24 de noviembre de 2007

Charcos


A veces, la lluvia me llena de melancolía. Otras, me despierta un impulso travieso, juguetón, como cuando éramos chicos y nos encantaba mojarnos, pisar los charcos. Pero ahora es distinto. Quizás por eso estoy tan nerviosa.
Así había llovido la noche del robo, igual de molesta, lluvia con viento, que ensucia, lluvia que duele y lastima, que empapa y permanece. Así también sentía, como ahora siento, esa opresión en el pecho, igual respirar pesado, cargado de angustia, y la sensación de que algo está a punto de romperse para siempre.
Es sorprendente cuánto podemos desconocer de nosotros mismos. Pensamos en hacer algo, nos imaginamos qué pasará después, creemos que sabemos cómo reaccionaremos... nos sentimos previsibles. Y sin embargo una circunstancia inesperada, algún pequeño detalle, puede disparar todo un mundo, puede meternos de un empujón en una trama extraña, y de pronto nuestro mundo cotidiano se convierte en un desvaído escenario donde ya no reconocemos nada, ni siquiera a nosotros mismos, y en el cual comienza a ejecutarse un guión inentendible que no puede parar.
No pienses que estoy tratando de justificarme. Me dejo llevar, nomás, por los pensamientos que cruzan por el papel mientras trato de contarte cómo sucedieron las cosas aquella noche, ya que después que pasó todo apenas pudimos conversar un par de veces, muy poco, y siempre estaba mamá cerca. Te confieso, además, que ni siquiera me acuerdo bien de esas conversaciones, todo lo de ese tiempo se me mezcla bastante.
Pobre mamá. Cuidala, hermano querido. Vos decile que estoy bien. Yo necesito poder contarte cómo me siento aquí y también necesito que le mientas y le digas que estoy muy bien.
Ahora llueve más fuerte. Igual que aquella noche. Justo hoy, que me senté a escribirte para que sepas cómo llegué a estar en medio de esta historia. Quizás sea un favor que me mandan los dioses: el ruido de la lluvia me lleva inevitablemente a pensar en esa noche.
Por suerte en este rincón no hay goteras, pero en los pasillos de la planta baja se forman charcos. Sí, como los que saltábamos cuando éramos chicos, en la casa del tío Ramón, en Rafaela, ¿te acordás? De paso, creo que ésta es una buena ocasión para decirte que ya te perdoné por haberme empujado a la zanja aquella tarde de verano.
Es raro. Cuando empecé a escribirte me sentía nerviosa, rodeada de malos augurios, traídos quizás por la lluvia. Pero ahora, compartiendo con vos mis recuerdos, estoy más tranquila. Voy a ir al grano, entonces.

