitos. La experiencia me resultó fabulosa. Estoy en amermon@fibertel.com.ar para seguir comunicándome.

Mónica

Mónica García Rey. Soy Socióloga y Periodista. Aunque mi experiencia en televisión siempre estuvo relacionada con la información, siento que me quedó pendiente escribir guiones que cuenten historias interesantes para plasmarlas en imágenes. Por eso me interesó esta propuesta, como una forma de liberar la imaginación . No descarto que estos cuentos puedan ser -en el futuro - la base de esos guiones. Además, según mi carta natal, escribir es un tema que puedo desarrollar con éxito ...y como tengo 55, ya no es saludable postergar cosas importantes.

24 de noviembre de 2007

Charcos


A veces, la lluvia me llena de melancolía. Otras, me despierta un impulso travieso, juguetón, como cuando éramos chicos y nos encantaba mojarnos, pisar los charcos. Pero ahora es distinto. Quizás por eso estoy tan nerviosa.
Así había llovido la noche del robo, igual de molesta, lluvia con viento, que ensucia, lluvia que duele y lastima, que empapa y permanece. Así también sentía, como ahora siento, esa opresión en el pecho, igual respirar pesado, cargado de angustia, y la sensación de que algo está a punto de romperse para siempre.
Es sorprendente cuánto podemos desconocer de nosotros mismos. Pensamos en hacer algo, nos imaginamos qué pasará después, creemos que sabemos cómo reaccionaremos... nos sentimos previsibles. Y sin embargo una circunstancia inesperada, algún pequeño detalle, puede disparar todo un mundo, puede meternos de un empujón en una trama extraña, y de pronto nuestro mundo cotidiano se convierte en un desvaído escenario donde ya no reconocemos nada, ni siquiera a nosotros mismos, y en el cual comienza a ejecutarse un guión inentendible que no puede parar.
No pienses que estoy tratando de justificarme. Me dejo llevar, nomás, por los pensamientos que cruzan por el papel mientras trato de contarte cómo sucedieron las cosas aquella noche, ya que después que pasó todo apenas pudimos conversar un par de veces, muy poco, y siempre estaba mamá cerca. Te confieso, además, que ni siquiera me acuerdo bien de esas conversaciones, todo lo de ese tiempo se me mezcla bastante.
Pobre mamá. Cuidala, hermano querido. Vos decile que estoy bien. Yo necesito poder contarte cómo me siento aquí y también necesito que le mientas y le digas que estoy muy bien.
Ahora llueve más fuerte. Igual que aquella noche. Justo hoy, que me senté a escribirte para que sepas cómo llegué a estar en medio de esta historia. Quizás sea un favor que me mandan los dioses: el ruido de la lluvia me lleva inevitablemente a pensar en esa noche.
Por suerte en este rincón no hay goteras, pero en los pasillos de la planta baja se forman charcos. Sí, como los que saltábamos cuando éramos chicos, en la casa del tío Ramón, en Rafaela, ¿te acordás? De paso, creo que ésta es una buena ocasión para decirte que ya te perdoné por haberme empujado a la zanja aquella tarde de verano.
Es raro. Cuando empecé a escribirte me sentía nerviosa, rodeada de malos augurios, traídos quizás por la lluvia. Pero ahora, compartiendo con vos mis recuerdos, estoy más tranquila. Voy a ir al grano, entonces.

***

Una semana antes de aquella noche mamá había llamado por teléfono para decirme que volvía. A partir de ahí tuve que arrastrarme sobre cada día que transcurría. La agonía, cuando se instala, pesa, ¿sabías? Entonces me obsesioné. Te juro, Iván, nunca me había sentido tan desconocida por mí misma. En una semana estarían aquí, otra vez aquí, mamá seguramente tan ajena a todo como siempre, y ese hijo de perra… Pensar en él todavía me pone la mente en blanco, me obliga a fijar la vista en un punto hasta estallar en lágrimas.
–¡Basta! –me decía al espejo apretando mis sienes, pero era más fuerte que yo, todos mis pensamientos conducían a la venganza.
Tengo que reconocer que si para algo me ha ayudado esta cárcel es para poner en orden mi cabeza y comprender, aunque sea mínimamente, el modo extraño en que se fueron hilando los acontecimientos la noche del robo, como la llaman todos, aunque vos y yo sabemos que el hijo de puta ya nos había robado hacía mucho tiempo.
Ya era muy tarde, y estoy casi segura de que yo ya estaba dormida. Digo casi segura, porque a veces me parece que los ruidos no me arrancaron del sueño sino de alguna obsesiva sucesión de pensamientos que ahora no puedo recordar ni reconstruir. Sea como sea, cuando escuché ruidos abajo, lo primero que pensé fue que habían llegado ellos. Algo me suena raro en eso. ¿Por qué no me di cuenta que mamá no podía tener la nueva llave de la casa? Tampoco miré el reloj. Y yo me conozco, cuando me despierto en medio de la noche lo primero que hago es apretar el celular para ver, en su luz azul, qué hora es. Pero no recuerdo haberlo hecho, y sí recuerdo mi sorpresa cuando me dijeron que todo había ocurrido cerca de las cuatro de la mañana.
No sólo no agarré el celular para ver la hora, sino que tampoco encendí la luz. Los relámpagos iluminaban por momentos la habitación, y me dejé guiar por ellos. Desde el pasillo, traté de reconocer las voces. Mamá y el turro, pensé. Me detuve junto a la baranda de la escalera. Alguien caminaba por la sala a oscuras. Miré por la ventana del pasillo pero no vi ningún auto. Ni siquiera en el instante del relámpago. Sí pude ver los charcos. Y otra vez la infancia y el chapoteo y mamá retándonos y papá diciéndole que nos dejara tranquilos, que éramos chicos y teníamos derecho a divertirnos. De pronto la voz de él, no en la sala sino en mi recuerdo. Pero yo quería que su voz estuviera en la sala. Deseaba con todas mis fuerzas que ésa fuera la noche definitiva, el momento de poner las cosas en su lugar.
¿Te acordás de cuando me aconsejaste que comprara un arma? Te costó convencerme, pero tuve que aceptar que no era seguro vivir sola en la casa grande en los tiempos que corren. Siempre creí que usaría el arma contra un ladrón, pero esa noche no pensé en ladrones cuando la fui a buscar al cajón de la mesa de luz.

