Se llamaba Tao porque su padre, poco antes de él nacer, se había fascinado con las ideas new age y particularmente con las filosofías orientales, y había insistido en que lo llamaran así. Decía que nacería un niño sabio. La madre, más convencional, quería llamarlo Germán, como el galán de su novela favorita.
A regañadientes el padre algo cedió, y el niño se llamó Tao Germán. "Pero lo llamaremos Tao", sentenció.
Cuando dos años después el padre los dejó y se fue a Brasil detrás de una joven modelo, la madre comenzó a llamarlo "Tao Germán". Poco después debió desistir, cuando la maestra de la salita rosa la citó para decirle que Tao se desconcertaba y lloraba creyendo que los compañeritos se iban a ir y dejarlo solo cuando le decían: –Tao, Germán.
Durante años recordó el episodio del zoológico; fue un hito en su vida, y de allí en más respetó las consecuencias de su juego interno. Harto de la duda de cómo llamarse, ese día le había preguntado su opinión a la jirafa. Él entendería que si se quedaba quieta, la respuesta era Tao, y si no, Germán. Concentrado como estaba en semejante decisión, el llamado de su madre lo confundió y poco pudo hacer mientras se sentía arrastrado casi por la fuerza. Pero no podía dejar de mirarla mientras se alejaba; ella seguía inmóvil y él se había convertido para siempre en Tao.
Le costó aceptarlo, pero aprendió a defender esas tres letras con orgullo. Saber que lo había bautizado una jirafa lo hacía sentir muy especial, y era preferible eso antes que la injusticia de portar un nombre elegido por quien cobardemente había huido después de semejante acto.
Tao Ferreira no tuvo una infancia complicada. Creció rodeado de sus tías Ana y Tati, que lo llevaban a pasear a todas partes y lo colmaban de regalos, y su abuela Olga, que lo malcriaba tratando de compensar la ausencia de “ese cretino”, mientras su madre trabajaba como secretaria ejecutiva de una multinacional. Su niñez pasó, y antes que nadie pudiera notarlo, Tao había llegado a la adolescencia. Pasaba la mayor parte del tiempo con sus amigos, vagando por el barrio, buscando cosas nuevas para hacer.
Mas allá de haber sido bautizado por una jirafa, Tao se creía una persona normal. Esto era así porque siempre había sido él mismo, es decir, no tenía otra referencia suficientemente válida de cómo sentía una persona normal. Sin embargo, independientemente de lo que él creyera, algo extraño crecía en su interior. No en sus venas, no en su cuerpo, sino en su alma y en su manera de ver y actuar. Tao no lo sabía, pero muy pronto experimentaría situaciones nunca antes descriptas en libros ni relatos.
Un ejemplo de lo que tratamos de decir sería su particular relación con las especies zoológicas. Tao tenía de los chicos -y de los humanos en general- una valoración que se podría calificar de deficiente comparada con el alto reconocimiento que sentía, entre otros, hacia su perro Momo. Con él asiduamente visitaba el zoológico, permaneciendo largas horas, conversando en especial con las panteras y los tigres, reyes, para él, de una sabiduría y comprensión muy superior a la de sus congéneres. Les relataba los últimos acontecimientos acaecidos en su casa y en la escuela, pidiéndoles algunas veces consejo, a lo que los bondadosos felinos respondían, más allá de los pobres y embaucadores instrumentos del lenguaje humano, con movimientos certeros y precisos.
Un día ocurrió lo que alguna vez tenía que ocurrir: distraídos en la charla con los tigres, Momo y él, tirados en un rincón de la jaula de sus anfitriones, se olvidaron de la hora. En realidad, se perdieron del tiempo. Desde ya, los guardias en su recorrida de rutina antes de cerrar, no advirtieron, ni siquiera imaginaron, ese conciliábulo que ocurría en un rincón tan alejado de sus aburridas vidas.
Con el atardecer se fue apagando el diálogo, y esa somnolencia que le agarraba al caer el sol, se apoderó de él.
Habría pasado una hora quizás, ya era de noche, cuando Tao se despertó. El desconcierto fue más grande que el temor… esa realidad pertenecía a otro universo. Su fantasía lo había llevado varias veces a situaciones parecidas, pero nunca tan lejos como para saber lo que sucedería a continuación. Un hocico mojado sobre su mejilla lo sacó de sus cavilaciones. Supo que no era Momo, ya que su mano derecha estaba posada sobre el lomo de su fiel amigo. Quiso ponerse de pie, pero la presencia del otro tigre frente a él le restringía el movimiento.
Entonces sucedió algo que solo podía pasar en sueños. El tigre que estaba más cerca de él empezó a hablarle; no con el lenguaje de los humanos, sino con gruñidos y otros sonidos. Lo diferente esta vez fue que él pudo entender todo.
Tao escuchó atentamente y sin interrumpir, y cuando el tigre terminó de hablarle, un pesado sueño cayó sobre él.
