10 de diciembre de 2007

Alas rotas

Ilustración: Joaquín Torres García



"No me mires así", me dijo antes de bajar la vista. Me quedé inmóvil, en silencio, observando las líneas de su frente. Hubiera podido decir algo que aliviara su culpa, pero una parte de mí parecía satisfecha por haber provocado que sus ojos se posaran en el suelo.

Ahora que todo ha quedado tan atrás, vuelvo a preguntarme si no fue la necesidad de la venganza lo que en el fondo me movió a actuar así. Yo no podía aceptar quedar enredada otra vez en su dialéctica, y no logré evitar que tanto dolor dentro de mi piel hiciera catarsis (inconscientemente, claro) en el momento en que volvía a verlo.

Y ese, el instante que por años imaginé como reparador de mis heridas, como una sensación purificadora de mi alma, finalmente no me producía nada, ni siquiera aquella satisfacción del principio.

Lo miraba y sólo podía ver frente a mí restos de un solitario pequeño hombre del fin del mundo, tan aislado de la vida como aislada está la ciudad donde habíamos crecido. Por primera vez lo veía como a un niño, lo que me despertaba una sutil mezcla de ternura y enojo.

Su primera travesura, por llamarla así (ya que es como si estuviéramos hablando de niños), debió servirme para entender que la nuestra estaba destinada a ser una historia impredecible. Era casi medianoche, y al salir del restaurant donde habíamos cenado me dijo: “Vamos a alguna parte”. Tan convincente fue su sonrisa que me dejé llevar, sin que se me ocurriera preguntarle a qué se refería con “alguna parte”, y así fue como a la media hora trepábamos a un tren que partía hacia el sur. Amanecimos a 250 kilómetros de la ciudad, en una vieja estación que parecía abandonada en medio de una llanura desolada. Aquella noche marcó, sin que yo me diera cuenta, el inicio de un camino plagado de mudanzas, viajes, encuentros y despedidas que fueron más lejos de lo que yo hubiera podido imaginar.

Ahora lo veo claro. Cuando aquello comenzó, yo aún pensaba que estábamos embarcados en una historia convencional, y creí o quise creer que tenía frente a mí a un hombre normal, con todo lo que eso significa. Pero no era así. Después de todo, no era la primera vez que alguien me proponía lo que (así lo entendí yo en ese momento) no era mucho más que salir de viaje sin decidir de antemano un rumbo y sin llevar más equipaje que lo puesto. Lo raro fue que yo aceptara, siendo como era hasta entonces tan temerosa.

Fue recién muchos años después de aquel frustrado “viaje a las estrellas” (como él gustaba llamarlo) que me di cuenta de hasta qué punto él había sido capaz de disfrazar sus intenciones con un tinte romántico, cuando en realidad estaba llevando a cabo un plan siniestro. Porque fue necesario que pasara mucho tiempo para que yo pudiera juntar las piezas: el vagabundo romano con el que conversamos durante horas en la Piazza Navona; la violinista anoréxica nacida en Hungría que pasaba las tardes en el subte de París tocando piezas del Renacimiento; el gondoliero que perdió el rumbo y nos tuvo dos horas deambulando por los canales más estrechos y solitarios de Venecia; el mariachi rebelde que cada noche recorría el Zócalo entonando tangos y que nos brindó una inolvidable versión de Naranjo en Flor; la doctora canadiense cuya verdadera vocación era atravesar el continente en bicicleta; el traficante de ciervos de Oregón que me regaló un colmillo que extrajo delante de mí a su última pieza.

