- Aquí tampoco está –dijo, cerrando con un gesto de decepción el último cajón de la vieja cómoda.
De altas paredes que llevaban a un cielo raso gastado por el tiempo, la habitación tenía, además de la cómoda, un enorme armario de madera estilo Luis XVI, que según como la araña que colgaba del centro proyectara su luz, por momentos parecía brillante y con mucha vida, y en otros daba la sensación de un objeto lúgubre, inquietante.
Llevaban ya casi dos horas buscándola. Repentinamente, como quien se paraliza ante un terrible episodio, la incertidumbre y el misterio se apoderaron de la habitación; sin saber por qué, una de ellas gritó: ¡Salgamos de aquí! En ese instante el cuarto quedó completamente a oscuras. Hablar fue un error, probablemente. Pero cuando el miedo les secó la garganta y el corazón se abrió paso entre los dientes, no hubo más opción que el grito.
Al otro lado de la puerta apareció el hombre, tieso. Su rigidez no respondía al miedo sino al oficio, a su instinto de cazador al acecho, como hace millones de años, como ayer, la mano crispada sobre el garrote, sobre la piedra afilada, sobre el cuchillo. Esa mano que había nacido para estar armada se adelantó en su movimiento al cuerpo inclinado hacia adelante. Los dedos toscos, extendidos y tensos, marcaban el camino de los pies, que cautos, se acercaron a la puerta del cuarto.
Con un gesto brusco del dedo índice indicó a las mujeres que volvieran al cuarto, ahora débilmente iluminado por la luz del farol de la esquina que se filtraba por la ventana rota, emparchada con cartones. Se movía con seguridad en un espacio tenebroso y lúgubre.
Las manos de ellas se buscaron y se aferraron; el silencio se interrumpía por la respiración entrecortada de ambas.
El rostro del hombre, desfigurado por algún animal salvaje, inspiraba miedo. Las cicatrices recortaban su frente como un rompecabezas; hasta las cejas parecían como surcos heridos que se adentraban en los párpados. Tenía los ojos semiabiertos, lo que hacía más difícil determinar el color. La nariz, quebrada, tenía dos escalones: hundido el más cercano a los ojos y en perspectiva aquel próximo a la boca. Había una extraña mueca que permitía ver algunos amarillentos dientes en un extremo de esa boca. La pera estaba partida en dos, lo que hacía más terrorífica su presencia.
El cazador también se estremeció, le vino esa sensación rara en la garganta. La había sentido pocas veces; el escritor le había dicho que eso se llamaba emoción.
Tal vez algo de lo que sintió se reflejó en sus ojos, porque ellas empezaron lentamente a recuperar la serenidad. Las miradas se cruzaron una y otra vez, zigzagueantes, como una autopista cargada de vehículos. La luz que llegaba del farol construía un haz de partículas que acompañaban a esas miradas.
De pronto, un sonido casi gutural surgió del cazador. Su expresión fue como un pedido de ayuda. Ellas soltaron las manos entrelazadas y se acercaron al hombre.
Habían tenido el impulso de huir de una amenaza imaginada, de la sombra cambiante de un enorme armario, por un miedo que en realidad estaba en ellas. Pero ahora no huían. Tal vez fuera por la tranquilidad que se habían trasmitido a través de sus manos apretadas, o quizás por un hechizo que se había filtrado como un destello a través de aquellos ojos entornados.
El hombre no se detuvo. Pasó casi como una ráfaga entre las dos, rumbo al mueble. De espaldas ya no daba miedo, se parecía a cualquier hombre alto y robusto. Se acercó al armario y tanteó su techo, segura su mano de encontrar lo que buscaba.
Y entonces se las mostró. Habían tenido razón al pensar que debía estar en aquella habitación. Y tal vez finalmente la hubieran encontrado si el miedo no las hubiera dominado. En la mano del cazador, parecía un cebo.