***

Anoche tuve que suspender el relato porque pasaron haciendo un control. Casi me sacan la carta, pero afortunadamente era Juana, una de las guardianas más tolerantes. Si hubiera sido Griselda seguro que tenía que empezar todo de nuevo. Ahora sigo contándote.
Con el arma en la mano volví a la escalera. Bajé tan solo tres escalones, me agaché y sentí nuevamente escalofríos al enfrentarme con el mismo escenario de siempre, ése que me acompañaba desde los once años: el respaldo del sillón contrastado con el humo de su pipa.
Te confieso Iván que aún me asusta haber alcanzado tal estado de frialdad y cálculo. Bajé descalza, sigilosa, sabiendo que si me descubría perdería todo control de la situación, como pasaba siempre.
Me fui acercando, de a poco; no fue fácil, porque mi paso era torpe y me temblaban las manos, me sudaban, como siempre cuando ante su presencia el estómago se me anudaba de terror, deseo, traición y culpa.
Él me esperaba sentado en el sillón una vez más. Yo sé que me presentía. Pero esto yo lo tenía calculado; en los últimos dos años, mientras mamá y él viajaban, había pensado en todas las posibilidades. O en casi todas.
Dejó el cenicero y unos papeles y se descubrió por detrás del respaldo, lento, seductor, seguro. Clavó su mirada en la mía y entonces sí, disparé, disparé, disparé, disparé, tantas veces como pude. Ocho. Llegué a contarlas.
Se desplomó. Yo sentí que me vaciaba, que me quedaba sin energía, y sólo atiné a acurrucarme en un rincón y esperar… No sé qué esperaba, a esa altura la historia dejó de ser previsible.
Cuando apareció mamá todo era sangre, pero aunque no lo creas ella no se descontroló ni se puso histérica. Se dirigió a mí en tono de reto, sí, de reto, como lo hacía en Rafaela… Ahora que lo pienso, resulta curioso: esta vez era ella la que tenía que saltar los charcos, y no eran de agua ni de inocente infancia.
Cuando vio los papeles se abalanzó con desesperación sobre ellos y los juntó con apuro y desorden. Algunos estaban manchados de sangre. Me miró como preguntándose si yo los habría visto.

