Esta vez no se fue, no apareció esa súbita urgencia de ponerse a salvo del seductor misterio que lo atrapaba al llegar ese momento; esta vez sintió la necesidad de quedarse acariciándola un rato más. No tenía motivos especiales, simplemente ganas de conectarse explorando más abiertamente el placer de los sentidos.
Ella, sonriente, se dejaba recorrer, sintiendo cómo sus células quedaban nutridas por ese calmo deleite.
La luz era tenue, amarillenta, suficiente para generar sombras que jugaban ondulantes en sus cuerpos. El aroma, el que ellos mismos emanaban, que se mezclaba con el de los leños encendidos.
Afuera el viento; adentro, la respiración y sus voces.
La energía fluía, invitándolos a romper corazas que parecían acumuladas por milenios, corazas que acudían a cada encuentro, victimizándolos ritualmente.
- Me gusta explorarte, ir descubriéndote poco a poco… como Robinson a su isla.
- Pero yo no soy tu isla... Y no sé cuántas islas tenés para explorar en tu archipiélago...
- Vos tampoco sos…
El móvil lo interrumpió, con la Habanera de Carmen de Bizet.
- Es el tuyo, Mirta. ¿Atendés?
- Pasame…
- ¡Hable!!! ¡Hable!!!... Se escucha entrecortado, no llego a reconocer la voz, no sé… no hay caso…
Volvieron a encontrarse con los ojos, tratando de retomar la actitud que los acercaba. Pero era una constante: las veces que él no lograba escabullirse a tiempo, después del amor llegaban las facturas, y a continuación el disgusto y el enojo. Después, a seguir con sus vidas.
Y al tiempo nuevamente volvían a pensarse, a tratar de rearmar cada momento, las sombras, los cuerpos, los leños, los aromas…
Así era cada vez, así era cuando se sentían sudar, cuando la respiración se les cortaba, cuando necesitaban revivir aquel momento una vez más.
Memorias, ecos, deseos de retener un tiempo que los había sorprendido, transformándolos más allá de toda expectativa.
Ese tiempo se remontaba a dos décadas atrás, con una Mirta de 26 años, recién recibida de arquitecta y embarcada en un noviazgo que prometía convertirse en meseta, con poco colorido y una creciente tendencia a las rutinas; y un Leandro orfebre, de la misma edad, pero casado desde los 20 con una mujer cinco años mayor que él, con la que ya tenía dos hijos en un matrimonio en el que se apagaban las últimas brasas de la pasión que un día lo llevara a cometer lo que fuera en nombre del amor, y en el que ahora su universo iba quedando reducido a la responsabilidad de obtener el pan diario.
Él vivía en un pueblo del Norte. Habitualmente tenía su taller abierto al turismo hasta muy tarde. Allí llegó Mirta, una noche de lo que estaba planeado por ella como unas cortas vacaciones con una amiga.
Cuando entró no lo vio; él estaba en la parte de atrás del local, terminando de pulir un colgante, y la observaba.
- Podés agarrarlos si querés...
La voz de Leandro se le arremolinó en el estómago y un sudor repentino la empapó de pies a cabeza.
- Gracias … en realidad no sé cuál elegir...
Leandro apareció, le sonrió, y tomando uno de los anillos que ella miraba, lo colocó en su dedo.
- Te queda muy bien. Es tuyo, te lo regalo...
- Pero... - La mente de Mirta quedó en blanco.
- Lo hice para que luciera en una mano como la tuya...
Leandro tampoco entendía qué le estaba pasando ni qué estaba haciendo. Sin pensarlo, agregó:
- Estaba a punto de cerrar, te invito a tomar un café.
- Mmm... bueno -contestó Mirta, no del todo convencida del anillo ni del café, ni de nada.
Se miraron un momento. Él alzó las cejas, levantó suavemente los hombros y se sonrió, reafirmando su habilidad para aprovechar su impulso y su decisión como estrategia.
Ella, entre sorprendida y desubicada, lo veía apagar las luces, cerrar los postigos, echar llave, sin dejar de mirarse el anillo, calzándolo y descalzándolo, como tratando de entender qué era lo que la incomodaba y qué lo que la atraía.
Poco caminaron sin hablar.
- Éste soy, y de esto vivo desde hace algo más de 6 años.
- Yo soy de Mendoza, estoy de paso… bueno, estamos… vine con una amiga.
Cruzaron, entraron en el bar y se sentaron.
- Gracias - dijo Mirta, apuntándolo con el anillo.
- De nada, fue un verdadero placer y una verdadera excusa.
Ella bajó la vista; le costaba sostener una mirada cuando se sentía enrojecer. Le buscó las manos, las miró y le gustaron. Manos nobles, pensó. Él, como adivinándola, capturó la mano de ella, se la acercó y miró con ojo crítico su obra.