***

Una semana antes de aquella noche mamá había llamado por teléfono para decirme que volvía. A partir de ahí tuve que arrastrarme sobre cada día que transcurría. La agonía, cuando se instala, pesa, ¿sabías? Entonces me obsesioné. Te juro, Iván, nunca me había sentido tan desconocida por mí misma. En una semana estarían aquí, otra vez aquí, mamá seguramente tan ajena a todo como siempre, y ese hijo de perra… Pensar en él todavía me pone la mente en blanco, me obliga a fijar la vista en un punto hasta estallar en lágrimas.
–¡Basta! –me decía al espejo apretando mis sienes, pero era más fuerte que yo, todos mis pensamientos conducían a la venganza.
Tengo que reconocer que si para algo me ha ayudado esta cárcel es para poner en orden mi cabeza y comprender, aunque sea mínimamente, el modo extraño en que se fueron hilando los acontecimientos la noche del robo, como la llaman todos, aunque vos y yo sabemos que el hijo de puta ya nos había robado hacía mucho tiempo.
Ya era muy tarde, y estoy casi segura de que yo ya estaba dormida. Digo casi segura, porque a veces me parece que los ruidos no me arrancaron del sueño sino de alguna obsesiva sucesión de pensamientos que ahora no puedo recordar ni reconstruir. Sea como sea, cuando escuché ruidos abajo, lo primero que pensé fue que habían llegado ellos. Algo me suena raro en eso. ¿Por qué no me di cuenta que mamá no podía tener la nueva llave de la casa? Tampoco miré el reloj. Y yo me conozco, cuando me despierto en medio de la noche lo primero que hago es apretar el celular para ver, en su luz azul, qué hora es. Pero no recuerdo haberlo hecho, y sí recuerdo mi sorpresa cuando me dijeron que todo había ocurrido cerca de las cuatro de la mañana.
No sólo no agarré el celular para ver la hora, sino que tampoco encendí la luz. Los relámpagos iluminaban por momentos la habitación, y me dejé guiar por ellos. Desde el pasillo, traté de reconocer las voces. Mamá y el turro, pensé. Me detuve junto a la baranda de la escalera. Alguien caminaba por la sala a oscuras. Miré por la ventana del pasillo pero no vi ningún auto. Ni siquiera en el instante del relámpago. Sí pude ver los charcos. Y otra vez la infancia y el chapoteo y mamá retándonos y papá diciéndole que nos dejara tranquilos, que éramos chicos y teníamos derecho a divertirnos. De pronto la voz de él, no en la sala sino en mi recuerdo. Pero yo quería que su voz estuviera en la sala. Deseaba con todas mis fuerzas que ésa fuera la noche definitiva, el momento de poner las cosas en su lugar.
¿Te acordás de cuando me aconsejaste que comprara un arma? Te costó convencerme, pero tuve que aceptar que no era seguro vivir sola en la casa grande en los tiempos que corren. Siempre creí que usaría el arma contra un ladrón, pero esa noche no pensé en ladrones cuando la fui a buscar al cajón de la mesa de luz.

***

Anoche tuve que suspender el relato porque pasaron haciendo un control. Casi me sacan la carta, pero afortunadamente era Juana, una de las guardianas más tolerantes. Si hubiera sido Griselda seguro que tenía que empezar todo de nuevo. Ahora sigo contándote.
Con el arma en la mano volví a la escalera. Bajé tan solo tres escalones, me agaché y sentí nuevamente escalofríos al enfrentarme con el mismo escenario de siempre, ése que me acompañaba desde los once años: el respaldo del sillón contrastado con el humo de su pipa.
Te confieso Iván que aún me asusta haber alcanzado tal estado de frialdad y cálculo. Bajé descalza, sigilosa, sabiendo que si me descubría perdería todo control de la situación, como pasaba siempre.
Me fui acercando, de a poco; no fue fácil, porque mi paso era torpe y me temblaban las manos, me sudaban, como siempre cuando ante su presencia el estómago se me anudaba de terror, deseo, traición y culpa.
Él me esperaba sentado en el sillón una vez más. Yo sé que me presentía. Pero esto yo lo tenía calculado; en los últimos dos años, mientras mamá y él viajaban, había pensado en todas las posibilidades. O en casi todas.
Dejó el cenicero y unos papeles y se descubrió por detrás del respaldo, lento, seductor, seguro. Clavó su mirada en la mía y entonces sí, disparé, disparé, disparé, disparé, tantas veces como pude. Ocho. Llegué a contarlas.
Se desplomó. Yo sentí que me vaciaba, que me quedaba sin energía, y sólo atiné a acurrucarme en un rincón y esperar… No sé qué esperaba, a esa altura la historia dejó de ser previsible.
Cuando apareció mamá todo era sangre, pero aunque no lo creas ella no se descontroló ni se puso histérica. Se dirigió a mí en tono de reto, sí, de reto, como lo hacía en Rafaela… Ahora que lo pienso, resulta curioso: esta vez era ella la que tenía que saltar los charcos, y no eran de agua ni de inocente infancia.
Cuando vio los papeles se abalanzó con desesperación sobre ellos y los juntó con apuro y desorden. Algunos estaban manchados de sangre. Me miró como preguntándose si yo los habría visto.