***

Aquí estoy de nuevo, Iván. Hace tres días que no escribo, no sé bien por qué, ya que escribir me ayuda a ordenar mi cabeza.
Otra vez llueve. A veces pienso si no será la lluvia la que mueve mi vida. Por lo menos, creo que tiene una influencia muy fuerte en mí. Y no solamente en mí, sino en toda la familia. ¿Te acordás, Iván, del día que enterramos a papá? Cómo llovía… Me parece que esto nunca lo comentamos, pero ¿vos te diste cuenta de quién sostenía el paraguas caminando al lado de mamá? Quizás no te fijaste, a tu edad no te fijabas en esas cosas. Pero yo sí. Yo no sabía quién era, pero me fijé. Era el hijo de puta.
La lluvia rodeándonos a todos, enlazando las historias de cada uno, una y otra vez: mamá, papá, el turro, vos, yo… Por eso la lluvia, que a mucha gente le da la sensación de higiene, a mí me produce un agobio que no te puedo describir. Y hago un esfuerzo enorme para recuperar las lluvias de la infancia, cuando éramos solamente nosotros cuatro, cuando vos y yo saltábamos los charcos y mamá se enojaba y papá nos consentía. Vos te acordás de que él nos consentía, ¿no? Mamá cumplía con su trabajo de madre y él seguía con la tradición de los maridos-niños compinches de los hijos.
Qué linda sonrisa tenía papá. Y qué sonrisa hermosa le nacía a mamá cuando él le sonreía. ¿Vos tenías conciencia de cuánto se amaban mamá y papá? Desde que era chiquita, yo los miraba como quien lee una novelita de amor, pero con una fascinación mayor, claro, porque ellos eran nada menos que mi mamá y mi papá.
Desde aquí, escuchando el agua que cae afuera y adentro, pienso que en aquella época éramos una familia digna de un aviso publicitario. Todos sonrientes, la familia tipo de clase media que se daba algunos gustos como una heladera nueva de dos puertas o una aspiradora ultra no me acuerdo qué, o un televisor que venía con varias pantallas intercambiables de acrílico de distintos colores. ¡Los primeros televisores a color! Éramos felices de verdad.
Vuelvo a mi relato. Cuando la vi a mamá agarrando los papeles y esquivando la sangre del piso, tuve miedo de que me hiciera algo. Fue un miedo infantil. Y en ese momento deseé con todas mis fuerzas que papá apareciera para consentirme y defenderme de la autoridad de mamá. Pero como papá no iba a aparecer, salí corriendo y me encerré en el cuarto.
No sé cuánto tiempo pasó. No prendí ninguna luz. Mamá no subió. Tampoco subió nadie cuando llegó toda esa gente a la casa, aunque escuché pasos y conversaciones por todos lados. Por la ventana vi cuando sacaban al hijo de puta; supe que estaba muerto porque lo habían tapado totalmente. También la vi a mamá, que subía a un patrullero. Ya no llovía. Un policía la tomaba del brazo. Me pregunto ahora si la habrían esposado.
Me quedé mirándola, y esperé que levantara la cabeza para ver mi ventana. Pero no miró.
Después se fueron todos. Ya casi estaba amaneciendo. En la puerta de casa quedó un patrullero con un agente adentro.
Entonces decidí salir del cuarto porque, te digo la verdad, hermano querido, la casa estaba completamente silenciosa y yo hubiera jurado que no había nadie. Pero me equivoqué. Al lado de la puerta de mi cuarto había uno. En el descanso de la escalera, otro. Y justo cuando estaba por llegar a los últimos escalones, se me plantó delante el detective ése que parecía salido de una serie de televisión. Amable, el hombre. Me acompañó de nuevo a mi cuarto y nos pusimos a hablar.
Le dije que ese tipo nos había robado, que era un hijo de puta, que alguien tenía que defender a esta familia de un turro como él y que yo me había hecho cargo.
El detective hablaba del ladrón y de defensa propia, pero no parecía muy interesado en la historia de nuestra familia. Su indiferencia agregó más angustia al desamparo que ya sentía y necesité más que nunca de la complicidad y la sonrisa de papá. Qué duro, Iván, qué vacío y qué absoluta desolación.
Después me quedé dormida. Dormida o nuevamente atrapada entre los hilos de mis pensamientos. Así pasaron las horas o los días, no sé muy bien ni importa. Sí sé que me despertaron personas desconocidas que me rodeaban. Algunos estaban vestidos de blanco. En ese momento no entendí dónde estaba. No me trataron mal, al contrario, pero todo empezó a ponerse muy raro, cada vez más raro. Yo me volví a aferrar a la imagen de papá. Fue lo único que me sostuvo todo ese tiempo.
Después vino el juicio y todo eso que creo que vos viste. En ese tiempo en que me llevaban y me traían, mi confusión se iba haciendo más y más grande.
Por eso ahora, aquí, estoy más tranquila y me siento un poco mejor. Pero no sé, Iván... todas esas cosas que se dijeron en el juicio... Mirá si yo no lo iba a conocer… Lo que pasa es que mamá nunca admitió mi odio hacia el hombre que ella trajo a la familia, y menos aún podía imaginar mamá las cosas que habían pasado y que me generaron todo ese odio…
Vos me creés, ¿no?

***

- Usted me cree, oficial, ¿no?
- Repasemos todo una vez más, señora.
- Sí, mire, yo me había ido de viaje hace dos años con mi segundo marido. Él es un buen hombre, pero los chicos nunca lo han querido. Sobre todo la nena. Es que ella quería tanto a su padre. Yo también lo quería, no vaya a creer…
– Señora, por favor, limitémonos a la noche del robo...
– Sí, claro, perdón. Yo le había avisado a la nena que volvía, pero no le di detalles. Quería darle la sorpresa, porque esta vez llegaba sola y traía los papeles. Los había recuperado después de que mi segundo marido aceptó entregármelos. No sabe lo que me costó…
– Señora…
– Sí, sí... Es que mi segundo marido no es un mal hombre, sólo que nunca soportó la mirada de la nena. Y yo estaba muy enamorada. Por eso acepté irme lejos; pensé que quizás las cosas cambiarían con la distancia y con el tiempo. Hasta que abrí los ojos y no pude más estar lejos de mis chicos… Pero tiene razón, volvamos a la noche del robo. Traté de abrir pero me di cuenta de que habían cambiado la cerradura. Así que me acerqué a la puerta para ver si había luz. Si no, me iba a un hotel hasta la mañana siguiente. Yo estaba empapada, porque se ve que la nena sacó el alero de la entrada de la casa, y yo no llevaba paraguas. Bueno, en ese momento apareció el tipo. Qué barbaridad, cómo ha crecido la inseguridad en poco tiempo, cuando yo me fui no era para tanto…
– Esa parte ya quedó clara, señora. El malviviente la redujo y violentó la puerta de entrada. Pasemos al interior de la vivienda, por favor.
– El tipo me hizo sentar en el silloncito de la entrada sin dejar de apuntarme. Agarró mi cartera y empezó a desparramar todo. Ahí fue cuando se cayeron los papeles, eran los títulos de propiedad y la cesión de derechos a nombre de los chicos. Supongo que le llamaron la atención, quizás creyó que podía sacar algún provecho de eso, no sé, yo estaba muy nerviosa y trataba de ver la escalera porque no quería que la nena se despertara. Pero desde donde estaba no podía ver nada. Y me quedé quieta, callada, a ver si todavía el ladrón se daba cuenta de que había alguien más en la casa. Entonces él se sentó en el sillón de la sala.
– ¿Podía verlo?
– No, solamente los pies, pero podía darme cuenta de que se había sentado en el sillón… ¡en el sillón que había sido de mi marido, el muy hijo de puta! Y lo más tranquilo prendió un cigarrillo mientras miraba los papeles.
– ¿Y cuánto tiempo pasó hasta que escuchó los disparos?
– No sé… unos minutos… Desde el silloncito de la entrada tampoco llegaba a ver el reloj de pared de la sala, y yo no uso reloj, hace ya muchos años, desde que se murió mi primer marido, el padre de los chicos.

