18 de diciembre de 2007

Después de la lluvia




La lluvia, densa, no cesaba. Ya no recuerdo desde hacía cuánto tiempo, como si toda la vida hubiera sido así: gris, pegajosa.
Las calles de tierra se habían convertido en pequeños riachos que se encrespaban cada vez que el Gordini color bordeaux del Dr. Cuatrín se desplazaba dando barquinazos hacia un lado y hacia otro.


Parecía que nada iba a cambiar esa rutina del rumor del agua y el golpeteo de las gotas que se multiplicaban desde el techo en los tachos que mi madre y mi abuela, diligentes, iban poniendo mientras hablaban de futuros arreglos para que esto no volviese a ocurrir.

El deseo unánime del pueblo no bastaba para detener la sostenida e insistente caída de gotas grandes, gotas medianas, gotas pequeñas; llovizna, nieblas y neblinas. Agua y más agua con todas sus vestiduras y sonidos, en paraguas y goteras, en latas y en canaletas, en charcos y riachos.

Perseverante y con su obsesivo olfato de investigador nato, el bueno del Dr. Cuatrín navegaba sin timón en su paciente Gordini a través de las calles y de las plazas, describiendo casi perfectos círculos concéntricos de distintos diámetros, con diferentes sentidos de circulación.

Es que el Dr. Cuatrín, viejo amigo de mi madre y de mi abuela, tenía una llamativa teoría, que explicaba con rostro sereno y un tono de voz más que convincente: “En nuestro pueblo debe haber una calle donde no llueva” –decía-, a lo que todos lo acompañábamos repitiendo al unísono: “Ya van a ver... ya la voy a encontrar”; tal era su inmodificable y esperanzada frase final.

Una mañana, como era su costumbre, el Dr. Cuatrín salió en el Gordini para el recorrido diario. Al pasar frente a la capilla del pueblo, vio al cura párroco encabezando una procesión que llevaba en andas al Cristo. Iban pidiendo al cielo y al Señor que cesara la lluvia.
Movido por un repentino impulso, el Dr. Cuatrín se encaminó hacia el círculo concéntrico más lejano, aquel que los lugareños llamaban el borde del pueblo. Lo recorrió observando atentamente cada calle que allí desembocaba. Frenó bruscamente en una esquina y miró atónito: ¡en esa calle no llovía!

Bajó del Gordini y comenzó a recorrerla. Una de las casas, casi un rancho, tenía la puerta y las ventanas abiertas de par en par. Dentro de ella, sobre un fogón de leños encendidos, el contenido de una olla hervía despidiendo un fuerte olor a yuyos. Entró despacio. Una anciana decía en voz alta frases que él no llegaba a entender. La mujer se calló al oirlo entrar y lo miró fijamente, como esperando algo. El Dr. Cuatrín le preguntó quién era. Ella contestó: “María… como usted dice doctor, la curandera del pueblo”.

El Dr. Cuatrín no pudo evitar que la cara se le pusiera roja de vergüenza. Había entrado sin permiso en la casa de la persona a la que siempre había desprestigiado acusándola de mala praxis e ignorancia, aun sabiendo en lo más íntimo que él mismo había constatado algunas “curas” que se le atribuían a ella y que, aunque le molestara reconocerlo, escapaban a la comprensión de su ciencia.

¿Cómo era posible que en tantos años sólo la hubiera conocido de mentas? ¿Sería posible que una triste vieja, en un rancho sucio y húmedo, tan sólo hirviendo unos yuyos malolientes, hubiera logrado detener la persistente y eterna lluvia que inundaba al pueblo?

Sin apartarse de sus lecciones de cortesía pueblerina, Cuatrín hizo una leve reverencia con su cabeza a modo de despedida. La anciana respondió el saludo con una sonrisa sincera y tierna.
Mientras regresaba en busca de su Gordini, el doctor miraba hacia el cielo tratando de descubrir el límite preciso de las nubes y hallar las causas que producían ese efecto tan particular de hacer llover allá y no acá.

Ya en el auto, recorrió unos metros casi a paso de hombre. Frenó bruscamente. Luego retrocedió unos centímetros en marcha atrás. Clavó otra vez los frenos. Nervioso, encendió presurosamente dos cosas al mismo tiempo: el limpiaparabrisas y la mitad de un cigarro que lo esperaba en el asiento de al lado.

Atónito y maravillado, sacó la mano con el cigarro fuera de la ventanilla, para comprobar lo que veía: mientras a escasos centímetros de su nariz, en el parabrisas, arreciaba la lluvia, ahí, ahí mismo a su costado, el humo del cigarro se elevaba, seco y prepotente, hacia un límpido cielo de verano.