Cuando pasó nuevamente junto a ellas saliendo de la habitación, lo siguieron mansamente. Lo siguieron extrañamente confiadas, mientras repasaban mentalmente el recorrido que las había llevado a la casa del pueblo. Nunca creyeron en ese diagnóstico médico que indicaba que su padre había muerto de un paro cardíaco. Y aunque nadie tomó en serio sus dudas, siguieron adelante en un laberinto que tenía un solo punto de referencia conocido: la lapicera bordeaux con pluma y con capuchón de oro, esa que ahora brillaba en la mano gigante del hombre que marcaba un camino que ellas estaban dispuestas a transitar.
Su padre siempre les había dicho que sólo podría escribir si se sentía libre. Fue un solitario y meticuloso artesano tanto en su tarea de ignoto cronista como en el modo en que seleccionó el campito, sembró los tilos y después instaló las colmenas. Le gustaba sentarse bajo el alero esas tardes en que lloviznaba y el aire era un perfume zumbón que lo adormecía, para luego despertarse lleno de palabras que se irían acomodando en el papel con solo apoyar la pluma de oro.
Ellas caminaban ahora tras un desconocido, un hombre agigantado por la penumbra del amanecer, que en su mano extranjera tenía esa lapicera. Para ellas era buena señal: significaba que ese ser, del que temieron por su deformidad, por el olor salvaje que emanaba, por el sonido gutural, había conocido al escritor, probablemente sabía qué era lo que ellas buscaban ...y tal vez algo más. Sin necesidad de palabras, los tres estaban invocando en el recuerdo a la misma persona, al que ya no estaba.
Quizás lo que su padre nunca pudo sostener fue el poco conocimiento que tenía de sí mismo. Su soledad, su aislamiento, lo habían ido conduciendo a un callejón sin salida. Su confusión, provocada por sus indecisiones, lo llevaba a mostrarse muchas veces agresivo y otras, las menos, en paz pero con la mirada fija en algún punto del horizonte. Seguramente, escribiendo debió haber experimentado una apertura que le permitió relacionarse con el mundo sin miedo, sin armaduras.
Nunca habían podido dialogar en profundidad con ese padre taciturno. Su actitud no dejaba espacios para buscar qué había detrás de su coraza emocional. Por eso era más extraño esto de tratar de entenderlo ahora, después de muerto. Pero así eran las cosas.
Se habían vuelto a interesar en él cuando leyeron su primer cuento publicado en un diario. Eso había ocurrido hacía ya varios años, en los tiempos en que lo consideraban un anacoreta egoísta por haber decidido aislarse en el campo sin importarle lo que ellas pudieran opinar o necesitar, escudándose en una necesidad de ser libre, que para ellas no significó más que un rechazo y un abandono.
Aquel cuento había ganado el primer premio en un concurso del diario. Y era un diario prestigioso. A ese cuento le siguieron otros, magníficos, cautivadores, profundos, que eran esperados con ansiedad por los lectores de la sección literaria. Ellos sólo conocían del escritor su nombre y su aislamiento. Casi lo mismo que ellas, finalmente. Pero mientras ellos lo admiraban, ellas en cambio le guardaban rencor, un rencor cada vez mayor, por no haberles mostrado ese mundo interior que ahora fascinaba a tantos desconocidos. Solamente les había sido permitido compartir sus silencios y tener que soportar su hosquedad.
Ellas también, como los lectores, empezaron a esperar cada vez con mayor interés la publicación de un nuevo cuento. Habían creído, desde el primero, que en ellos podía haber algo… algún mensaje cifrado, señales, en fin, pistas para entender al padre viudo que las había criado.
Sus razones tenían. En el segundo cuento había aparecido por primera vez la referencia a la lapicera bordeaux con pluma y capuchón de oro que ellas le habían regalado y que era para él como la llave de una nueva vida. El tema volvía en cada relato, a veces en forma de metáfora, a veces explícitamente. Pero seguía siendo una mención codificada. Fueron comprendiendo que él trataba de decirles algo, de advertirlas sobre algo.