***

Queridísimo Iván: ayer vino a verme un hombre que se presentó como médico y me habló de un tratamiento, de buenos resultados, y me dijo que tengo que tener paciencia. Eso es lo que me sobra: paciencia. Para mí está todo hecho, yo ya no tengo nada pendiente ahora que terminé con la vida de ese turro. Así que acá estoy bien, a pesar de las rondas nocturnas y los charcos bajo techo cada vez que llueve.
Una de las chicas me preguntó cuándo iba a salir. Fue extraño, porque le contesté con orgullo, le dije: “Nunca”. Yo sé que no voy a salir nunca, que me dieron perpetua por haber matado al hijo de puta, a pesar de lo que me haya dicho ese hombre que se hizo pasar por médico, pero que seguro era un policía o un abogado o a lo mejor un cura. Pero eso a mí no me importa. No tengo nada más que hacer en la vida que disfrutar de esta condena, que por otra parte es justa, porque yo lo maté con gusto.
Ahora mamá y vos son libres. Ella va a sufrir, porque el hijo de puta la tenía engañada. Pero al final se va a dar cuenta de que esto fue lo mejor para los tres. Y vos, mi hermanito del alma, has vuelto a ser el hombre de la familia, como corresponde, como le hubiera gustado a papá.
¿Te acordás de cuando papá te enseñaba a afeitarte? Yo me sentaba sobre la tabla del inodoro y los miraba, a los dos, a los dos hombres más lindos de la tierra. Y te confieso que en esas mañanas, mientras sonaba la radio en la cocina y el olor a café con leche y tostadas empezaba a inundar la casa, yo deseaba con todas mis fuerzas estar en tu lugar para que papá me enseñara a afeitar a mí. Porque no fue lo mismo el día que mamá me llevó por primera vez a la depiladora. No me gustó nada, me dolió. Mamá me dijo que cuanto más me pasara esa cera quemante, menos pelos iba a tener. Era mentira. Pobre mamá, ella también cargaba con el peso de ser una mujer.
No vayas a pensar que yo no quería ser mujer, hermanito. No es eso, se puede ser mujer y ser fuerte a la vez. Por eso, cuando crecimos, cuando papá se nos fue, yo decidí que iba a cuidar de vos y que no iba a permitir que nadie te lastimara.
El día que mamá se fue con el turro lloré muchísimo. Me acuerdo bien de esa noche. Llovía, también. Y yo me puse a mirar por la ventana y las lágrimas se me confundían con las gotas que resbalaban por el vidrio. Pero te confieso que lloraba por vos. Sí, por vos, porque te había visto llorar como nunca antes. Y esa noche juré que iba a vengarme. Bien muerto está ese hijo de puta.

***

Hoy no llueve y no hay charcos. Quizás es por eso que no tengo muchas ganas de escribir, pero en la próxima lluvia seguro que sí. Y algún día, cuando esté más calmada y cuando mamá se dé cuenta de que así es mejor, entonces tal vez yo acepte que vengan a visitarme. Y ahí sí, te juro que te voy a invitar a saltar los charcos como cuando éramos chicos. Y entonces, amadísimo Iván, mamá no nos va a retar, porque se habrá convencido de que saltar charcos es lo más divertido del mundo.
Incluso aquí adentro.

Fin

septiembre / noviembre de 2006

Sobre Charcos

Charcos fue escrito por Andrea, Gaby y Goio en cuatro vueltas. Es el octavo Cuento Con Vueltas que termina.
Al terminar el cuento, las/los autoras/es se autopresentaron así:

Andrea
Soy Andrea, cumplí 42 años el último diciembre y tengo tres hijos.
Trabajo como maestra de Jardín desde el año 87 y últimamente he ampliado mi campo de acción hacia el trabajo con gente, con grupos, hacia el trabajo social.
Escribir me gustó y acompañó siempre, me permite conectarme mejor con los demás, desde un lugar más profundo. Por eso disfruto tanto de este juego literario.