Se restregó los ojos mientras se preguntaba con inquietud si estaría soñando o alucinando.
Puso en marcha el Gordini mientras se le ocurría volver a recorrer ese círculo concéntrico más lejano pero en sentido inverso. Tomó por una calle transversal. Manejaba pensativo, tratando de dilucidar si el paisaje, sus propios movimientos o quizás la escasa gente que veía caminando, podían confirmarle si estaba despierto o soñando.

Por la calle anegada vio avanzar la procesión: hombres, mujeres, jóvenes y algunos niños, cubiertos con paraguas, pilotos, bolsas de nylon, elevando sus ruegos y cánticos. La procesión se detuvo frente al Gordini, y el cura no tardó en exigirle que los acompañara.

El Dr. Cuatrín bajó del auto, miró fijamente al sacerdote y le relató lo sucedido en la calle de la curandera. El cura ordenó solemne a su gente: “Vamos para allá”. El Dr. Cuatrín sintió temor de lo que podría llegar a pasar e intentó detenerlos, pero el cura volvió a ordenar: “Vamos”, y la columna se puso en marcha.

La gente seguía al cura y el cura seguía al gran Cristo que alzaba en sus manos. Caminaba enérgico guiado por una furia que no quería aceptar y que tenía mucho que ver con pedirle cuentas a un dios que prefería generar milagros a través de una bruja y no de su ferviente emisario.

El Dr. Cuatrín se quedó a solas con sus dudas en medio de la calle. Vio alejarse la procesión hacia el punto en el que él había frenado bruscamente y vio que al pasar sobre la marca de la frenada, entonando sus ruegos y cánticos, la gente continuaba empapada en esa lluvia que la seguía, insistente, como una letanía.

Cuando se dio cuenta de que a su alrededor, en cambio, había dejado de llover, cayó de rodillas, tapándose la cara.

Guiado por su más honda intuición –poco explotada en su vida inundada de ideas, fundamentos y teorías- comprendió, a través de un leve temblor en el cuerpo, que su teoría de “la calle sin lluvia” se acababa de derrumbar en mil pedazos, o en millones de gotas sin caer.

Sin embargo, una leve sonrisa se dibujó en su rostro. Es que, aunque no encontraba el diagnóstico preciso de tal situación, había comenzado a adivinar que los espacios y los tiempos tal vez tuviesen el poder de trasladarse y transcurrir más allá de los caminos y de los relojes.

Cuatrín había buscado afanosamente una calle sin lluvia. Ahora comenzaba a comprender, vagamente, que era él mismo quien había logrado deshacerse de aquel cuantioso diluvio de gris monotonía.

Al incorporarse, se encontró ante la sorpresa de que la procesión había regresado sobre sus pasos, y que tanto el cura como la gente prolijamente encolumnada, lo miraban fijamente. La voz del párroco se alzó para acusarlo de herejía: habían visto que la lluvia había cesado en el mismo instante en el que él había caído de rodillas.

Inquisitorio, el cura ordenó a su séquito trasladar al Dr. Cuatrín hasta la alcaldía.

Pero los gritos de aprobación del gentío fueron interrumpidos por sonidos intensos de percusión y cánticos. Ante la sorpresa de todos, desde el llamado borde del pueblo avanzaba otra multitud, cantando y bailando al son de sus instrumentos. Al frente de la alegre marcha estaba María, la curandera.

Al quedar ambos grupos frente a frente, se hizo un pesado silencio.

El Dr. Cuatrín se aproximó lentamente a María, y mirándola serenamente a los ojos le preguntó qué había ocurrido para que cesara la lluvia. María, mientras extendía la mano señalando a su gente, habló del aburrimiento, de una energía gris, negativa, del cambio a una energía positiva del deseo, del salir, del cantar y bailar en las calles y las plazas. Eso mismo, ella no dudaba, había movilizado ciertas fuerzas cósmicas y la lluvia se había trasladado a otra parte.
El cura volvió a la carga y a sus furiosas órdenes. Le exigió a Cuatrín que se apartara de María, ya que ella representaba al mismo diablo. Ahora la idea del cura era llevar a la alcaldía a dos personas: a Cuatrín y a María, sin duda cómplices y herejes por igual.

La gente de María adivinó la intención en los ojos del cura. Y volvieron a sus cánticos y danzas, entremezclándose con las personas de la procesión. En pocos instantes el contagio fue total. Ya sin bandos, entre flautas y tamboriles, todo un pueblo cantaba y bailaba, saltando y gritando.