Las señales entre líneas hablaban de miedos, sugerían peligros que acechaban, y siempre volvían a la lapicera. Por eso, cuando se enteraron de que lo habían encontrado muerto bajo los tilos, no aceptaron lo del paro cardíaco y decidieron investigar hasta llegar al fondo del misterio, resolver el acertijo que les había planteado el padre escritor en sus cuentos.
El gigantón se detuvo. Habían llegado, sin notarlo, a la avenida de los tilos. Los primeros rayos del sol le ponían relieve al sitio donde había sido encontrado muerto el escritor.
Otra vez pareció dulcificarse la expresión de su grotesca cara cuando les dio la lapicera y hablando con dificultad les dijo: “- …Se las dejó él… que las esperara, me pidió… que vendrían a la casa… él sabía que tratarían de resolver… que tarde o temprano llegarían…”.
Y sin dar tiempo a preguntas, aprovechando el desconcierto, el hombre que había sido el guardián del secreto del escritor, se fue. Ellas lo vieron partir, tomadas por la sorpresa que motivaron esas palabras, que parecían aprendidas de memoria y dichas con un gran esfuerzo por alguien no acostumbrado a hablar.
Poco tardaron en decidir que no iban a volverse a la ciudad. Mientras reacondicionaban la vieja casa, se instalaron en el hotel del pueblo. Rápidamente descubrieron que para los lugareños ellas eran “las hijas del escritor”.
Tramitaron lo necesario para recibir de la ciudad el material que habían atesorado en los años de distanciamiento, de encuentros breves y frustrados por esa eterna imposibilidad para mantener un diálogo, por ese clima enrarecido que se instalaba cuando estaban los tres juntos.
Pasaban las mañanas leyendo, en busca de algo que no sabían qué era. Por las tardes recorrían el campito, como solía llamar el padre a esas hectáreas perfumadas por los tilos y pobladas de colmenas. Tenían una rutina que no las aburría. Sin embargo, un día la cambiaron e inesperadamente las cosas tomaron otro rumbo.
Fue una mañana en que se levantaron muy temprano. La tarde anterior los tilos repletos de pimpollos parecían prontos a abrirse en todo su esplendor, y ellas quisieron observar las flores que no tardarían en desplegarse húmedas de rocío. Habían preparado un bolso con el termo para tomar unos mates en el alero y estaban limpiando los bancos de madera, cuando un ruido extraño proveniente del cuarto de herramientas las sobresaltó.
Nuevamente aquel hombre extraño, deforme y de mirada cálida, las paralizaba con un susto, aunque es verdad que esta segunda vez no fue aterradora como aquella madrugada cuando recién habían llegado al pueblo.
El no les dio tiempo a nada; solamente dijo de modo apenas audible: “- Buenos días, hermanas…” y salió corriendo como un animal salvaje.
En el pueblo las llamaban también así, “las hermanas”…Pero dicho por él, del modo que lo dijo, asustado también por haber sido encontrado, y con esa mirada dulce buscando directamente los ojos de ellas, sonó enigmático. Hasta ese momento no les había parecido extraño que los lugareños las identificaran como tales, pero en la boca del hombre que ya se perdía entre los árboles esa frase sugirió un sentido diferente.
Confundidas, sin poder organizar su pensamiento, no atinaron a otra cosa que ir al pueblo a averiguar más en torno a lo que él había dicho. Pero al contar lo que había ocurrido se desencadenó una reacción inesperada para ellas: el pueblo, con el jefe de policía y el de bomberos a la cabeza, al enterarse de que el hombre había aparecido, decidieron partir hacia el bosque a buscarlo. Y las hermanas observaron, aterrorizadas, como al poco rato una turba con palas, rastrillos y machetes iniciaba una persecución que parecía tener una sola premisa: encontrarlo vivo ó muerto, como si abatir a esa extraña criatura fuera el modo de terminar con la maldición que asolaba al pueblo. De pronto, la paz y armonía del lugar se habían terminado; el aburrimiento también. Y la presa: ese extraño hombre perdido.