Gaby
Me llamo Gabriela Alejandra Tijman. Me gustan mis dos nombres. Todo el mundo me dice Gaby. O sea, me llamo Gaby Tijman, mucho gusto.
Soy periodista, tengo 44 años. Nací en Buenos Aires; un día decidí el cambio y así es como desde 2003 estoy afincada en Tilcara. Aquí hago mi propio programa de radio, escribo para algunos medios de Buenos Aires, trabajo en el área de turismo y hago diseño gráfico.
Leo anárquica y calentonamente. Admiro y envidio a los que hacen literatura como oficio. El rígido de mi pc acumula textos. Algunos me gustan más que otros, pero son todos míos y los quiero.

Goio
Tengo 55 años y vivo en Jujuy. Trabajo en proyectos empresarios y sociales. Soy astrólogo.
Me gusta escribir. Lo he hecho en diferentes momentos de mi vida.
Soy un poco el papá de
Cuentos con Vueltas, que me ha convertido en un Administrador de Cuentos...
Cada tanto me incluyo en algún grupo, como un participante más. Y, como en este caso, disfruto un montonazo participando de ese algo indescriptible que nos va tejiendo una historia…

20 de noviembre de 2007

Perdido


- Aquí tampoco está –dijo, cerrando con un gesto de decepción el último cajón de la vieja cómoda.

De altas paredes que llevaban a un cielo raso gastado por el tiempo, la habitación tenía, además de la cómoda, un enorme armario de madera estilo Luis XVI, que según como la araña que colgaba del centro proyectara su luz, por momentos parecía brillante y con mucha vida, y en otros daba la sensación de un objeto lúgubre, inquietante.

Llevaban ya casi dos horas buscándola. Repentinamente, como quien se paraliza ante un terrible episodio, la incertidumbre y el misterio se apoderaron de la habitación; sin saber por qué, una de ellas gritó: ¡Salgamos de aquí! En ese instante el cuarto quedó completamente a oscuras. Hablar fue un error, probablemente. Pero cuando el miedo les secó la garganta y el corazón se abrió paso entre los dientes, no hubo más opción que el grito.

Al otro lado de la puerta apareció el hombre, tieso. Su rigidez no respondía al miedo sino al oficio, a su instinto de cazador al acecho, como hace millones de años, como ayer, la mano crispada sobre el garrote, sobre la piedra afilada, sobre el cuchillo. Esa mano que había nacido para estar armada se adelantó en su movimiento al cuerpo inclinado hacia adelante. Los dedos toscos, extendidos y tensos, marcaban el camino de los pies, que cautos, se acercaron a la puerta del cuarto.

Con un gesto brusco del dedo índice indicó a las mujeres que volvieran al cuarto, ahora débilmente iluminado por la luz del farol de la esquina que se filtraba por la ventana rota, emparchada con cartones. Se movía con seguridad en un espacio tenebroso y lúgubre.

Las manos de ellas se buscaron y se aferraron; el silencio se interrumpía por la respiración entrecortada de ambas.

El rostro del hombre, desfigurado por algún animal salvaje, inspiraba miedo. Las cicatrices recortaban su frente como un rompecabezas; hasta las cejas parecían como surcos heridos que se adentraban en los párpados. Tenía los ojos semiabiertos, lo que hacía más difícil determinar el color. La nariz, quebrada, tenía dos escalones: hundido el más cercano a los ojos y en perspectiva aquel próximo a la boca. Había una extraña mueca que permitía ver algunos amarillentos dientes en un extremo de esa boca. La pera estaba partida en dos, lo que hacía más terrorífica su presencia.

El cazador también se estremeció, le vino esa sensación rara en la garganta. La había sentido pocas veces; el escritor le había dicho que eso se llamaba emoción.

Tal vez algo de lo que sintió se reflejó en sus ojos, porque ellas empezaron lentamente a recuperar la serenidad. Las miradas se cruzaron una y otra vez, zigzagueantes, como una autopista cargada de vehículos. La luz que llegaba del farol construía un haz de partículas que acompañaban a esas miradas.

De pronto, un sonido casi gutural surgió del cazador. Su expresión fue como un pedido de ayuda. Ellas soltaron las manos entrelazadas y se acercaron al hombre.

Habían tenido el impulso de huir de una amenaza imaginada, de la sombra cambiante de un enorme armario, por un miedo que en realidad estaba en ellas. Pero ahora no huían. Tal vez fuera por la tranquilidad que se habían trasmitido a través de sus manos apretadas, o quizás por un hechizo que se había filtrado como un destello a través de aquellos ojos entornados.

El hombre no se detuvo. Pasó casi como una ráfaga entre las dos, rumbo al mueble. De espaldas ya no daba miedo, se parecía a cualquier hombre alto y robusto. Se acercó al armario y tanteó su techo, segura su mano de encontrar lo que buscaba.

Y entonces se las mostró. Habían tenido razón al pensar que debía estar en aquella habitación. Y tal vez finalmente la hubieran encontrado si el miedo no las hubiera dominado. En la mano del cazador, parecía un cebo.