- Me encanta… -dijo, envolviéndola después con el calor de sus manos. La otra mano de ella, la que faltaba, también se apoyó sobre la mesa y entonces fue natural encontrarse, conocerse, descubrirse a través de las manos.
-...el anillo… me encanta…
La Habanera de Carmen emergió otra vez con la realidad.
- ¡Hola!!! ¡Hable!!!...-¿qué será lo que no soy, lo que según él “tampoco” soy?, se preguntaba Mirta, recobrando nuevamente su furia, mientras intentaba escuchar a quien estaba en la línea.
- Hola…¿Mirta?... ¿no me ois?... ¿por qué gritas así? -dijo el que llamaba.
- …Nada... es que este aparato hace mucho ruido. ¿Vos llamaste hace un rato? ¿Dónde estás? -dijo ella tapándose con la sábana, como si el teléfono tuviese visor.
- Sí,....todavía estoy aquí, tuve que postergar el vuelo de mañana porque no terminamos con los contratos, surgieron temas a último momento y todavía no llegamos a un acuerdo. Creo que esto va a llevar un par de días más. ¿Vos como estás, me extrañas?
- Síii… todo bien, no te preocupes por mí, estoy aprovechando para adelantar los planos de la obra nueva- dijo ella mirando al cielo y moviendo la cabeza de un lado para otro.
Leandro la miraba mientras hablaba, y le tironeaba la sábana como intentando ignorar esas dolorosas interrupciones que de alguna manera justificaba. Nunca lo abandonó la culpa de no haber llegado a una cita… a la más importante, a esa que habían planeado durante los cuatro meses de su apasionada relación, en la que huirían por la madrugada para no separarse más. Tiempos sin celulares para haber podido llamarla y contarle que a esa misma hora que debían abordar el micro, él estaba entrando al quirófano con una repentina apendicitis aguda.
- ...Te espero, un beso –concluyó ella, y echó el móvil debajo de la almohada.
¿Por qué tiene uno que vivir eternamente atado a su pasado, a sus errores, a sus miedos, a la falta de coraje? ¿Por qué tiene que ser tan difícil vivir como uno realmente quiere? El mismo pensamiento sin palabras conmovió en un instante la penumbra de sus almas. Un rayo que de pronto descubre en la noche un paisaje escondido en la oscuridad.
- ¡Hace mil años que te espero! –estalló Leandro, incorporándose de golpe.
- ¡Ay, perdón!... empezamos con los boleros, parece…-dijo, ella refugiándose en su coraza-. Te recuerdo que esperar, nos esperamos los dos, y que esto que se armó lo armamos entre los dos, enterate… Fuiste vos el que se hizo esperar una madrugada de hace “mil años”, ¿o no?... Y además, es cierto, tenés razón, yo tampoco soy Penélope... ¿o no fue eso lo que dejaste picando?
- Ahí está, ¿ves?... estaba seguro de que ibas a llegar a este punto, ¡qué poca originalidad la tuya!... Siempre armamos lo mismo, es verdad. ¿Por qué no puedo salir de esto?... Siempre tirándome culpas, bronca, dolor… No he visto relación más insistida…
Leandro, brusco, empezó a cambiarse, mientras Mirta, enredada entre las sábanas, intentaba romper esa gélida actitud que, con despecho, la llevaba una y otra vez a lastimarlo cuando se acercaban las despedidas. Era su escudo. La protegía del dolor y la desazón que sufriera veinte años atrás, y que la habían hecho buscar seguridad en una vida sin matices junto a alguien a quien no amaba.
Se habían vuelto a encontrar por casualidad, ¿o por destino?, durante unas vacaciones, en una playa, muchos años después de aquel desafortunado episodio. Esta vez la primera consejera de Leandro fue la cobardía, no la audacia. Pero no pudo evitar que al volver a verla todo su ser vibrara como aquella vez del anillo. Ese anillo que ella nunca había dejado de usar, porque le recordaba que en algún lugar había una Mirta capaz de sentir alegría.
Al ver a Leandro subir el cierre de su pantalón, la estremeció la sensación de que un hilo muy delgado estaba a punto de romperse.
- Leandro… no te vayas… yo tampoco me soporto más, ayudame a reabrir esa puerta en la que un día me encontraste.
Desconcertado, él levantó la cabeza, la miró, y se dejó caer a su lado en la cama.
- Es lo que vengo intentando en cada encuentro… pero al final voy comprendiendo que la llave de esa puerta la tenés vos.
Mirta no termina de entender por qué esta vez no puede contener el llanto que acaba de asomarle, y se acurruca en el pecho de Leandro. Entre lágrimas, rodeada por esas manos que siempre admiró, vuelve a reparar en que él también usa el mismo anillo.
Le toma la mano. Se quedan en silencio. Un silencio muy denso, que cubre la hondura de los interrogantes y los sueños quebrados que comparten en destellos invisibles de luces y sombras.
