13 de agosto de 2007

El Mandato

- Vamos, Tao. El niño tendría unos 5 años. Puso la mala cara de siempre que lo contrariaban, miró por última vez a la jirafa, y se dio vuelta cansadamente para irse con su madre.
Se llamaba Tao porque su padre, poco antes de él nacer, se había fascinado con las ideas new age y particularmente con las filosofías orientales, y había insistido en que lo llamaran así. Decía que nacería un niño sabio. La madre, más convencional, quería llamarlo Germán, como el galán de su novela favorita.
A regañadientes el padre algo cedió, y el niño se llamó Tao Germán. "Pero lo llamaremos Tao", sentenció.
Cuando dos años después el padre los dejó y se fue a Brasil detrás de una joven modelo, la madre comenzó a llamarlo "Tao Germán". Poco después debió desistir, cuando la maestra de la salita rosa la citó para decirle que Tao se desconcertaba y lloraba creyendo que los compañeritos se iban a ir y dejarlo solo cuando le decían: –Tao, Germán.
Durante años recordó el episodio del zoológico; fue un hito en su vida, y de allí en más respetó las consecuencias de su juego interno. Harto de la duda de cómo llamarse, ese día le había preguntado su opinión a la jirafa. Él entendería que si se quedaba quieta, la respuesta era Tao, y si no, Germán. Concentrado como estaba en semejante decisión, el llamado de su madre lo confundió y poco pudo hacer mientras se sentía arrastrado casi por la fuerza. Pero no podía dejar de mirarla mientras se alejaba; ella seguía inmóvil y él se había convertido para siempre en Tao.
Le costó aceptarlo, pero aprendió a defender esas tres letras con orgullo. Saber que lo había bautizado una jirafa lo hacía sentir muy especial, y era preferible eso antes que la injusticia de portar un nombre elegido por quien cobardemente había huido después de semejante acto.
Tao Ferreira no tuvo una infancia complicada. Creció rodeado de sus tías Ana y Tati, que lo llevaban a pasear a todas partes y lo colmaban de regalos, y su abuela Olga, que lo malcriaba tratando de compensar la ausencia de “ese cretino”, mientras su madre trabajaba como secretaria ejecutiva de una multinacional. Su niñez pasó, y antes que nadie pudiera notarlo, Tao había llegado a la adolescencia. Pasaba la mayor parte del tiempo con sus amigos, vagando por el barrio, buscando cosas nuevas para hacer.
Mas allá de haber sido bautizado por una jirafa, Tao se creía una persona normal. Esto era así porque siempre había sido él mismo, es decir, no tenía otra referencia suficientemente válida de cómo sentía una persona normal. Sin embargo, independientemente de lo que él creyera, algo extraño crecía en su interior. No en sus venas, no en su cuerpo, sino en su alma y en su manera de ver y actuar. Tao no lo sabía, pero muy pronto experimentaría situaciones nunca antes descriptas en libros ni relatos.
Un ejemplo de lo que tratamos de decir sería su particular relación con las especies zoológicas. Tao tenía de los chicos -y de los humanos en general- una valoración que se podría calificar de deficiente comparada con el alto reconocimiento que sentía, entre otros, hacia su perro Momo. Con él asiduamente visitaba el zoológico, permaneciendo largas horas, conversando en especial con las panteras y los tigres, reyes, para él, de una sabiduría y comprensión muy superior a la de sus congéneres. Les relataba los últimos acontecimientos acaecidos en su casa y en la escuela, pidiéndoles algunas veces consejo, a lo que los bondadosos felinos respondían, más allá de los pobres y embaucadores instrumentos del lenguaje humano, con movimientos certeros y precisos.
Un día ocurrió lo que alguna vez tenía que ocurrir: distraídos en la charla con los tigres, Momo y él, tirados en un rincón de la jaula de sus anfitriones, se olvidaron de la hora. En realidad, se perdieron del tiempo. Desde ya, los guardias en su recorrida de rutina antes de cerrar, no advirtieron, ni siquiera imaginaron, ese conciliábulo que ocurría en un rincón tan alejado de sus aburridas vidas.
Con el atardecer se fue apagando el diálogo, y esa somnolencia que le agarraba al caer el sol, se apoderó de él.
Habría pasado una hora quizás, ya era de noche, cuando Tao se despertó. El desconcierto fue más grande que el temor… esa realidad pertenecía a otro universo. Su fantasía lo había llevado varias veces a situaciones parecidas, pero nunca tan lejos como para saber lo que sucedería a continuación. Un hocico mojado sobre su mejilla lo sacó de sus cavilaciones. Supo que no era Momo, ya que su mano derecha estaba posada sobre el lomo de su fiel amigo. Quiso ponerse de pie, pero la presencia del otro tigre frente a él le restringía el movimiento.