Lo despertaron los llamados de sus amigos y familiares, que lo buscaban preocupados, ya entrada la mañana.
Pensó rápidamente qué hacer para que nadie sospechara lo ocurrido; salió de la jaula, fue hasta la sombra de un árbol, se acostó y se hizo el dormido hasta que su tía Ana lo encontró.
Necesitó inventar algo coherente cuando empezaron a llover las preguntas, y pudo sortearlas sin mayores complicaciones.
Los días pasaron y Tao no podía dejar de pensar en las palabras del tigre. Poco a poco, en la escuela, con sus amigos, en su casa, le fueron ocurriendo algunos cambios, al principio tomados como divertidos, pero luego un poco más preocupantes.
Que Tao no se despegara jamás de Momo, incluso a la hora de irse a dormir, era una suerte de manía que ya no sorprendía a nadie. Más extraño era el mutismo con que comenzó a quedarse pegado al canal de animales de la televisión. Y más aún lo fueron otras metamorfosis: los besos a su madre, tías y amigos fueron reemplazados por algo así como lamidas... amorosas, tiernas y suaves lamidas a la hora de despedirse o recibir a alguien. Y si esto, que al principio pareció divertido, se volvía disgusto o molesta reprensión, la respuesta de Tao no se hacía esperar, bajo la forma de un sordo gruñido, leve y algo amenazante al principio, agresivo e irascible después.
Rarezas de un chico criado sólo por mujeres, un poco sobreprotegido, decían algunos. Pero las cosas tomaron otro carril cuando su tía Ana, cansada de recibir como respuesta a sus concretas preguntas, indescifrables sonidos guturales, terminó propinándole una sonora bofetada que el pequeño felino contestó con un inmediato zarpazo en la cara.
Gritos, histeria y llantos en casa del bueno de Tao, quien nada comprende de todo ese alboroto, y sale corriendo, seguido por su fiel Momo. Corre como enceguecido y sin meta, aunque se trate en realidad del conocido trayecto a las afueras de la ciudad, donde se encuentra el zoológico.
Su olfato reconoce el camino, sus ojos no; los colores ya no son los mismos y los objetos tienen una vibración nunca antes vivenciada por él. Se da cuenta de que capta la realidad con todos sus sentidos, está más presente que nunca.
De pronto ya no corre, camina lentamente, siente claramente su peso sobre sus mullidas patas. Aunque todavía conserva su forma humana, se percibe a sí mismo como surcado por cientos de rayas negras que definen un dibujo muy particular. Sabe que ha cruzado un umbral… Tao es el todo y la nada, el adentro y el afuera, es un solo ser habitado por dos universos, pero todavía entero.
Repentinamente recuerda las palabras del tigre y con toda decisión cambia el rumbo y se dirige al museo de ciencias naturales.
Pasó allí horas y horas buscando en las bases de datos, hurgando en los archivos. Pero no había caso, no aparecía ningún registro que hablara sobre eso.
A punto de rendirse estaba, cuando tropezó con la información de un reciente incidente ocurrido en algún lugar de Europa con una chica que se comportaba como un reptil. Luego, casi por coincidencia, encontró una noticia referida a estudios que se habían hecho varios años atrás a un anciano que se comunicaba extrañamente con las aves, estudios que habían quedado inconclusos porque éste se había escapado volando.
Estaba en eso, cuando su olfato comenzó a percibir un olor que le trajo reminiscencias del jaulón de las águilas del zoológico.
A medida que el olor se hacía más fuerte y evidente, comenzó a percibir que algo o alguien estaba detrás de él. Con un movimiento brusco se dio vuelta, y cerca estuvo de atrapar a ese ser; pero éste insólitamente se elevó, con tal rapidez que ni siquiera pudo tocarlo. Inmediatamente supo que era el anciano-águila.
Ese incidente transformó algo dentro de él. Aunque sin poder ponerle palabras, Tao sintió, simplemente sintió con todo su ser, la bendición de una situación excepcional que por alguna razón había caído sobre él: lo que la mayoría de las criaturas tienen negado, a él le había sido otorgado.
Estiró sus mullidas patas, se rascó la piel lustrosa y bostezó complacido. Al salir del museo, la calle repleta de autos y la gente apresurada lo molestaron como una antigua y dolorosa agresión. Algunas palabras leídas en los archivos del museo saltaban sin rumbo en su mente… “extrema sensibilidad con los instintos primigenios”, “patológica abolición del super-ego”, “retorno psicótico a una sensibilidad instintiva abolida por la civilización”, “otra realidad aparte”, etc., etc.