Cuando pasó nuevamente junto a ellas saliendo de la habitación, lo siguieron mansamente. Lo siguieron extrañamente confiadas, mientras repasaban mentalmente el recorrido que las había llevado a la casa del pueblo. Nunca creyeron en ese diagnóstico médico que indicaba que su padre había muerto de un paro cardíaco. Y aunque nadie tomó en serio sus dudas, siguieron adelante en un laberinto que tenía un solo punto de referencia conocido: la lapicera bordeaux con pluma y con capuchón de oro, esa que ahora brillaba en la mano gigante del hombre que marcaba un camino que ellas estaban dispuestas a transitar.

Su padre siempre les había dicho que sólo podría escribir si se sentía libre. Fue un solitario y meticuloso artesano tanto en su tarea de ignoto cronista como en el modo en que seleccionó el campito, sembró los tilos y después instaló las colmenas. Le gustaba sentarse bajo el alero esas tardes en que lloviznaba y el aire era un perfume zumbón que lo adormecía, para luego despertarse lleno de palabras que se irían acomodando en el papel con solo apoyar la pluma de oro.

Ellas caminaban ahora tras un desconocido, un hombre agigantado por la penumbra del amanecer, que en su mano extranjera tenía esa lapicera. Para ellas era buena señal: significaba que ese ser, del que temieron por su deformidad, por el olor salvaje que emanaba, por el sonido gutural, había conocido al escritor, probablemente sabía qué era lo que ellas buscaban ...y tal vez algo más. Sin necesidad de palabras, los tres estaban invocando en el recuerdo a la misma persona, al que ya no estaba.

Quizás lo que su padre nunca pudo sostener fue el poco conocimiento que tenía de sí mismo. Su soledad, su aislamiento, lo habían ido conduciendo a un callejón sin salida. Su confusión, provocada por sus indecisiones, lo llevaba a mostrarse muchas veces agresivo y otras, las menos, en paz pero con la mirada fija en algún punto del horizonte. Seguramente, escribiendo debió haber experimentado una apertura que le permitió relacionarse con el mundo sin miedo, sin armaduras.

Nunca habían podido dialogar en profundidad con ese padre taciturno. Su actitud no dejaba espacios para buscar qué había detrás de su coraza emocional. Por eso era más extraño esto de tratar de entenderlo ahora, después de muerto. Pero así eran las cosas.

Se habían vuelto a interesar en él cuando leyeron su primer cuento publicado en un diario. Eso había ocurrido hacía ya varios años, en los tiempos en que lo consideraban un anacoreta egoísta por haber decidido aislarse en el campo sin importarle lo que ellas pudieran opinar o necesitar, escudándose en una necesidad de ser libre, que para ellas no significó más que un rechazo y un abandono.

Aquel cuento había ganado el primer premio en un concurso del diario. Y era un diario prestigioso. A ese cuento le siguieron otros, magníficos, cautivadores, profundos, que eran esperados con ansiedad por los lectores de la sección literaria. Ellos sólo conocían del escritor su nombre y su aislamiento. Casi lo mismo que ellas, finalmente. Pero mientras ellos lo admiraban, ellas en cambio le guardaban rencor, un rencor cada vez mayor, por no haberles mostrado ese mundo interior que ahora fascinaba a tantos desconocidos. Solamente les había sido permitido compartir sus silencios y tener que soportar su hosquedad.

Ellas también, como los lectores, empezaron a esperar cada vez con mayor interés la publicación de un nuevo cuento. Habían creído, desde el primero, que en ellos podía haber algo… algún mensaje cifrado, señales, en fin, pistas para entender al padre viudo que las había criado.

Sus razones tenían. En el segundo cuento había aparecido por primera vez la referencia a la lapicera bordeaux con pluma y capuchón de oro que ellas le habían regalado y que era para él como la llave de una nueva vida. El tema volvía en cada relato, a veces en forma de metáfora, a veces explícitamente. Pero seguía siendo una mención codificada. Fueron comprendiendo que él trataba de decirles algo, de advertirlas sobre algo.

Las señales entre líneas hablaban de miedos, sugerían peligros que acechaban, y siempre volvían a la lapicera. Por eso, cuando se enteraron de que lo habían encontrado muerto bajo los tilos, no aceptaron lo del paro cardíaco y decidieron investigar hasta llegar al fondo del misterio, resolver el acertijo que les había planteado el padre escritor en sus cuentos.

El gigantón se detuvo. Habían llegado, sin notarlo, a la avenida de los tilos. Los primeros rayos del sol le ponían relieve al sitio donde había sido encontrado muerto el escritor.

Otra vez pareció dulcificarse la expresión de su grotesca cara cuando les dio la lapicera y hablando con dificultad les dijo: “- …Se las dejó él… que las esperara, me pidió… que vendrían a la casa… él sabía que tratarían de resolver… que tarde o temprano llegarían…”.

Y sin dar tiempo a preguntas, aprovechando el desconcierto, el hombre que había sido el guardián del secreto del escritor, se fue. Ellas lo vieron partir, tomadas por la sorpresa que motivaron esas palabras, que parecían aprendidas de memoria y dichas con un gran esfuerzo por alguien no acostumbrado a hablar.

Poco tardaron en decidir que no iban a volverse a la ciudad. Mientras reacondicionaban la vieja casa, se instalaron en el hotel del pueblo. Rápidamente descubrieron que para los lugareños ellas eran “las hijas del escritor”.