Ellas los siguieron por detrás. Cuando hacía ya un largo rato que comenzara la frenética búsqueda, un silencio sepulcral se produjo en el bosque, como concertado entre todos. Las hermanas supieron que lo habían encontrado.
Estaba sediento y asustado. Sorprendentemente, dos enormes ciervos lo protegían, impidiendo que nadie se acercara.
Quizás fue por eso que algunos lugareños, en un impulso, decidieron capturar a las hermanas y las arrastraron hasta el lugar. Gritos de “¡venganza! ¡venganza!” comenzaron a sonar como cañonazos en boca de los presentes.
Ellas comprendieron, en ese momento, que eran sus sospechas las que habían desatado esa furia. Sus dudas, comentadas en atardeceres con vecinos entrometidos, repetidas en el almacén, cuchicheadas en el horno de pan, analizadas junto al arroyo de los berros, se habían ido prendiendo como abrojos al resentimiento de un pueblo que había perdido su destino de gloria, su derecho a la posteridad, su cuota de forasteros con dinero. Cómo no masticar rabia si sólo raramente se veía algún auto de afuera entrar en el pueblo, si no llegaban cartas a la estafeta, si el expediente del asfalto de la ruta esperaba, gris de telarañas, en el archivo de la gobernación.
Las hermanas tenían razón: no había sido una muerte natural. Aunque nadie lo dijera, todos lo suponían en silencio. Y frente a esa realidad imposible de ocultar del todo, allí estaba ese engendro, aparecido a los pocos días de instalarse el escritor en el campo. Había sido desde el primer momento el reo por excelencia, el sospechoso preferido: se fue convirtiendo en el responsable por los cabritos muertos en las heladas del invierno, el señalado por el atraso en la postura de las gallinas, el que hizo enloquecer un día a las abejas, y hasta el culpable de que se esfumara alguna torta puesta a enfriar en la ventana… Bastaba que el cazador se dejara ver, para que fuera su fealdad lo que hacía que las cosas perdieran la deseada armonía. Había sido acusado de todos los males, era el protagonista indeseado de las pesadillas del pueblo. Si había podido quedarse allí esos años, era porque el escritor lo había protegido.
Sin embargo, para ellas dos ese hombre feo no podía ser culpable. Otra vez las manos entrelazadas se comunicaron. Esta vez fue un escalofrío. Les alcanzó para ponerse de acuerdo y, sin dudar, corrieron hacia él; los ciervos se abrieron para darles paso y luego volvieron apuntar amenazadoramente sus cuernos hacia la turba.
Unos pocos siguieron con sus gritos de venganza, pero la mayoría se fue quedando en silencio, sin saber qué hacer, entre la rabia y el desconcierto.
Ellas se vieron de nuevo junto a ese ser que modulaba las palabras con dificultad, que había sido durante los últimos años el interlocutor de su padre, del hombre que, a su modo, tampoco podía hablar. Sintieron el impulso de abrazarlo, y su abrazo fue correspondido por él con una entrega suave. Los que presenciaban la escena se fueron retirando, turbados, confundidos.
Ellas lo tomaron de la mano y lo llevaron a la casa, caminando despacio, sin hablar. Prepararon una mesa para tres; le ofrecieron un baño caliente mientras terminaban de preparar la cena; le ofrecieron ropas del padre. El aceptaba todo naturalmente, como si nada de eso le fuera desconocido.
Cenaron en silencio, un silencio sólo interrumpido por el leve roce de un cubierto en el plato, el vino al llenar una copa, la corteza crujiente del pan... En un momento él se levantó, abrió una alacena y sacó un frasco lleno de quinotos en almíbar mientras esbozaba una suerte de sonrisa, mezcla de desafío, triunfo y deseo de sorprenderlas al no dejar ya lugar a dudas de que ese lugar le era propio. Ellas se miraron. Lo veían moverse seguro dentro de su torpeza.