Entonces sucedió algo que solo podía pasar en sueños. El tigre que estaba más cerca de él empezó a hablarle; no con el lenguaje de los humanos, sino con gruñidos y otros sonidos. Lo diferente esta vez fue que él pudo entender todo.
Tao escuchó atentamente y sin interrumpir, y cuando el tigre terminó de hablarle, un pesado sueño cayó sobre él.
Lo despertaron los llamados de sus amigos y familiares, que lo buscaban preocupados, ya entrada la mañana.
Pensó rápidamente qué hacer para que nadie sospechara lo ocurrido; salió de la jaula, fue hasta la sombra de un árbol, se acostó y se hizo el dormido hasta que su tía Ana lo encontró.
Necesitó inventar algo coherente cuando empezaron a llover las preguntas, y pudo sortearlas sin mayores complicaciones.
Los días pasaron y Tao no podía dejar de pensar en las palabras del tigre. Poco a poco, en la escuela, con sus amigos, en su casa, le fueron ocurriendo algunos cambios, al principio tomados como divertidos, pero luego un poco más preocupantes.
Que Tao no se despegara jamás de Momo, incluso a la hora de irse a dormir, era una suerte de manía que ya no sorprendía a nadie. Más extraño era el mutismo con que comenzó a quedarse pegado al canal de animales de la televisión. Y más aún lo fueron otras metamorfosis: los besos a su madre, tías y amigos fueron reemplazados por algo así como lamidas... amorosas, tiernas y suaves lamidas a la hora de despedirse o recibir a alguien. Y si esto, que al principio pareció divertido, se volvía disgusto o molesta reprensión, la respuesta de Tao no se hacía esperar, bajo la forma de un sordo gruñido, leve y algo amenazante al principio, agresivo e irascible después.
Rarezas de un chico criado sólo por mujeres, un poco sobreprotegido, decían algunos. Pero las cosas tomaron otro carril cuando su tía Ana, cansada de recibir como respuesta a sus concretas preguntas, indescifrables sonidos guturales, terminó propinándole una sonora bofetada que el pequeño felino contestó con un inmediato zarpazo en la cara.
Gritos, histeria y llantos en casa del bueno de Tao, quien nada comprende de todo ese alboroto, y sale corriendo, seguido por su fiel Momo. Corre como enceguecido y sin meta, aunque se trate en realidad del conocido trayecto a las afueras de la ciudad, donde se encuentra el zoológico.
Su olfato reconoce el camino, sus ojos no; los colores ya no son los mismos y los objetos tienen una vibración nunca antes vivenciada por él. Se da cuenta de que capta la realidad con todos sus sentidos, está más presente que nunca.
De pronto ya no corre, camina lentamente, siente claramente su peso sobre sus mullidas patas. Aunque todavía conserva su forma humana, se percibe a sí mismo como surcado por cientos de rayas negras que definen un dibujo muy particular. Sabe que ha cruzado un umbral… Tao es el todo y la nada, el adentro y el afuera, es un solo ser habitado por dos universos, pero todavía entero.
Repentinamente recuerda las palabras del tigre y con toda decisión cambia el rumbo y se dirige al museo de ciencias naturales.
Pasó allí horas y horas buscando en las bases de datos, hurgando en los archivos. Pero no había caso, no aparecía ningún registro que hablara sobre eso.
A punto de rendirse estaba, cuando tropezó con la información de un reciente incidente ocurrido en algún lugar de Europa con una chica que se comportaba como un reptil. Luego, casi por coincidencia, encontró una noticia referida a estudios que se habían hecho varios años atrás a un anciano que se comunicaba extrañamente con las aves, estudios que habían quedado inconclusos porque éste se había escapado volando.
Estaba en eso, cuando su olfato comenzó a percibir un olor que le trajo reminiscencias del jaulón de las águilas del zoológico.
A medida que el olor se hacía más fuerte y evidente, comenzó a percibir que algo o alguien estaba detrás de él. Con un movimiento brusco se dio vuelta, y cerca estuvo de atrapar a ese ser; pero éste insólitamente se elevó, con tal rapidez que ni siquiera pudo tocarlo. Inmediatamente supo que era el anciano-águila.
Ese incidente transformó algo dentro de él. Aunque sin poder ponerle palabras, Tao sintió, simplemente sintió con todo su ser, la bendición de una situación excepcional que por alguna razón había caído sobre él: lo que la mayoría de las criaturas tienen negado, a él le había sido otorgado.
Estiró sus mullidas patas, se rascó la piel lustrosa y bostezó complacido. Al salir del museo, la calle repleta de autos y la gente apresurada lo molestaron como una antigua y dolorosa agresión. Algunas palabras leídas en los archivos del museo saltaban sin rumbo en su mente… “extrema sensibilidad con los instintos primigenios”, “patológica abolición del super-ego”, “retorno psicótico a una sensibilidad instintiva abolida por la civilización”, “otra realidad aparte”, etc., etc.