Viaje a las estrellas, viaje a las estrellas… debo reconocer que si algo no le faltaba a Patricio era humor …quizás fuera eso lo que me atraía tanto; a veces es hermoso experimentar la sensación del pasado que vuelve. Creo que en algún lugar dentro de mí siempre anhelé volver a él. Pero cuando despierto de mis fantasías y de los locos sueños surrealistas que viví a su lado, vuelvo a ver la realidad y a recordar su macabro plan. Aquellos encuentros “inesperados” (tal como me repetía una y otra vez) no eran tales. Esa noche en Montmartre tomados de la mano proyectando hijos y hasta nietos... ¡qué insensatez! Caminando por la rue del Chevalier de la Barre, subiendo la escalera de las luces sucedió algo que, más que maravillarme con lo que estaba viendo, me hizo sentir una gélida sensación que recorrió repentinamente mis venas, ante el encuentro con aquel vagabundo casi muerto que con su último aliento le murmuró algo al oído. “M18”, repitió Patricio. ¿Qué extraño significado podía tener?

En aquel momento no pude imaginar qué representaba ese cuerpo, ubicado estratégicamente en la parte izquierda de la escalera, rodeado de las lucecitas. Cuando mucho después junté las piezas sueltas recomponiendo en mi memoria los hechos, comprendí que ese hombre se había arrastrado hasta quedar en esa exacta posición, y que el lado izquierdo de esa obra maravillosa de la escalera de las luces representaba el mapa del cielo de un día y una hora en especial: el primero de julio del año siguiente a las 22.00 hs., y que la peña de la bruja quedaba en el pasaje M18 donde Patricio encontró el pergamino.

Poco a poco todo fue encajando, aunque sólo años después me haya resultado claro. No resultó fácil reconstruir la trama. Aún me cuesta creer que ese hombre, el hombre que yo amaba, el que me daba amor a través de sus poros, era un simulador construyendo una historia en la cual yo no era más que una pieza desechable.

Recuerdo su entusiasmo mientras trataba de descifrar el pergamino. Yo descansaba sobre el costado derecho de la cama del hotel; él se había sentado frente a la pequeña mesita y daba vueltas el papel buscando señales. Cuando creyó encontrar algo, se deslizó a mi lado y me sacó del sopor. “Aquí está”, me dijo, y señaló una cruz roja, estampada como un sello sobre el cruce de dos líneas que parecían dibujar un mapa.

Y, aunque parezca mentira, hilando estrafalarios mensajes a través de ese complicado itinerario fue como llegamos a Oregón. No sé bien cómo me fue convenciendo de que estábamos siguiendo la crucecita del mapa; el hecho es que, después de pasar por una sucesión de ciudades de dos continentes, encontrando supuestas enigmáticas señales, un día aparecimos en Salem, en Oregón.

Es gracioso, el lema de ese Estado es Alis volat propriis, que significa “Vuela con tus propias alas”. Yo tenía entonces 19 años. El próximo jueves cumpliré 55. Cuando todo se derrumbó, a las pocas semanas de que llegáramos allí, no tuve otra alternativa que despertar. En ese momento, lo que parecía ser una divertida aventura se transformó en una monstruosa pesadilla.

Hacer lo que hice y volverme sola a mi país, volviendo así -también sola- a mi vida monótona, rutinaria y gris, creo que fue la mejor decisión que he tomado hasta el día de hoy.

Porque Oregón fue el lugar donde las piezas terminaron de armar el rompecabezas. Aquella cabaña alejada que me había parecido el rincón más romántico del planeta, fue en realidad el punto de reunión del grupo. Reconocí entonces al vagabundo romano, a la violinista húngara, al gondoliero, al mariachi, a la doctora canadiense y al traficante de ciervos. A través de las rendijas de una ventana, pude ver como desplegaban armas, planos, máscaras, chalecos antibalas y explosivos. Entonces supe que me había convertido en cómplice de una maniobra terrorista que se disponía a acabar con la vida de cientos de personas. Y yo, aquella chiquilina temerosa y enamorada, fui capaz de romper con el plan a riesgo incluso de mi propia vida.

Aún no sé de dónde me salieron fuerzas para deslizarme en la noche hasta la estación de servicio más cercana y avisar, ante la mirada incrédula del empleado, que a un kilómetro de allí se preparaba una masacre.


FIN

mayo / junio de 2007

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