Tramitaron lo necesario para recibir de la ciudad el material que habían atesorado en los años de distanciamiento, de encuentros breves y frustrados por esa eterna imposibilidad para mantener un diálogo, por ese clima enrarecido que se instalaba cuando estaban los tres juntos.

Pasaban las mañanas leyendo, en busca de algo que no sabían qué era. Por las tardes recorrían el campito, como solía llamar el padre a esas hectáreas perfumadas por los tilos y pobladas de colmenas. Tenían una rutina que no las aburría. Sin embargo, un día la cambiaron e inesperadamente las cosas tomaron otro rumbo.

Fue una mañana en que se levantaron muy temprano. La tarde anterior los tilos repletos de pimpollos parecían prontos a abrirse en todo su esplendor, y ellas quisieron observar las flores que no tardarían en desplegarse húmedas de rocío. Habían preparado un bolso con el termo para tomar unos mates en el alero y estaban limpiando los bancos de madera, cuando un ruido extraño proveniente del cuarto de herramientas las sobresaltó.

Nuevamente aquel hombre extraño, deforme y de mirada cálida, las paralizaba con un susto, aunque es verdad que esta segunda vez no fue aterradora como aquella madrugada cuando recién habían llegado al pueblo.

El no les dio tiempo a nada; solamente dijo de modo apenas audible: “- Buenos días, hermanas…” y salió corriendo como un animal salvaje.

En el pueblo las llamaban también así, “las hermanas”…Pero dicho por él, del modo que lo dijo, asustado también por haber sido encontrado, y con esa mirada dulce buscando directamente los ojos de ellas, sonó enigmático. Hasta ese momento no les había parecido extraño que los lugareños las identificaran como tales, pero en la boca del hombre que ya se perdía entre los árboles esa frase sugirió un sentido diferente.

Confundidas, sin poder organizar su pensamiento, no atinaron a otra cosa que ir al pueblo a averiguar más en torno a lo que él había dicho. Pero al contar lo que había ocurrido se desencadenó una reacción inesperada para ellas: el pueblo, con el jefe de policía y el de bomberos a la cabeza, al enterarse de que el hombre había aparecido, decidieron partir hacia el bosque a buscarlo. Y las hermanas observaron, aterrorizadas, como al poco rato una turba con palas, rastrillos y machetes iniciaba una persecución que parecía tener una sola premisa: encontrarlo vivo ó muerto, como si abatir a esa extraña criatura fuera el modo de terminar con la maldición que asolaba al pueblo. De pronto, la paz y armonía del lugar se habían terminado; el aburrimiento también. Y la presa: ese extraño hombre perdido.

Ellas los siguieron por detrás. Cuando hacía ya un largo rato que comenzara la frenética búsqueda, un silencio sepulcral se produjo en el bosque, como concertado entre todos. Las hermanas supieron que lo habían encontrado.

Estaba sediento y asustado. Sorprendentemente, dos enormes ciervos lo protegían, impidiendo que nadie se acercara.

Quizás fue por eso que algunos lugareños, en un impulso, decidieron capturar a las hermanas y las arrastraron hasta el lugar. Gritos de “¡venganza! ¡venganza!” comenzaron a sonar como cañonazos en boca de los presentes.

Ellas comprendieron, en ese momento, que eran sus sospechas las que habían desatado esa furia. Sus dudas, comentadas en atardeceres con vecinos entrometidos, repetidas en el almacén, cuchicheadas en el horno de pan, analizadas junto al arroyo de los berros, se habían ido prendiendo como abrojos al resentimiento de un pueblo que había perdido su destino de gloria, su derecho a la posteridad, su cuota de forasteros con dinero. Cómo no masticar rabia si sólo raramente se veía algún auto de afuera entrar en el pueblo, si no llegaban cartas a la estafeta, si el expediente del asfalto de la ruta esperaba, gris de telarañas, en el archivo de la gobernación.

Las hermanas tenían razón: no había sido una muerte natural. Aunque nadie lo dijera, todos lo suponían en silencio. Y frente a esa realidad imposible de ocultar del todo, allí estaba ese engendro, aparecido a los pocos días de instalarse el escritor en el campo. Había sido desde el primer momento el reo por excelencia, el sospechoso preferido: se fue convirtiendo en el responsable por los cabritos muertos en las heladas del invierno, el señalado por el atraso en la postura de las gallinas, el que hizo enloquecer un día a las abejas, y hasta el culpable de que se esfumara alguna torta puesta a enfriar en la ventana… Bastaba que el cazador se dejara ver, para que fuera su fealdad lo que hacía que las cosas perdieran la deseada armonía. Había sido acusado de todos los males, era el protagonista indeseado de las pesadillas del pueblo. Si había podido quedarse allí esos años, era porque el escritor lo había protegido.

Sin embargo, para ellas dos ese hombre feo no podía ser culpable. Otra vez las manos entrelazadas se comunicaron. Esta vez fue un escalofrío. Les alcanzó para ponerse de acuerdo y, sin dudar, corrieron hacia él; los ciervos se abrieron para darles paso y luego volvieron apuntar amenazadoramente sus cuernos hacia la turba.

Unos pocos siguieron con sus gritos de venganza, pero la mayoría se fue quedando en silencio, sin saber qué hacer, entre la rabia y el desconcierto.