Se detuvo frente a una vidriera atraído por fotos que publicitaban cortes de carne. Sintió hambre y refregó su lomo contra el vidrio. Entró sin vacilar. Desplazándose naturalmente entre la gente, llegó al sector de la carne y retiró tres buenas chuletas, para salir, obviando colas y demás trámites, a la felicidad del luminoso día. Un par de personas salieron corriendo tras él vociferando agresivamente. Comprendiendo a medias lo que estaba sucediendo, Tao también comenzó a correr, dirigiéndose decididamente hacia el atajo que lo llevaba al gran parque, donde se sentía más protegido y en casa.
Cansado, se tiró en la hierba fresca y se quedó dormido.
Tuvo un extraño sueño: una persona cuyos rasgos le resultaban familiares, discutía con alguien a quien él no podía ver, y le decía algo así como "No me pregunte qué hago aquí, no sé... tampoco sé de dónde saqué todo esto ni por qué lo hice... yo nunca quise escribir... pero papá insistió, insistió, insistió... y no es que tuviera mucha autoridad ni fuera muy convincente... yo lo veía trabajar y trabajar, todo el día, todos los días de su vida, sólo para que yo pudiera estudiar y ser alguien... demasiado tal vez, sí, creo que trabajaba demasiado… a veces me parece que le faltó garra para pelearle a la vida de otra manera... pero él decía todo este sacrificio lo hago por vos, para que puedas llegar a ser alguien... como era tu abuelo, ¿ves?... él sí tenía vuelo... y una generación entera ha leído sus maravillosos cuentos... pero vos...".
La garúa lo despertó …y no solo la garúa, el sueño también.
Se sintió confundido; no entendía qué hacían esas chuletas bajo su remera. Las imágenes se apretujaban en su cabeza… la carrera hacia el zoológico, el cambio de rumbo hacia el museo, la información, el anciano-águila, las palabras del tigre, ese rostro del sueño… todo en un instante. Y ese vacío de siempre.
Poco a poco se fue aquietando, respirando más profundamente. De golpe le vino el recuerdo de un día en que su tía Tati había arrebatado de sus manos una foto encontrada por él entre viejos papeles, que en el dorso tenía escrito en letra muy clara: “Sé que todo esto es difícil, pero a pesar tuyo, algún día Tao entenderá que mi lib…”, y no llegó a leer más. ¡Ésa era la cara del sueño, la de la foto! La otra presencia, la que en el sueño no podía ver, le resultaba de sobra conocida, por ser casi el único interlocutor con quien compartía un código común en los últimos tiempos, tras los barrotes de la jaula.
Al levantarse se dio cuenta que sentía su cuerpo más liviano. En vez de lamerse para limpiarse el pasto, como se había acostumbrado a hacer, se lo sacudió con las manos. Comenzó a caminar rumbo al zoológico, guiado por la certeza de que su amigo lo esperaba impaciente.
Al llegar, le dio las chuletas y lo miró a los ojos. El tigre sostuvo la mirada. En ese lenguaje en que se comunicaban, Tao le preguntó: “¿Dónde está mi padre escribiendo ésta, nuestra historia?”.
El sabio felino pareció sonreír de alegría al encontrarse con el muchacho y su liberadora pregunta. Antes de contestar, le lamió tiernamente la cara, colocando una de sus patas sobre el hombro derecho de Tao, como protegiéndolo.
- Son muy pocos los humanos –dijo- que comprenden algo tan simple como que el universo está movido por amor. Y bien, tú eres uno de esos pocos, mi querido amigo. Y al comprenderlo lo estás sosteniendo también... estás evitando su desbarranco total… La mayoría de tus congéneres se mueven adquiriendo cosas y comprando seguridades, olvidando esta verdad tan simple y construyendo castillos de arena que el primer viento aniquilará...
Se detuvo, como dándole tiempo para terminar de pensar lo que le estaba diciendo.
- Ahora sí entiendes, mi pequeño amigo –continuó al rato- que no hay nada en este mundo que muera definitivamente. Tampoco la muerte de tu pobre padre, que ahora está aquí, más que nunca, con nosotros… Nada hay que escape a la cadena de causas y efectos. No sólo lo que se hizo en este mundo es lo que queda, también lo que no se hizo, lo que no se pudo hacer, lo que otros deberán completar...
Con los ojos llenos de lágrimas, Tao se acurruca en el cálido regazo de su fiel amigo, quien con enorme ternura le lame la cara como queriendo secarle las lágrimas. Luego se deshace suavemente del muchacho. Una mirada de despedida se cruza entre ellos, una mirada cargada de agradecimiento, de conmovedora esperanza.
Tao vuelve al parque. Va caminando lentamente, se siente casi flotando, liberado de una carga insoportable para ese tierno corazón, ahora henchido de paz y abierto a un horizonte lejano pero luminoso.
Con Momo dando vueltas a su alrededor contagiado de una suerte de alegría que no sabe de dónde llega, Tao se sienta a la sombra de un árbol, saca papel y una birome de su mochila, y comienza a escribir:
- Vamos, Tao.