Ella siente las sábanas, su piel gratificada por la proximidad de Leandro, quien con el tiempo se fue convirtiendo en parte de su vida y ocupando más espacio del que hubiera imaginado, mientras iban aprendiendo a tolerar postergaciones, dudas, celos y, por sobre todo, sabiendo que siempre se iba y que siempre regresaba.
Él, por su parte, vuelve a pensar en lo cómodo de ese cama afuera, pero también en la desventaja de no tenerlo todo, de alimentar distancias, de construir un muro alrededor del fuego.
Estuvieron así, en silencio, largo rato, hasta que se descubrieron el uno al otro canturreando al unísono, a mitad de camino entre las lágrimas y la sonrisa, el desafío de la Habanera de Carmen, que tantas veces había animado sus impulsos: “El amor es un pájaro rebelde que nadie puede domesticar”.
Probablemente esto sostuvo la relación por mucho tiempo: lo rebelde, lo indomesticable, lo apasionante que el reencuentro prometía, a pesar de que hubieran pasado tantos años. Era en realidad lo que ambos necesitaban individualmente para sus vidas; tal vez tuviera que ver con los cuarenta y pico que ambos atravesaban y sus implicancias: esa sensación de que el tiempo es corto y toda la energía debe ponerse al servicio de la conquista, las concreciones, la ambición y el hedonismo.
Fuera cual fuese el motivo, habían logrado un modo de encuentro con el cual conformarse: más o menos mensualmente surgían para ella supuestas obras a nivel nacional, y para él ferias itinerantes imposibles de postergar. El siguiente punto de encuentro se iba eligiendo de acuerdo a las ganas y al ánimo de los dos: Rosario, Misiones, por qué no Ushuaia…
Pudieron ser prolijos, sin ser advertidos ni lastimar a nadie, manteniendo vivo el entusiasmo durante un tiempo.
- Disfruto tanto de dormir con vos como de extrañarte, te juro -suspiró Mirta-. Es como si precisara las dos cosas. A veces pienso que debería festejar tu apendicitis, porque de no ser por ella no hubiéramos logrado esta vida nuestra tan así, tan descomprimida, tan elegida y disfrutable.
Lo abrazó desde la espalda contorneándole la cintura con sus brazos y acariciando su ya casi borrada cicatriz.
Él, girando sobre sí, le tomó la nuca con las manos, y acorralándola comenzó a besarla una vez más. La última, al menos por este mes.
- Sí… finalmente todo fue oportuno, y hoy resulta hasta cómodo, ¿no? -dijo él palmeándole la cola-. Dale, apurate, que mi vuelo sale en una hora, a ver si tenemos tiempo para un cafecito.
Podrían haber seguido así infinitamente.
Podrían… pero lo apacible se iba transformando gradualmente en desabrido, y sin saber muy bien cómo, viajar comenzaba a ser solo una costumbre, un incordio, un maldito ritual. A ella progresivamente le crecía la melancolía de los hijos que nunca tuvieron ni habrían de tener. Él, en forma postergada comenzaba a ocuparse de las demandas de su familia, a cuestionarse por primera vez y necesitar concretar algo, no sabiendo muy bien qué.
Ambos iban perdiendo la ilusión otrora arrasadora de deseos, pasiones, con olor a aventura, con todo absolutamente... habanera incluida.
Recuerdos… recuerdos del lugar idealizado donde cada uno ubicaba al otro, recuerdos de las fantasías constantes, del sexo urgente, de… Los recuerdos empezaban a adelgazarse, y en su lugar emergía la sensación de desgano y el hastío.
Quizás fue por eso que el siguiente encuentro se fue demorando. Hasta que imprevistamente, casi tres meses después, Mirta tomó un micro y se apareció por el taller de Leandro, allí donde todo había comenzado alguna vez.
Le sorprendió y le dolió ver cada una de las cosas que recordaba, ahora en su dimensión real. Le dolió no conmoverse. Le dolió controlar sus impulsos al verlo. Le dolió el vacío.
- No sé cómo se hace para recuperar lo que sentíamos, cómo pudimos perderlo así tan livianamente…
- Livianamente, sí… así fue, vos lo dijiste... y por suerte que fue así; cómo pudimos armar una relación tan livianamente profunda es la pregunta, y te juro que a más de uno le fascinaría conocer la fórmula. A mí mismo, si pudiera volver atrás y recuperarla.
Se abrazaron casi fraternalmente. Se abrazaron en memoria de aquel día en que casi huyeron juntos, y de un tiempo en el que casi fueron felices. Se miraron largamente, como sabían hacerlo. Miraron sus anillos y no se los sacaron, y casi creyeron que se despedían.
A partir de ese momento interrumpieron sus comunicaciones.
Al mes, Mirta decidió terminar su matrimonio. Leandro lo hizo unas semanas después.
Solos y a la distancia, sin garantías de regreso, entendieron cuál era la historia a la que habían decidido ser fieles.
FIN
febrero / junio de 2006

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