Se detuvo frente a una vidriera atraído por fotos que publicitaban cortes de carne. Sintió hambre y refregó su lomo contra el vidrio. Entró sin vacilar. Desplazándose naturalmente entre la gente, llegó al sector de la carne y retiró tres buenas chuletas, para salir, obviando colas y demás trámites, a la felicidad del luminoso día. Un par de personas salieron corriendo tras él vociferando agresivamente. Comprendiendo a medias lo que estaba sucediendo, Tao también comenzó a correr, dirigiéndose decididamente hacia el atajo que lo llevaba al gran parque, donde se sentía más protegido y en casa.
Cansado, se tiró en la hierba fresca y se quedó dormido.
Tuvo un extraño sueño: una persona cuyos rasgos le resultaban familiares, discutía con alguien a quien él no podía ver, y le decía algo así como "No me pregunte qué hago aquí, no sé... tampoco sé de dónde saqué todo esto ni por qué lo hice... yo nunca quise escribir... pero papá insistió, insistió, insistió... y no es que tuviera mucha autoridad ni fuera muy convincente... yo lo veía trabajar y trabajar, todo el día, todos los días de su vida, sólo para que yo pudiera estudiar y ser alguien... demasiado tal vez, sí, creo que trabajaba demasiado… a veces me parece que le faltó garra para pelearle a la vida de otra manera... pero él decía todo este sacrificio lo hago por vos, para que puedas llegar a ser alguien... como era tu abuelo, ¿ves?... él sí tenía vuelo... y una generación entera ha leído sus maravillosos cuentos... pero vos...".
La garúa lo despertó …y no solo la garúa, el sueño también.
Se sintió confundido; no entendía qué hacían esas chuletas bajo su remera. Las imágenes se apretujaban en su cabeza… la carrera hacia el zoológico, el cambio de rumbo hacia el museo, la información, el anciano-águila, las palabras del tigre, ese rostro del sueño… todo en un instante. Y ese vacío de siempre.
Poco a poco se fue aquietando, respirando más profundamente. De golpe le vino el recuerdo de un día en que su tía Tati había arrebatado de sus manos una foto encontrada por él entre viejos papeles, que en el dorso tenía escrito en letra muy clara: “Sé que todo esto es difícil, pero a pesar tuyo, algún día Tao entenderá que mi lib…”, y no llegó a leer más. ¡Ésa era la cara del sueño, la de la foto! La otra presencia, la que en el sueño no podía ver, le resultaba de sobra conocida, por ser casi el único interlocutor con quien compartía un código común en los últimos tiempos, tras los barrotes de la jaula.
Al levantarse se dio cuenta que sentía su cuerpo más liviano. En vez de lamerse para limpiarse el pasto, como se había acostumbrado a hacer, se lo sacudió con las manos. Comenzó a caminar rumbo al zoológico, guiado por la certeza de que su amigo lo esperaba impaciente.
Al llegar, le dio las chuletas y lo miró a los ojos. El tigre sostuvo la mirada. En ese lenguaje en que se comunicaban, Tao le preguntó: “¿Dónde está mi padre escribiendo ésta, nuestra historia?”.
El sabio felino pareció sonreír de alegría al encontrarse con el muchacho y su liberadora pregunta. Antes de contestar, le lamió tiernamente la cara, colocando una de sus patas sobre el hombro derecho de Tao, como protegiéndolo.
- Son muy pocos los humanos –dijo- que comprenden algo tan simple como que el universo está movido por amor. Y bien, tú eres uno de esos pocos, mi querido amigo. Y al comprenderlo lo estás sosteniendo también... estás evitando su desbarranco total… La mayoría de tus congéneres se mueven adquiriendo cosas y comprando seguridades, olvidando esta verdad tan simple y construyendo castillos de arena que el primer viento aniquilará...
Se detuvo, como dándole tiempo para terminar de pensar lo que le estaba diciendo.
- Ahora sí entiendes, mi pequeño amigo –continuó al rato- que no hay nada en este mundo que muera definitivamente. Tampoco la muerte de tu pobre padre, que ahora está aquí, más que nunca, con nosotros… Nada hay que escape a la cadena de causas y efectos. No sólo lo que se hizo en este mundo es lo que queda, también lo que no se hizo, lo que no se pudo hacer, lo que otros deberán completar...
Con los ojos llenos de lágrimas, Tao se acurruca en el cálido regazo de su fiel amigo, quien con enorme ternura le lame la cara como queriendo secarle las lágrimas. Luego se deshace suavemente del muchacho. Una mirada de despedida se cruza entre ellos, una mirada cargada de agradecimiento, de conmovedora esperanza.
Tao vuelve al parque. Va caminando lentamente, se siente casi flotando, liberado de una carga insoportable para ese tierno corazón, ahora henchido de paz y abierto a un horizonte lejano pero luminoso.
Con Momo dando vueltas a su alrededor contagiado de una suerte de alegría que no sabe de dónde llega, Tao se sienta a la sombra de un árbol, saca papel y una birome de su mochila, y comienza a escribir:
- Vamos, Tao.
FIN
octubre 2005 / febrero 2006