FIN

octubre 2005 / febrero 2006

Sobre El mandato

El Mandato fue escrito por Laura, Juan, Raúl y Goio en cuatro vueltas, entre octubre del 2005 y febrero del 2006. Es el segundo cuento que se termina como parte de la experiencia Cuentos Con Vueltas.
Existe un tercer cuento, llamado Los martes, naranjas y jirafas, escrito por otro grupo a partir del mismo texto inicial, también como parte de Cuentos con Vueltas.
Al terminar el cuento, los autores se autopresentaron así:

Laura
Nací en el '52 y luego de variedad de actividades y conocimientos, de ensayos y errores, llego hoy al privilegio de trabajar dentro de lo que más me gusta, la plástica y la astrología. Vivo en Buenos Aires.Viajera de los mares de la creatividad, llegué un día a las tierras de CCV, un espacio que abre la posibilidad de experimentar la escritura (antes solo reservada para "los que saben") desde un juego que propone unirse a ocasionales e incógnitos compañeros de ruta para el desafío de entramar historias conjuntas. Casi mágicamente me he convertido en "cuentera"; una aventura impensada, un placer.

Juan
Mi nombre es Juan Andrés González. Aunque un poco novelesco y no muy original, me gusta. Soy de Jujuy, tengo 22 años y vivo en Córdoba. Estoy terminando una Tecnicatura en Sonido y toco la guitarra. Siempre me gustó escribir, pero nunca pude hacer mucho más que canciones o poemas. La verdad, me gustó mucho ser uno de los cuatro corazones de El Mandato.

Raúl Rosseti
Viajero y escritor, publicó un libro en Holanda y dos en Argentina (estos últimos son "Samsara", Ed.Legasa, 1989, y "Túnez y otras orillas", Ed.Sudamericana, 1993). Se trata de libros de viajes autobiográficos, al igual que el que está escribiendo actualmente, una suerte de “memorias”. Este cuento sería entonces lo primero que escribe en la denominada categoría de "ficción" -suponiendo, claro, que toda la literatura no entrara dentro de esa categoría y pudiéramos exceptuar biografía y ensayo...Tiene 60 años y reside actualmente en Buenos Aires, donde se dedica a la traducción.

Goio
Tengo 55 años y vivo en Jujuy. Trabajo en proyectos empresarios y sociales. Soy astrólogo. Me gusta escribir. Lo he hecho en diferentes momentos de mi vida. Soy un poco el papá de Cuentos con Vueltas. Se podría decir que me he convertido en un Administrador de Cuentos...

Destellos

- Tomá, leelo... -Javier no salía de su asombro. Sacó la hoja del sobre, y leyó.
"Querido tío: "¿Cómo estás? ¿Cómo andan todos por allá?...
"Hoy tengo mucha necesidad de escribirte, sabés?, será la distancia, o no sé qué, pero me he dado cuenta que las cosas más importantes de mi vida siempre las he compartido con vos antes que con ninguna otra persona.
"Mi vida en esta ciudad ha ido tomando un cauce cada vez más raro. No sé, no creo haber hecho nada especial para que así ocurra. Sin embargo, desde algún lugar intuyo mi aporte. No sé, es desde las percepciones, hasta los sentidos se me aparecen como resaltados, los órganos incluso parecen palpables. Es un estado tan diferente al que estoy acostumbrado, sabés bien de qué te hablo. Las emociones y los impulsos...".
Detuvo la lectura con esa cierta inquietud de quien presiente la frase siguiente, de quien pierde por un instante la conciencia entre lo ya leído y lo que aún resta por leer.
El apenas leve sonido de los dedos recorriendo línea a línea las palabras sobre el papel había sido interrumpido por una repentina ráfaga de viento, que atravesando las cortinas, hizo sonar tenuemente el adorno de campanillas que colgaba muy cerca de la ventana.