Ellas se vieron de nuevo junto a ese ser que modulaba las palabras con dificultad, que había sido durante los últimos años el interlocutor de su padre, del hombre que, a su modo, tampoco podía hablar. Sintieron el impulso de abrazarlo, y su abrazo fue correspondido por él con una entrega suave. Los que presenciaban la escena se fueron retirando, turbados, confundidos.

Ellas lo tomaron de la mano y lo llevaron a la casa, caminando despacio, sin hablar. Prepararon una mesa para tres; le ofrecieron un baño caliente mientras terminaban de preparar la cena; le ofrecieron ropas del padre. El aceptaba todo naturalmente, como si nada de eso le fuera desconocido.

Cenaron en silencio, un silencio sólo interrumpido por el leve roce de un cubierto en el plato, el vino al llenar una copa, la corteza crujiente del pan... En un momento él se levantó, abrió una alacena y sacó un frasco lleno de quinotos en almíbar mientras esbozaba una suerte de sonrisa, mezcla de desafío, triunfo y deseo de sorprenderlas al no dejar ya lugar a dudas de que ese lugar le era propio. Ellas se miraron. Lo veían moverse seguro dentro de su torpeza.

Él retiró los platos y sirvió el postre. Luego vinieron el café y un licor. Entonces él preguntó tímidamente por la lapicera. Las hermanas no esperaban eso, y volvieron a ponerse a la defensiva. Un furtivo cruce de miradas puso en evidencia su desconfianza e incertidumbre.

La mayor rompió el silencio: “- No sabemos quién es usted… evidentemente conocía más a nuestro padre que nosotras y…”. La frase quedó sin concluir, bruscamente interrumpida por la otra hermana, que nerviosa dijo: “– Lavemos los platos, es tarde…Mejor que vuelva a su casa… si es que tiene..”.

Pero él volvió a insistir: “…la lapicera… hay algo que...”. Esta vez las dominó la tranquilidad de él, otra vez esa mirada llena de ternura, impregnada de sabiduría. Entonces trajeron la lapicera y se la dieron. El, entre gestos y medias palabras, les preguntó si habían intentado escribir con ella, y ellas le dieron una respuesta negativa moviendo sus cabezas.

Se levantó de la silla y se dirigió a la biblioteca que estaba del otro lado de la habitación. Comenzó a sacar los libros, dejando al descubierto una línea de frascos etiquetados con una calavera. De uno de los libros que había retirado de los estantes, sacó una hoja y se las extendió, tembloroso, acercándose a la puerta.

A la vez que lo retenían suavemente con una mano en su hombro, las hermanas buscaron ávidas con la mirada el texto para leer. Había sólo una frase: “La lapicera no tiene tinta”.

Tenían buena memoria y no dudaron: abrieron la lapicera, y en lugar del antiguo tanque de goma que tantas veces le habían visto cargar apretándolo suavemente casi con deleite y sumergiéndolo en el frasco de tinta, encontraron un papel de seda enrollado cual si fuera un cigarrillo.

Lo desplegaron con delicadeza. El texto estaba escrito con letra apretada, casi irreconocible salvo por la forma tan caligráfica de las proporciones de las letras. Comenzaron a leer en voz alta.

Queridas hijas:

Siempre les dije que para escribir necesito ser libre. No les dije que ser libre era hacerme cargo del hijo abandonado en mi primera juventud, mucho antes de conocer a Mercedes, la madre de ustedes. Ojalá puedan comprender que mi hosquedad era culpa, vergüenza, un remordimiento constante por no haber sabido aceptar a ese hijo que me hizo huir del pueblo.

Encontrarme con él, retirarlo del lugar horrendo donde fue abandonado de niño, fue reconciliarme conmigo y poder abrir y desplegar mis posibilidades como escritor.

Bien saben ustedes que nada es tan apasionante para mí como realizar crónicas que surgen de la observación del más simple cotidiano.

Una noche que me había quedado a dormir en el campito, un ruido extraño me despertó. Sin encender luces salí sigilosamente y vi un grupo de personas en torno a las colmenas.

Nada dije. A la mañana siguiente retiré unas pocas muestras de miel y confirmé mi sospecha: habían sido envenenadas.

Si bien viajé a otra ciudad para realizar los análisis, tengo razones para pensar que estoy siendo observado. Si algo me ocurre, mi hijo, su hermano, sabe dónde está la miel envenenada.

Encontrarán más detalles en los últimos cuentos. Yo estoy muy perturbado, temo estar volviéndome loco, presiento que la muerte acecha.

No sé quién pueda ayudarme, me siento absolutamente perdido.

Papá

Lloraron los tres abrazados. El balbuceó: “- Hermanas…”, y esta vez las abrazó fuertemente.

Ellas fueron al cuarto donde estaban desplegadas las hojas de los diarios con los cuentos, los pusieron en orden cronológico y comenzaron a releer los títulos: Encuentro con un hijo. Miel. Tres hermanos. Dulce veneno. ¿Quien me delató? La lapicera sin tinta. Absolutamente perdido. La conspiración de la abeja reina y los zánganos perversos.

Se miraron. Tenían mucho trabajo por delante.


FIN


fines de agosto / principios de octubre de 2006