***

Aquí estoy de nuevo, Iván. Hace tres días que no escribo, no sé bien por qué, ya que escribir me ayuda a ordenar mi cabeza.
Otra vez llueve. A veces pienso si no será la lluvia la que mueve mi vida. Por lo menos, creo que tiene una influencia muy fuerte en mí. Y no solamente en mí, sino en toda la familia. ¿Te acordás, Iván, del día que enterramos a papá? Cómo llovía… Me parece que esto nunca lo comentamos, pero ¿vos te diste cuenta de quién sostenía el paraguas caminando al lado de mamá? Quizás no te fijaste, a tu edad no te fijabas en esas cosas. Pero yo sí. Yo no sabía quién era, pero me fijé. Era el hijo de puta.
La lluvia rodeándonos a todos, enlazando las historias de cada uno, una y otra vez: mamá, papá, el turro, vos, yo… Por eso la lluvia, que a mucha gente le da la sensación de higiene, a mí me produce un agobio que no te puedo describir. Y hago un esfuerzo enorme para recuperar las lluvias de la infancia, cuando éramos solamente nosotros cuatro, cuando vos y yo saltábamos los charcos y mamá se enojaba y papá nos consentía. Vos te acordás de que él nos consentía, ¿no? Mamá cumplía con su trabajo de madre y él seguía con la tradición de los maridos-niños compinches de los hijos.
Qué linda sonrisa tenía papá. Y qué sonrisa hermosa le nacía a mamá cuando él le sonreía. ¿Vos tenías conciencia de cuánto se amaban mamá y papá? Desde que era chiquita, yo los miraba como quien lee una novelita de amor, pero con una fascinación mayor, claro, porque ellos eran nada menos que mi mamá y mi papá.
Desde aquí, escuchando el agua que cae afuera y adentro, pienso que en aquella época éramos una familia digna de un aviso publicitario. Todos sonrientes, la familia tipo de clase media que se daba algunos gustos como una heladera nueva de dos puertas o una aspiradora ultra no me acuerdo qué, o un televisor que venía con varias pantallas intercambiables de acrílico de distintos colores. ¡Los primeros televisores a color! Éramos felices de verdad.
Vuelvo a mi relato. Cuando la vi a mamá agarrando los papeles y esquivando la sangre del piso, tuve miedo de que me hiciera algo. Fue un miedo infantil. Y en ese momento deseé con todas mis fuerzas que papá apareciera para consentirme y defenderme de la autoridad de mamá. Pero como papá no iba a aparecer, salí corriendo y me encerré en el cuarto.
No sé cuánto tiempo pasó. No prendí ninguna luz. Mamá no subió. Tampoco subió nadie cuando llegó toda esa gente a la casa, aunque escuché pasos y conversaciones por todos lados. Por la ventana vi cuando sacaban al hijo de puta; supe que estaba muerto porque lo habían tapado totalmente. También la vi a mamá, que subía a un patrullero. Ya no llovía. Un policía la tomaba del brazo. Me pregunto ahora si la habrían esposado.
Me quedé mirándola, y esperé que levantara la cabeza para ver mi ventana. Pero no miró.
Después se fueron todos. Ya casi estaba amaneciendo. En la puerta de casa quedó un patrullero con un agente adentro.
Entonces decidí salir del cuarto porque, te digo la verdad, hermano querido, la casa estaba completamente silenciosa y yo hubiera jurado que no había nadie. Pero me equivoqué. Al lado de la puerta de mi cuarto había uno. En el descanso de la escalera, otro. Y justo cuando estaba por llegar a los últimos escalones, se me plantó delante el detective ése que parecía salido de una serie de televisión. Amable, el hombre. Me acompañó de nuevo a mi cuarto y nos pusimos a hablar.
Le dije que ese tipo nos había robado, que era un hijo de puta, que alguien tenía que defender a esta familia de un turro como él y que yo me había hecho cargo.
El detective hablaba del ladrón y de defensa propia, pero no parecía muy interesado en la historia de nuestra familia. Su indiferencia agregó más angustia al desamparo que ya sentía y necesité más que nunca de la complicidad y la sonrisa de papá. Qué duro, Iván, qué vacío y qué absoluta desolación.
Después me quedé dormida. Dormida o nuevamente atrapada entre los hilos de mis pensamientos. Así pasaron las horas o los días, no sé muy bien ni importa. Sí sé que me despertaron personas desconocidas que me rodeaban. Algunos estaban vestidos de blanco. En ese momento no entendí dónde estaba. No me trataron mal, al contrario, pero todo empezó a ponerse muy raro, cada vez más raro. Yo me volví a aferrar a la imagen de papá. Fue lo único que me sostuvo todo ese tiempo.
Después vino el juicio y todo eso que creo que vos viste. En ese tiempo en que me llevaban y me traían, mi confusión se iba haciendo más y más grande.
Por eso ahora, aquí, estoy más tranquila y me siento un poco mejor. Pero no sé, Iván... todas esas cosas que se dijeron en el juicio... Mirá si yo no lo iba a conocer… Lo que pasa es que mamá nunca admitió mi odio hacia el hombre que ella trajo a la familia, y menos aún podía imaginar mamá las cosas que habían pasado y que me generaron todo ese odio…
Vos me creés, ¿no?