Giró la mirada y se quedó como absorto en el sonido que despedían las brillantes laminillas de metal, que en su incesante movimiento provocaban pequeños destellos de luz que se proyectaban en la semipenumbra de la habitación. Era como si el tiempo se hubiera entremezclado hilvanando pasados y presentes en absoluto desorden.
- ¿Estás bien...? – le preguntó Mercedes con cierto arrepentimiento de haber puesto la carta en manos de su marido.
- Sí... sí... – contestó Javier, como distraído. Le vinieron imágenes de Martín cuando era chico. No había tenido demasiada relación con sus sobrinos, pero sí, ahora creía recordar que con Martín siempre había habido algo... algo especial.... ¿o lo imaginaba ahora?... Le vino abruptamente una escena a la cabeza: Martín, que era muy chico (...debía tener unos cuatro o cinco años... quizás menos...) apareció de golpe en su casa... llegó solo (lo cual no tiene sentido, pensó ahora, vivían a media hora de colectivo de mi casa), abrió la puerta y entró (¿cómo entró?... ¿no cerraba yo la puerta con llave en aquella época?...)... casi sin saludarlo, se paró delante de él y le dijo algo...algo como si hubiera conseguido olvidarlo…
- “Yo voy a cortar la cadena”.
A pesar de lo extraño y lo borroso, ese algo le zumbó por años en la cabeza, en los oídos y en las muelas.
Desde antes, desde siempre, Martín lograba en él esa conmoción, esa sorpresa, esa mezcla de estupor y mal gusto. Desde siempre, vencía el tiempo y la desproporción logrando adueñarse de él y dejarlo en el anonimato y el vacío.
Luego volvía a la normalidad, seguía jugando, desentendido, como si tal cosa... Ahora con la carta volvía a hacerlo, volvía a anticipársele, desnudando con la mayor naturalidad el estado pendiente que Javier aún no había logrado alcanzar. Una y otra vez, Javier quedaba vulnerable, anulado.
Cortar la cadena… Cuántas veces Mercedes había querido que “el tío” olvidara para siempre, definitivamente, a su “querido y recordado sobrino”. Cuántos esfuerzos inútiles.
Para Javier, sonaban muy lejanas las reiteradas advertencias de Mercedes y del Dr. Ordóñez – su médico de cabecera - acerca del creciente deterioro que sufría su salud física y mental.
El adorno de campanillas volvía una y otra vez. Aquel sonido vibrante e intangible, insistía y convocaba. Javier supo que había llegado el momento de leer el último párrafo de la carta.
Volvió la vista al papel. “Las emociones y los impulsos parecen no tener freno y su represión me atormenta y me tortura. Intuyo que hoy… elijo que hoy sea el día para poner punto final a todo esto y como te dije, lo comparto con vos antes que con ninguna otra persona, como siempre. Me he decidido, voy a hacerlo”.
Así terminaba su carta, sin despedida pero con ese punto final que Javier no podía sostener, por no animarse, por no soportar la carencia ni encontrar la firmeza necesaria.
Javier quedó atónito. Otra vez Martín se concretaba a sus expensas.
Afuera moría la tarde y los primeros sonidos de la noche invadían la habitación, ya casi en penumbras.
Las campanillas decidieron detener su movimiento. Era curioso. Un suave destello proveniente de las láminas de metal emitía un haz de luz que dibujaba sobre el piso, en un rincón de la pieza, un círculo luminoso de extraña palidez.
Y allí, justo allí, en ese círculo azulado, se hallaba Martín, con el cuerpo oscuro y ese rostro profundamente sereno, como antes, como siempre...


*

El lunes siguiente, al volver del trabajo, Mercedes encontró otra carta bajo la puerta. Miró el remitente, la puso en su cartera, entró en la casa y se aseguró de que Javier no estuviera.
Se sentó en el sillón grande, la abrió, respiró hondo y leyó:
“Mercedes, querida hermana:
Toda esta semana he estado pensando en vos. Será tal vez porque, como seguramente vos también habrás recordado, en estos días Martín habría cumplido 23 años... Parece mentira, aunque hace ya casi 20 años que se fue, es como si...” –se detuvo, apoyó el papel en su falda y se quedó como mirando al vacío.
Al rato (no podría decir cuánto tiempo pasó) volvió quién sabe de donde, miró el papel con sorpresa, como si recién lo viera, lo levantó y metió su vista entre el texto, a quemarropa, donde la mirada quiso caer. “...que muchas veces me he puesto en tu lugar, y me imagino que el dolor de una madre por su hijo es algo que ningún tiempo puede borrar...”.
Le pareció sentir pasos. Era Javier. Había llegado más temprano y la miraba con ojos inertes, agotados, acostumbrados a los lenguajes cuyas palabras parecen no decir nada.
- Carta de mi amiga Valeria…-intentó disimular.
- Me imaginaba… ¿Alguna referencia a mi persona?
Mercedes se mantuvo callada.
- Me imaginaba…-. Tomó un vaso usado, el que encontró más a mano, la botella de whisky, apuntó a su habitación y cerró con llave. Otra vez, otra más, otra inacabable vez más…
¿Qué contención encontraría Javier entre esas cuatro paredes, acorralado entre penumbras y destellos persecutorios girándole alrededor de su escabiada cabeza? Mercedes sentía envidia de la capacidad que él tenía o inventaba tener para no volver a acercarse a aquel 12 de abril de 1976.
El doctor Ordoñez se equivocaba, o al menos se equivocaba a medias. No había en Javier deterioro mental, lo de él era un poder.
Ojalá Mercedes pudiera evadirse, alucinar o lo que puta fuera eso. Pero a ella, como una constante, a diario la torturaban los flashes de las imágenes, desde las más lejanas a las más recientes... 1970 / Conoce a Horacio Pastoral / Él y su “coro”, como llamaba a la gente de la causa / Javier, su cuñado, con su calma, su centrado criterio / 1971 / Feliz convivencia con Horacio, se casan / Primera sospecha de persecución mientras caminaban por Corrientes / Javier protector, alertando / 1972 / Mercedes se embaraza / Horacio absorbido por las pasiones políticas / Ausencia, vacío / Javier… está / 1973 / Horacio… no está / Nace Martín Pastoral, sí, Pastoral / Horacio abocado a su lucha / 1974 / Primera amenaza telefónica / Javier… sigue estando / 1975 / Mercedes abocada a Martín / Mercedes ajena al movimiento / Mercedes ajena a Horacio / 1976 / Encuentro que desde el 73 es habitual: Martín en la plaza con Horacio / Departamento de Javier / Irrumpen ellos / Mercedes en la cocina / - ¿Dónde está?, le gritan / Javier queda en el cuarto / -¿Dónde?, lo aprietan / al no verla él habla… / Horacio y Martín no vuelven / Mercedes no confiesa la verdad a Javier ni lo hará nunca / Javier, su hermano y su sobrino…su sobrino… / Mercedes y Javier quedan… ¿vivos? / Mercedes no habla ni hablará / 1977 / de allí para aquí… a búsqueda… de allí para aquí… el silencio… allí y aquí… la nada.


*

Encandilado y ciego entre laminillas de metal, Javier volvía a aquel estado al que Martín lo encadenaba, allí donde las percepciones y los órganos se vuelven palpables, donde el dolor se pierde, donde la inercia no pesa. Allí donde podía sentirlo cerca, estar… estar con él… encontrar desahogo… lejos, lejos de todo… lejos también de Mercedes y su patética intención por volverlo a la vida... a pesar de todo… a pesar del doliente y maldito reclamo de su malmuerto hermano, de la más terrible sensación de carencia, a pesar de su propia y detestable persona… a pesar de todo.
Cortar la cadena… ¿podría alguna vez tomar el impulso y animarse?


*

El martes a la mañana, casi lista para partir hacia el trabajo, Mercedes escuchó que golpeaban a la puerta.
- ¿Quién es? – preguntó a las apuradas, con el último sorbo de café en su voz.
- ¿Podría usted abrirme, por favor? –dijo alguien del otro lado, con perceptible acento español.
Abrió. Un joven la miraba con su misma extrañeza. Alto, rozagante. Fuerte, pero con un toque de timidez... Por un momento se le ocurrió... no puede ser, le volvió de golpe la imagen de Horacio... no, qué estoy pensando... Dios mío, se me hace tarde... la inconfundible quijada de los Pastoral...
- ¿Tú eres Mercedes? –preguntó resuelto el joven alto.
- ¿Quién... quién es usted...? –balbuceó ella con su mirada en las manos del joven.
- Pues... vale, que de eso se trata... es que creo que yo... Vamos, qué difícil... Oye, ¿no has recibido una... digo, eh... una carta de...? –se interrumpió.
En realidad lo interrumpió el sonido que una repentina ráfaga de viento, atravesando las cortinas, hizo oír tenuemente desde el adorno de campanillas que colgaba muy cerca de la ventana.
Sorprendido, el joven miró hacia adentro de la casa, por detrás de Mercedes. La ráfaga de viento lo empujó tres escalones arriba, haciéndolo detener en el umbral de la puerta.
Y allí se quedó, se quedó como absorto ante el sonido que despedían las brillantes laminillas de metal, que en su incesante movimiento provocaban pequeños destellos de luz que se proyectaban en la semipenumbra de la habitación.
Es curioso... Era como si el tiempo se hubiera entremezclado, hilvanando pasados y presentes en absoluto desorden.


FIN

agosto / diciembre 2005