10 de diciembre de 2007

Flores rojas

- Aquí tampoco está –dijo, cerrando con un gesto de decepción el último cajón de la vieja cómoda.
L
levaban casi dos horas buscándola. La luz del día declinaba. Y la luz de ninguna de las tres coquetas lámparas de la habitación servía para leer –algo que suele ocurrir en muchos hogares- y menos para hurgar en esos grandes cajones de roble colmados de objetos y recuerdos olvidados.
-Yo abandono –dijo la voz fatigada de Sandra-. Que el no buscar se encargue de encontrarlo.
Se sentía triste, sabía que la había dejado en el fondo de sus recuerdos más hermosos y necesitaba verla, reencontrarse con ese momento de su vida. Recordó la visión maravillosa del ocaso, ese instante fugaz en que la luz no ilumina, tan solo se muestra, y comprendió que lo que guardan los ojos y el corazón jamás se pierde; no hay cajones de roble que guarden los ocasos.
Se preguntó qué hacía en esa casa, con esos muebles, con esa persona, y entonces comenzó a comprender todo.
Fue como un disparador, sintió como su mente entraba en un tubo dentro del cual recorría el tiempo a gran velocidad, apareciéndole imágenes entrecortadas que la conducían a ese momento del pasado en el que vivió otra realidad, ignorada durante tantos años.
El vértigo de este pensamiento la sobresaltó y tuvo que controlar la respiración para calmarse y ordenar sus ideas. Si esa foto no existiera, ¿significaría que podía olvidar todo lo pasado, pretender que su vida era sólo la que transitaba ahora... cambiar su historia?
- No, tenemos que encontrarla, es cuestión de vida o muerte –se oyó decir a sí misma.
Y siguieron buscándola, mientras Sandra pensaba en ese pasado, tratando de reconciliarse, de encontrar una pequeña fisura para introducirse en él nuevamente y poder acariciar y cuidar aún las peores horas, aún los más feos momentos.
Miró a Julián; él parecía más interesado que ella en encontrar esa foto, la buscaba como una respuesta, como una curación a tantas heridas abiertas, a todos estos años de felicidad postergada, guardada en algún cajón, como la foto. Ella lo miraba, y todo el amor que tenía la invadió de pronto.
En ese momento Julián se incorporó de un salto.
- Sandra, creo que la encontré, debe ser ésta, no sé… – dijo bajando el tono de su voz a medida que fijaba la vista en la foto que tenía en su mano.
Los ojos de Sandra se humedecieron. Sintió un golpe en el pecho, y supo que sería mucho más duro de lo que había pensado, aunque esa imagen nunca se hubiera borrado completamente de su memoria.
Viendo la reacción y el dolor en la cara de Sandra, Julián se acercó muy lentamente hacia ella abriendo sus brazos para rodearla antes de entregarle la foto. Por un instante se arrepintió de haberle insistido en enfrentar el pasado, de traer sus recuerdos, de catalizar su pena; percibía la fragilidad que la embargaba en ese momento y temió que algo desagradable le pasara. Sintió culpa y miedo al mismo tiempo. Pero recapacitó y se compuso: era ella quien necesitaba apoyo, y él debía asegurarle fortaleza.
Sandra tomó la foto con las dos manos. Apareció ante sus ojos aquel cielo azul surcado por la copa de los ceibos de un rojo intenso, como su pena. Atrás se veían los cerros perfectos, luego el camino de piedras, rodeado del verde nuevo de la primavera. Sintió el aroma entrañable de la naturaleza; hasta creyó escuchar los mismos sonidos de pájaros y niños, y también el silencio.
Allí estaban, en ese cuadradito de cartón. Esa imagen había sido tomada apenas una hora antes del accidente en el que esos cerros perfectos se convertirían en la trampa que les quitaría la vida a todos los que amaba. A todos menos a ella, la única sobreviviente del vuelco de la camioneta que los transportaba.
De golpe se dio cuenta qué inútiles habían sido tantas horas de sesiones con psicólogos, tratando de mirar lo que había pasado como una segunda oportunidad en su vida, como la posibilidad de tener nuevas opciones. No servía, nada había servido. La culpa por seguir viva volvió a ella en el mismo momento en que vio la foto. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y gritó …un grito desgarrador, un estruendo de desahogo inundó el lugar, como si quisiera liberarse de una opresión contenida durante un tiempo infinito.
El grito tuvo un efecto extraño e inesperado: sintió alivio, alivio de tantos años de presión, de culpas, de miedo. Un largo tiempo de construir mucho sin sentir nada se diluía al amparo de esta nueva sensación; pudo darse cuenta que en estos años había conocido su vocación y la había abrazado con total entusiasmo y creatividad, habían nacido sus hijos, construyeron con Julián esta casa, esta familia.
Sus padres y su hermano muertos aparecieron envueltos en el aire de su nueva alegría. Sintió una maravillosa levedad, como si todos los gritos no gritados en estos años se hubieran desahogado en uno solo en ese momento. Su vida pasada y la actual se fundieron en un haz de luces y sombras. Abrazó a su amado casi por primera vez.
Después de un rato, ya más tranquilos, Sandra y Julián caminaron juntos hasta el auto. Habían acordado que si encontraban la foto irían esa noche a cenar en la pequeña posada del cerro; lejos de la rutina hogareña podrían conversar tranquilos y reencontrarse con su futuro. Era un momento especial.
Al subir al auto, Sandra percibió el aroma de los árboles en flor del jardín de la casa; también vio esa extraña mezcla de azules, lilas, naranjas y rojos del último cielo del atardecer. Julián, sentado al volante, disfrutaba la mirada tranquila de su esposa y sentía cómo su destino había dado un vuelco a partir del hallazgo de la foto.
Partieron en silencio, inmersos cada uno en sus pensamientos. A medida que avanzaban por el estrecho camino que trepaba el cerro, una sensación de inquietud se acrecentaba en el corazón de Sandra. Nerviosa, molesta, comenzó a moverse en su asiento. Julián lo percibió; trató de calmarla, pensando que la imagen de la foto la estaba afectando más de lo que había demostrado en un primer momento.
Súbitamente, la mujer, con ojos llorosos y enrojecidos, lo miró.
- Acabo de comprender... ahora sé qué pasó... fui yo - dijo entrecortadamente.
- ¿Qué pasa, Sandra? …calmate, qué decís... ya hablaremos después... ya pasó todo...
- Lo siento Julián, no puedo evitarlo... tampoco pude aquella vez...
Y con una mirada fría y una fuerza increíble para una mujer tan pequeña, tomó el volante y lo giró violentamente, tan rápida y sorpresivamente que Julián no pudo recuperar la dirección del auto. Desesperado, él miraba a su mujer sin poder reconocerla: esa fría mirada, como poseída, que se complacía cuando el auto se desbarrancaba dando tumbos entre los ceibos en flor y las piedras de los cerros, para estrellarse a treinta metros, en el fondo del barranco.


FIN

agosto / noviembre de 2006

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