***

- Usted me cree, oficial, ¿no?
- Repasemos todo una vez más, señora.
- Sí, mire, yo me había ido de viaje hace dos años con mi segundo marido. Él es un buen hombre, pero los chicos nunca lo han querido. Sobre todo la nena. Es que ella quería tanto a su padre. Yo también lo quería, no vaya a creer…
– Señora, por favor, limitémonos a la noche del robo...
– Sí, claro, perdón. Yo le había avisado a la nena que volvía, pero no le di detalles. Quería darle la sorpresa, porque esta vez llegaba sola y traía los papeles. Los había recuperado después de que mi segundo marido aceptó entregármelos. No sabe lo que me costó…
– Señora…
– Sí, sí... Es que mi segundo marido no es un mal hombre, sólo que nunca soportó la mirada de la nena. Y yo estaba muy enamorada. Por eso acepté irme lejos; pensé que quizás las cosas cambiarían con la distancia y con el tiempo. Hasta que abrí los ojos y no pude más estar lejos de mis chicos… Pero tiene razón, volvamos a la noche del robo. Traté de abrir pero me di cuenta de que habían cambiado la cerradura. Así que me acerqué a la puerta para ver si había luz. Si no, me iba a un hotel hasta la mañana siguiente. Yo estaba empapada, porque se ve que la nena sacó el alero de la entrada de la casa, y yo no llevaba paraguas. Bueno, en ese momento apareció el tipo. Qué barbaridad, cómo ha crecido la inseguridad en poco tiempo, cuando yo me fui no era para tanto…
– Esa parte ya quedó clara, señora. El malviviente la redujo y violentó la puerta de entrada. Pasemos al interior de la vivienda, por favor.
– El tipo me hizo sentar en el silloncito de la entrada sin dejar de apuntarme. Agarró mi cartera y empezó a desparramar todo. Ahí fue cuando se cayeron los papeles, eran los títulos de propiedad y la cesión de derechos a nombre de los chicos. Supongo que le llamaron la atención, quizás creyó que podía sacar algún provecho de eso, no sé, yo estaba muy nerviosa y trataba de ver la escalera porque no quería que la nena se despertara. Pero desde donde estaba no podía ver nada. Y me quedé quieta, callada, a ver si todavía el ladrón se daba cuenta de que había alguien más en la casa. Entonces él se sentó en el sillón de la sala.
– ¿Podía verlo?
– No, solamente los pies, pero podía darme cuenta de que se había sentado en el sillón… ¡en el sillón que había sido de mi marido, el muy hijo de puta! Y lo más tranquilo prendió un cigarrillo mientras miraba los papeles.
– ¿Y cuánto tiempo pasó hasta que escuchó los disparos?
– No sé… unos minutos… Desde el silloncito de la entrada tampoco llegaba a ver el reloj de pared de la sala, y yo no uso reloj, hace ya muchos años, desde que se murió mi primer marido, el padre de los chicos.