Él retiró los platos y sirvió el postre. Luego vinieron el café y un licor. Entonces él preguntó tímidamente por la lapicera. Las hermanas no esperaban eso, y volvieron a ponerse a la defensiva. Un furtivo cruce de miradas puso en evidencia su desconfianza e incertidumbre.
La mayor rompió el silencio: “- No sabemos quién es usted… evidentemente conocía más a nuestro padre que nosotras y…”. La frase quedó sin concluir, bruscamente interrumpida por la otra hermana, que nerviosa dijo: “– Lavemos los platos, es tarde…Mejor que vuelva a su casa… si es que tiene..”.
Pero él volvió a insistir: “…la lapicera… hay algo que...”. Esta vez las dominó la tranquilidad de él, otra vez esa mirada llena de ternura, impregnada de sabiduría. Entonces trajeron la lapicera y se la dieron. El, entre gestos y medias palabras, les preguntó si habían intentado escribir con ella, y ellas le dieron una respuesta negativa moviendo sus cabezas.
Se levantó de la silla y se dirigió a la biblioteca que estaba del otro lado de la habitación. Comenzó a sacar los libros, dejando al descubierto una línea de frascos etiquetados con una calavera. De uno de los libros que había retirado de los estantes, sacó una hoja y se las extendió, tembloroso, acercándose a la puerta.
A la vez que lo retenían suavemente con una mano en su hombro, las hermanas buscaron ávidas con la mirada el texto para leer. Había sólo una frase: “La lapicera no tiene tinta”.
Tenían buena memoria y no dudaron: abrieron la lapicera, y en lugar del antiguo tanque de goma que tantas veces le habían visto cargar apretándolo suavemente casi con deleite y sumergiéndolo en el frasco de tinta, encontraron un papel de seda enrollado cual si fuera un cigarrillo.
Lo desplegaron con delicadeza. El texto estaba escrito con letra apretada, casi irreconocible salvo por la forma tan caligráfica de las proporciones de las letras. Comenzaron a leer en voz alta.
Queridas hijas:
Siempre les dije que para escribir necesito ser libre. No les dije que ser libre era hacerme cargo del hijo abandonado en mi primera juventud, mucho antes de conocer a Mercedes, la madre de ustedes. Ojalá puedan comprender que mi hosquedad era culpa, vergüenza, un remordimiento constante por no haber sabido aceptar a ese hijo que me hizo huir del pueblo.
Encontrarme con él, retirarlo del lugar horrendo donde fue abandonado de niño, fue reconciliarme conmigo y poder abrir y desplegar mis posibilidades como escritor.
Bien saben ustedes que nada es tan apasionante para mí como realizar crónicas que surgen de la observación del más simple cotidiano.
Una noche que me había quedado a dormir en el campito, un ruido extraño me despertó. Sin encender luces salí sigilosamente y vi un grupo de personas en torno a las colmenas.
Nada dije. A la mañana siguiente retiré unas pocas muestras de miel y confirmé mi sospecha: habían sido envenenadas.
Si bien viajé a otra ciudad para realizar los análisis, tengo razones para pensar que estoy siendo observado. Si algo me ocurre, mi hijo, su hermano, sabe dónde está la miel envenenada.
Encontrarán más detalles en los últimos cuentos. Yo estoy muy perturbado, temo estar volviéndome loco, presiento que la muerte acecha.
No sé quién pueda ayudarme, me siento absolutamente perdido.
Papá
Lloraron los tres abrazados. El balbuceó: “- Hermanas…”, y esta vez las abrazó fuertemente.
Ellas fueron al cuarto donde estaban desplegadas las hojas de los diarios con los cuentos, los pusieron en orden cronológico y comenzaron a releer los títulos: Encuentro con un hijo. Miel. Tres hermanos. Dulce veneno. ¿Quien me delató? La lapicera sin tinta. Absolutamente perdido. La conspiración de la abeja reina y los zánganos perversos.
Se miraron. Tenían mucho trabajo por delante.
FIN
fines de agosto / principios de octubre de 2006
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