Para ese entonces, Cuatrín y María se habían alejado del lugar. Y a Cuatrín le resultaba de lo más natural escuchar sus pasos junto a los de María, alejándose del bullicio, mientras sentía la tibieza en la mano que sujetaba la de ella.

Al poco rato se dio cuenta de que no conocía la calle por la que caminaban. Allí había árboles y matorrales que le resultaban exóticos. Algunas flores de olor intenso le trajeron parches de memoria que no pudo descifrar. No hablaban, pero Cuatrín percibió que María sabía lo que él estaba pensando. Curiosamente, le extrañó que eso no le molestara. Sus manos estaban dialogando un delicado lenguaje en los dedos entrelazados, entre suaves temblores y armoniosas pulsiones.

Detrás de Cuatrín y María la calle iba desapareciendo y el paisaje se tornaba difuso y vacío de grises. Era un descolorido telón de recuerdos y rostros sumergidos en antiguas calles de otras lluvias, acompañado de vagos murmullos de danzas y truenos lejanos.

Al frente de ellos, casi mágicamente, brotaba de la nada esta nueva calle que se creaba y pintaba de paisajes cambiantes según la mirada y el idioma que las manos de Cuatrín y María iban sintiendo a cada instante de su andar.

No era ya aquel gris de monotonía, ni siquiera el sueño de aquella calle sin lluvia, tampoco el más allá de nada, de nadie, de nada... Era una sensación extraña; en cada paso Cuatrín sentía que volvía a nacer, una y otra vez, y María era su guía en ese camino nuevo que también renacía a cada paso.

Cruzando una de estas nuevas calles, vieron un caserón antiguo con un parque inmenso de altos árboles llenos de pájaros con sus cantos palpitando en el aire. Cuatrín se detuvo a mirarlo. Se repetía: “conozco este lugar... conozco este lugar...”. María lo dejó continuar con su monólogo y, sumergido en viejas imágenes, Cuatrín descubrió emocionado: “…aquí nací, aquí crecí, aquí jugaba, aquí fui feliz y desgraciado; mi padre me guiaba por un camino que había elegido para mí; mi madre... mi madre se marchó y no volví a verla nunca más...”.

María abrazó a Cuatrín con una ternura infinita, mientras lo miraba profundamente a los ojos. El sintió que caía muy hondo, mientras el aire se le congelaba en los pulmones.

Los brazos lo ceñían cada vez más fuerte, los recuerdos lo asfixiaban.

Con una mano trató de tocar la cara de ella. Pero María no estaba donde la veía, María se deshacía como el agua de la lluvia y la inconstancia de los recuerdos.

Sin aire y con la cabeza rebosante de imágenes que lo aturdían, temblando de miedo por lo que no podía entender, Cuatrín pidió perdón a gritos, perdón por todo lo que había hecho y por todo lo que ya no llegaría a hacer.

A su alrededor, volvía la lluvia, como para no parar nunca más.


FIN


mayo / junio de 2007

Sobre Después de la lluvia

Después de la lluvia es el décimocuarto Cuento Con Vueltas que termina. Fue escrito por Enrique, Ester y Gloria en cuatro vueltas, a partir de tres párrafos iniciales de Lucila. Luego de terminarse, fue leído por Laura, una cuentera externa al grupo, que aportó su opinión y propuestas al texto.

Al terminar el cuento, las/os tres autoras/es se autopresentaron así:

Enrique

Cincuentón de Zona Norte (aunque no cheto). Subsistiendo como profesional mientras armo el juego favorito que he descubierto hace poco tiempo y que he venido a realizar a esta vida de cadenas y de rosas: véase, en el aquí y ahora, estudiando Psicoterapeuta Gestalt y Guión de Cine. Copado con CCV. Hasta la próxima.

Ester

Hace años hice un taller de dramaturgia y otro de guión de cine. A punto de jubilarme, y con deseos de seguir escribiendo, me incorporé a un taller literario en La Boca y acepté la invitación de Goio de participar en CCV. Soy socióloga, integrante desde hace 23 años del grupo de teatro comunitario Catalinas Sur, participo en un grupo del sistema Milderman, amo la vida y las formas en que ella se expresa: mi hijo, los amigos, el amor, la solidaridad, la lucha por la justicia y la igualdad, la búsqueda de nuevos caminos. Me alegra formar parte de CCV.

Gloria Arriaga

55 años. Licenciada en administración. Desde hace unos meses estoy viviendo en Ecuador. Este es el segundo cuento completo en el que participo. Muchas cosas me gustan de esta experiencia, pero básicamente, crear algo con desconocidos y la sorpresa que me da cada vuelta de correo cuando leo los giros que va tomando el cuento. Gracias por invitarme a jugar con ustedes.