***

Queridísimo Iván: ayer vino a verme un hombre que se presentó como médico y me habló de un tratamiento, de buenos resultados, y me dijo que tengo que tener paciencia. Eso es lo que me sobra: paciencia. Para mí está todo hecho, yo ya no tengo nada pendiente ahora que terminé con la vida de ese turro. Así que acá estoy bien, a pesar de las rondas nocturnas y los charcos bajo techo cada vez que llueve.
Una de las chicas me preguntó cuándo iba a salir. Fue extraño, porque le contesté con orgullo, le dije: “Nunca”. Yo sé que no voy a salir nunca, que me dieron perpetua por haber matado al hijo de puta, a pesar de lo que me haya dicho ese hombre que se hizo pasar por médico, pero que seguro era un policía o un abogado o a lo mejor un cura. Pero eso a mí no me importa. No tengo nada más que hacer en la vida que disfrutar de esta condena, que por otra parte es justa, porque yo lo maté con gusto.
Ahora mamá y vos son libres. Ella va a sufrir, porque el hijo de puta la tenía engañada. Pero al final se va a dar cuenta de que esto fue lo mejor para los tres. Y vos, mi hermanito del alma, has vuelto a ser el hombre de la familia, como corresponde, como le hubiera gustado a papá.
¿Te acordás de cuando papá te enseñaba a afeitarte? Yo me sentaba sobre la tabla del inodoro y los miraba, a los dos, a los dos hombres más lindos de la tierra. Y te confieso que en esas mañanas, mientras sonaba la radio en la cocina y el olor a café con leche y tostadas empezaba a inundar la casa, yo deseaba con todas mis fuerzas estar en tu lugar para que papá me enseñara a afeitar a mí. Porque no fue lo mismo el día que mamá me llevó por primera vez a la depiladora. No me gustó nada, me dolió. Mamá me dijo que cuanto más me pasara esa cera quemante, menos pelos iba a tener. Era mentira. Pobre mamá, ella también cargaba con el peso de ser una mujer.
No vayas a pensar que yo no quería ser mujer, hermanito. No es eso, se puede ser mujer y ser fuerte a la vez. Por eso, cuando crecimos, cuando papá se nos fue, yo decidí que iba a cuidar de vos y que no iba a permitir que nadie te lastimara.
El día que mamá se fue con el turro lloré muchísimo. Me acuerdo bien de esa noche. Llovía, también. Y yo me puse a mirar por la ventana y las lágrimas se me confundían con las gotas que resbalaban por el vidrio. Pero te confieso que lloraba por vos. Sí, por vos, porque te había visto llorar como nunca antes. Y esa noche juré que iba a vengarme. Bien muerto está ese hijo de puta.

***

Hoy no llueve y no hay charcos. Quizás es por eso que no tengo muchas ganas de escribir, pero en la próxima lluvia seguro que sí. Y algún día, cuando esté más calmada y cuando mamá se dé cuenta de que así es mejor, entonces tal vez yo acepte que vengan a visitarme. Y ahí sí, te juro que te voy a invitar a saltar los charcos como cuando éramos chicos. Y entonces, amadísimo Iván, mamá no nos va a retar, porque se habrá convencido de que saltar charcos es lo más divertido del mundo.
Incluso aquí adentro.

Fin

septiembre / noviembre de 2006

No hay comentarios.: